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Boehmiano. En pos de la sabiduría, como arte de vivir

Filosofía y teosofía

Un intento de hacer a Hegel algo más comprensible

Un intento de hacer a Hegel algo más comprensible

           Nos proponemos en pocas páginas trazar un esbozo comprensible de las ideas fundamentales de Hegel, sin duda uno de los filósofos más complicados de leer y entender. Esta inevitable simplificación quiere introducir y hacer de entrada más asequible (aun a riesgo de algunas imprecisiones) un pensamiento que luego puede ser completado y profundizado.

 

            Se trata sobre todo de comprender bien tres conceptos fundamentales: la realidad, el espíritu y la historia, los tres entendidos como procesos dialécticos.

 

            Introducción. Hegel como madurez de la filosofía occidental.

 

            La filosofía de Hegel supone la madurez del pensamiento occidental (o, cuanto menos, del pensamiento moderno). Madurez no quiere decir simplemente “cima”, pero sí “final” de una andadura. Es la culminación del racionalismo moderno, de la razón moderna, así como de una determinada manera de hacer metafísica. Después de Hegel, sintomáticamente, la metafísica como sistema de pensamiento que abarque y explique toda la realidad será algo raro, algo cada vez menos posible.

            Sabemos que Hegel intenta asimilar e incluir en su filosofía (eso sí, superada) toda la tradición, esto es toda la historia anterior de la filosofía. Pero, concretando más, se podría decir que él intenta hacer la síntesis del pensamiento griego y el pensamiento moderno. La filosofía griega pensó especialmente la naturaleza (physis), culminando en el concepto aristotélico de sustancia; la filosofía moderna, desde Descartes y en su línea de inspiración cristiana, se propuso comprender el espíritu, la conciencia, el sujeto del conocimiento. Pues bien, Hegel quiere pensar la síntesis de estos dos conceptos (su unión y no sólo su separación) de naturaleza y espíritu.

            Si queremos caracterizar de modo sencillo en qué consiste lo que distingue, según Hegel, la Naturaleza del Espíritu, nos encontramos con una fórmula simple. La naturaleza es eso que está ahí. Y el espíritu es esto que soy yo mismo. Naturaleza es, por tanto, estar ahí; como diría Hegel ser en sí. Espíritu es ser para mí, ser para sí, mismidad.

            Pensar la síntesis de naturaleza y espíritu quiere decir también pensar la unión entre realidad y conciencia, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo exterior y lo interior, entre sentidos y razón. En suma, entre lo finito y lo infinito, entre Dios y el mundo, entre el Creador y su creación.

 

            La dialéctica como unión y superación de los contrarios.

 

            Para pensar y comprender la unión de los contrarios se hace necesario, según Hegel, un nuevo tipo de pensamiento, se hace necesaria una nueva lógica: no ya la lógica tradicional, aristotélica, asentada sobre el principio de no contradicción (no se puede afirmar y negar una cosa al mismo tiempo y en el mismo sentido), sino la lógica dialéctica. Esta lógica hegeliana afirma que, más allá del entendimiento, que procede oponiendo conceptos (viendo el límite en todas las cosas), está el poder dialéctico y especulativo de la razón que primero niega para afirmar después en un nivel más alto: primero niega lo que afirma el entendimiento y, posteriormente, afirma o asume tanto la primera tesis o afirmación del entendimiento como la negación de esa tesis (antítesis), llegando así a la síntesis donde son superadas y conservadas a un tiempo tanto la verdad de la tesis como la de la antítesis. Un ejemplo vivo de esto podría ser: a) Tesis: yo soy yo (identidad); b) Antítesis: yo no soy yo, yo no soy nunca el mismo (carezco de identidad como algo fijo, permanente); c) Síntesis: yo soy yo y no soy yo. Yo soy el que seré (mi identidad es un perpetuo hacerse o devenir). Dicho de otro modo: lo que soy ahora es un momento necesario e insustituible de mi realidad; pero eso que soy tiene que ser negado, pues eso es finito y pasajero; finalmente, seré plenamente al final de mi proceso vital (acaso un proceso infinito) o cuando sepa que soy, yo también, absoluto.

 

            El Absoluto como síntesis donde se resuelve, sin aniquilarse, toda dualidad.

 

            Para comprender toda la realidad (toda la realidad y cualquier realidad) hay que comprenderla en relación con lo Absoluto. Para comprender cualquier cosa finita, hay que ponerla en relación con lo infinito. En seguida hablamos de ello, pero antes recordaremos que lo real es para Hegel lo activo, lo que tiene capacidad para desplegarse a partir de sí mismo. Por eso lo real es un proceso u devenir o llegar a ser. La realidad es sustancia pero también sujeto. Como sustancia es lo permanente, lo esencial, lo que se objetiva o exterioriza (en lenguaje religioso: El mundo como la objetivación o exteriorización –o la negación- de Dios); como sujeto, es conciencia, espíritu que conoce, capacidad de interiorización, vuelta a sí mismo.

            Pues bien, para Hegel el Absoluto es sustancia y es sujeto. Su mejor definición es decir que es espíritu infinito (el buen infinito, que no está separado de lo finito, sino que lo incluye dentro de sí. Pues, en efecto, lo finito no puede limitar o poner límites a lo Absoluto). Lo Absoluto es Dios o, como también lo llama Hegel, la Idea (la Idea es el concepto adecuado del Absoluto).

            Hay que darse cuenta de que para Hegel no conocemos de verdad ninguna cosa si no es en su relación con el Absoluto (saliendo, por así decir del Absoluto, como un momento –finito pero necesario- del Absoluto). La verdad es la totalidad. Por tanto, el Absoluto sólo existe concretándose y encarnándose en todas las cosas (en la naturaleza y el espíritu finitos). Por eso no se puede definir el Absoluto, ni hay que pensar que el Absoluto sea una cosa absoluta, sino el fundamento absoluto de todas las cosas.

            Decir que todo es espíritu absoluto, que todo es el absoluto, quiere decir que nada tiene ser, ni es por tanto verdaderamente conocido, repetimos, si no es entendido en su última raíz, como un momento de la vida infinita. Por eso dice Hegel que la verdad no se encuentra en la cosa, nunca se encuentra en el resultado concreto, provisional (esto es decisivo para entender la historia en Hegel). El resultado sería como el cadáver que ha dejado en pos de sí la tendencia que lo engendró. Lo verdadero –dice Hegel- no es el resultado sino el todo; aquello que vincula el resultado a su principio o fundamento.

 

            El sistema hegeliano.

 

            A esa relación o articulación que guarda cada cosa con su fundamento absoluto lo llama Hegel sistema. La filosofía ha de ser sistemática, ha de ser un sistema de todos los conocimientos, si quiere ser un saber absoluto o total del Absoluto. Pues bien, el sistema hegeliano tiene tres partes: LÓGICA, FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA y FILOSOFÍA DEL ESPÍRITU.

            La Lógica, que es como la Metafísica hegeliana, pues expone y desarrolla las determinaciones conceptuales del Ser (los modos en que se puede y debe pensar lo real), del Absoluto. Sería la Idea estudiada en sí misma (Dios antes de crear el mundo, dice Hegel). [Esto correspondería al momento abstracto del entendimiento. Tesis, en el proceso dialéctico].

            La Filosofía de la Naturaleza o estudio del mundo en diferentes niveles (mecánica, química, física, biología, geología, etc.), pero del mundo o naturaleza como lo otro del espíritu, como la autonegación o alienación de Dios. Sería la Idea fuera de sí misma (el resultado de la creación, como algo finito). [Momento negativo-racional. Antítesis].

            La Filosofía del Espíritu o la exposición de la toma de conciencia que hace el espíritu de sí propio, desde su emerger en y desde la naturaleza hasta convertirse en espíritu absoluto. Es la parte más importante, sin despreciar la primera, del sistema hegeliano. Sería la Idea para sí, o mejor, en sí y para sí (Dios realizado y realizándose en y más allá de su Creación). [Momento positivo-racional o especulativo. Síntesis].

 

            El concepto de Espíritu.

 

            Hegel define el Espíritu como libertad. Esta es la esencia del espíritu. Bien entendido que la libertad supone o implica la autoconciencia, el conocimiento de sí mismo, pues, para Hegel, somos lo que de verdad conocemos. La voluntad racional que quiere la libertad, para uno mismo y para todos los demás, porque sabe que todos somos esencialmente libres, libres por derecho propio, es la expresión cabal del espíritu. Ese querer racional es la unión de teoría y praxis, de conocimiento y acción, de esencia y existencia, de ser y deber-ser. El Espíritu es la Razón que sabe que no hay oposición insuperable entre lo que existe y lo que debe existir, entre lo imperfecto y lo perfecto, entre lo que nos exige la conciencia moral y lo que de hecho pasa en el mundo, en la historia. Ahora bien, la Razón que sabe esto es la Razón o Espíritu Absoluto, síntesis del Espíritu subjetivo y del espíritu objetivo.

            El espíritu subjetivo comienza siendo alma y luego conciencia. El alma siente, pero no conoce; la conciencia se desdobla (es conciencia de algo) para llegar a la autoconciencia universal. El espíritu es voluntad racional, capaz de llegar al conocimiento perfecto o absoluto.

            Respecto al espíritu objetivo, importa fijarse en la noción o concepto del Estado, verdadera síntesis del derecho y la moralidad, lugar donde se manifiesta plenamente la divinidad y donde se hace posible, real y efectivamente, la libertad. Pero bien entendido que Hegel se refiere a la idea del Estado y no sólo a los estados que han existido históricamente, que son finitos e imperfectos.

            El espíritu absoluto comprende en Hegel el arte, la religión y la filosofía. La historia de estas disciplinas nos muestra un progreso dialéctico hasta culminar en la perfecta toma de conciencia de lo que el Absoluto mismo es y de lo que es todo (cualquier realidad) en relación al Absoluto. La filosofía, no lo olvidemos, es saber absoluto del Absoluto.

 

            La idea de la historia.

           

            La concepción hegeliana de la historia no es difícil. Con todo, no hay que perder de vista que la historia es un despliegue necesario del Espíritu Universal o Espíritu del Mundo, que se encarna en los Espíritus de los pueblos que han tenido un papel relevante en la historia de la humanidad (son pueblos que se han constituido en Estados). La historia ha transcurrido racionalmente, los hechos históricos tienen un sentido que desciframos, en última instancia, como un esfuerzo poderoso y astuto del Espíritu divino por realizar la libertad. Pese a la insistencia de Hegel en señalar la libertad como el propósito, la meta y el fin de la historia, no queda demasiado claro el papel de la libertad individual en este sistema.

 

            Conclusión.

 

            Panlogismo: todo es lógica, todo se reduce a concepto. El Absoluto, Dios, es la Idea. Sí, pero como Vida infinita, como movimiento y devenir sin término. Esto plantea algunas aporías, algunos callejones sin salida, algunas contradicciones... ¿Podrán todas ellas resolverse dialécticamente? El fondo último de la realidad, de cuanto existe, ¿es él mismo racional? ¿O es irracional? ¿O ninguna de las dos cosas? Pero no es este el lugar de críticas ni mayores especulaciones.

            Hegel quiere convertir el misterio en algo comprensible, traducirlo a conceptos racionales. La religión encuentra, para él, su sentido en la filosofía. Hay algo muy loable en intentar unir el amor y el conocimiento. Pero el joven Hegel, el teólogo, ponía el amor por encima del conocimiento (ese amor que hace que nos veamos en el amado); la unión con lo Infinito se producía por vía religiosa y no podía comprenderse: la filosofía no podía realizarla. El Hegel maduro invierte los términos de esta relación: la razón por encima del amor. Es la culminación (y el agotamiento al mismo tiempo) del racionalismo moderno, del pensamiento que define al ser humano como animal racional, pensante.

            “La verdadera naturaleza de lo finito –escribe Hegel- es esta: que es infinito”. Ahora bien, lo Absoluto (que comprende ambos conceptos, “finito” e “infinito”) no es para Hegel una unidad abstracta más allá de todas la limitaciones y allende todo saber, sino la totalidad concreta que se despliega como naturaleza y espíritu. Los dos conceptos claves de la filosofía occidental.

Realidad y dialéctica en Hegel

Realidad y dialéctica en Hegel

Guste más o guste menos, hay que reconocer que Hegel es uno de los más grandes filósofos de la historia. Siguiendo sobre todo a Reale y Antiseri, en su excelente Historia de la Filosofía, he seleccionado y elaborado estas reflexiones acerca de su concepto de dialéctico de la realidad y sobre el conocimiento especulativo.

María Zambrano escribió bella y, en mi opinión, certeramente que en Hegel “lo divino ya no es una forma incógnita. Es [Hegel] la pretensión de acabar con el Dios desconocido, con lo desconocido de Dios, pues todo, la historia en el centro de todo, es revelación. Mas aceptar lo divino de verdad es aceptar el misterio último, lo inaccesible de Dios, el «Deus absconditus» [Dios escondido] , subsistente en el seno del Dios revelado. El hombre no padece ya a Dios ni a lo divino que en sí lleva...” (el subrayado es nuestro). 

 

“La proposición según la cual lo finito es ideal [carece de realidad por sí mismo] constituye el idealismo. El idealismo de la filosofía sólo consiste en esto, en no reconocer lo finito como un verdadero ser” (Hegel)

 

“En un granito de mostaza, si así quieres entenderlo, hay una imagen de todas las cosas superiores e inferiores” (Angelus Silesius)

 

                1. El concepto hegeliano de realidad.

 

                Nos proponemos en estas pocas páginas trazar las líneas maestras del sistema hegeliano en torno a los conceptos de realidad y dialéctica, esenciales para comprender su filosofía del espíritu y su visión de la historia, que suponen la culminación de su sistema o idealismo absoluto. También suponen la culminación de la metafísica racionalista moderna.

                La filosofía de Hegel es rica y compleja y, desde luego, una de las más difíciles. Sin embargo, toda ella puede resumirse en estas tres líneas esenciales:

                1ª) La realidad en cuanto tal es espíritu infinito.

                2ª) La realidad es dialéctica. La estructura o la vida misma del espíritu (y por tanto el procedimiento a través del cual se desarrolla el saber filosófico) es la dialéctica.

                3ª) El rasgo peculiar de esta dialéctica, que la diferencia de todas las anteriores, es lo que Hegel denominó con el término técnico de elemento especulativo, auténtica clave de nuestro filósofo.

                La comprensión plena de estos tres puntos requeriría un conocimiento del desarrollo del sistema hegeliano hasta su culminación; es decir, recorrer todo el camino hasta el final (y, por tanto, las tres partes de su filosofía: Lógica, Filosofía de la naturaleza y Filosofía del espíritu). Pues, como dice el propio Hegel, en filosofía no hay atajos que acorten el camino. Aquí queremos aludir, sobre todo y en primer lugar, a la concepción dialéctica de la realidad que tiene Hegel para referirnos luego, en un segundo apartado, a las líneas maestras de su teoría (igualmente dialéctica) del conocimiento. Dicho con brevedad, la lógica se ocupa de pensar el ser (el absoluto) tal como es en mismo. La filosofía de la naturaleza lo considera en su exteriorización o manifestación física (alienación del absoluto), esto es, el ser fuera de sí. Por último, la filosofía del espíritu nos muestra el retorno del espíritu a sí mismo, la plena toma de conciencia del espíritu con respecto a sí mismo: el ser en sí y para sí[1].

                La afirmación básica de la que hay que partir para entender a Hegel es que la realidad no es sólo sustancia (es decir, un ser más o menos fijo, permanente, “solidificado”, como se había pensado tradicionalmente en la mayoría de los casos) sino sujeto, es decir, pensamiento, conciencia, espíritu[2] Y esto es para Hegel una adquisición reciente, del pensamiento moderno (sobre todo a partir de Kant y de sus continuadores y superadores -así lo cree el propio Hegel- Fichte y Schelling.

                La realidad, no como sustancia sino como sujeto y espíritu, equivale a decir también que es vida, actividad, dinamismo, proceso, movimiento o devenir, mejor aún: automovimiento[3]. Pero esta realidad es todo, es infinita o mejor absoluta[4]. El espíritu se genera a sí mismo, generando su propia determinación (su concreción, su límite, su negación) y, al mismo tiempo, superándola plenamente. El espíritu es infinito, de modo que siempre se actualiza y se realiza a sí mismo: genera lo finito y lo supera infinitamente, evolutivamente, en un proceso que implica al misto tiempo un progreso y que puede representarse como una espiral. De este modo, la realidad infinita es la eliminación y superación (eso es la dialéctica) siempre activa de lo finito. Lo finito, en realidad, posee para Hegel una existencia puramente ideal o abstracta (no real y concreta), en el sentido de que no existe por sí mismo como algo opuesto a lo infinito o fuera de este. Esta idea es muy importante, pues supone, según Hegel: “la principal proposición de toda filosofía”.

                El espíritu (la realidad) no es sólo algo uno e idéntico (como quería Schelling, otro de los grandes filósofos idealistas, a quien Hegel debe mucho), sino algo uno e idéntico que se configura de manera siempre diferente. No es la repetición de algo idéntico, carente de real diversidad. El espíritu es una unidad que se hace justamente a través de lo múltiple. El espíritu absoluto es identidad en la diferencia[5].

                Todo esto que hemos dicho se aplica a la realidad toda: se aplica a lo absoluto y también a cada momento individual de la realidad; se aplica al todo y a cada una de sus partes. El absoluto hegeliano no excluye nada. Cada momento de lo real es un momento indispensable para lo absoluto, porque este se hace y se realiza en todos y cada uno de estos momentos suyos necesarios. A lo largo del proceso de la vida infinita (o del desarrollo infinito del ser absoluto o Dios) cada momento es esencial para los demás, se implica dialécticamente con ellos: no existirían unos sin los otros[6].

                El movimiento de lo real posee un ritmo dialéctico, triádico (posición, negación de la posición y negación y superación de ambas). Y el movimiento propio del espíritu es el “movimiento del reflexionar en sí mismo”. En esta reflexión, como sabemos, Hegel distingue tres momentos: 1º) Un primer momento que denomina del ser en sí (la idea[7] en sí o logos) estudiado por la lógica. Se trata de la consideración del absoluto tal como es en sí mismo. Hegel dice que la lógica es “la ciencia eterna de Dios”. 2º) Un segundo momento que llama el “ser otro” o ser fuera de sí (la idea fuera de sí o la naturaleza, el mundo en tanto que alienación o exteriorización del Absoluto) y que es estudiado por la filosofía de la naturaleza. 3º) Un tercer momento correspondiente a la idea que retorna a sí, o al ser en sí y para sí (el espíritu consciente de sí mismo) que es el objeto de la filosofía del espíritu.

                Hegel habla del absoluto como un “círculo de círculos”. Y estos tres momentos que acabamos de nombrar son llamados, respectivamente: “IDEA”, “NATURALEZA” y “ESPÍRITU”. El Absoluto (la Idea, Dios) posee en sí mismo el principio de su propio desarrollo y por eso se objetiva (se hace cosa, objeto para sí mismo o frente a sí mismo), se aliena (esto es, se vuelve otro) y se hace naturaleza; y luego, superando dicha alienación, llega a ser él mismo y toma plena conciencia de sí mismo una vez cumplido su propio despliegue. Por eso afirma Hegel que el espíritu es la idea que se realiza y se contempla a través de su propio desarrollo.

                En su obra sobre la filosofía del derecho Hegel escribió: “Todo lo que es real es racional y todo lo que es racional es real”. Hegel, tal vez para atenuar el carácter paradójico de sus afirmaciones, explicó que esta frase suya, tan conocida y citada, expresa de manera filosófica lo mismo que afirma la religión cuando dice que existe un gobierno divino del mundo, que lo que ocurre ha sido querido por Dios y que éste es lo más real que existe. Sin embargo, el sentido de esta importante afirmación se comprende si se tiene en cuenta que para Hegel todo lo que existe o sucede no está fuera de lo absoluto, sino que es un momento imposible de suprimir de éste. El mismo significado posee la afirmación según la cual “coinciden el ser y el deber ser”: lo que es, lo que pasa, es lo que debía ser, porque todo lo que es constituye un momento de la idea y de su desarrollo: lo que acontece siempre es lo que merecía acontecer[8]. Estas ideas las encontraremos plenamente reflejadas en la interpretación hegeliana de la historia, pues la historia es el verdadero rostro de Dios, la manifestación poderosa de la divinidad en pos de su meta más alta: el pleno desarrollo y la plena conquista de la libertad.

                Así podemos entender el sentido del llamado “panlogismo” hegeliano, su identificación de la lógica con la metafísica o teoría del ser y la afirmación de que “todo es pensamiento” (idealismo absoluto). Esto no significa, claro está, que todas las cosas tengan un pensamiento como el nuestro o una conciencia como la nuestra, sino que todo es racional en la medida en que es determinación del pensamiento (en la medida en que es pensado y comprendido conceptualmente, pues no hay realidad sino para la conciencia, según el idealismo filosófico)[9]. Esta afirmación, que todo es racional, explica Hegel, corresponde a la de los antiguos que afirmaban que el nous (la inteligencia) gobernaba el mundo.

                Por último, en este apartado, hay que mencionar la importancia de lo negativo dentro de la concepción hegeliana del espíritu, pues ello está íntimamente relacionado con la dialéctica. La vida del espíritu no es aquella que rehúye la muerte, sino la que “soporta la muerte y se conserva en ella”. Hegel sostiene que el espíritu “consigue su verdad únicamente con la condición de que se encuentre a sí mismo en la devastación absoluta”. Añade que el espíritu es esta potencia y esta fuerza, porque “sabe mirar a la cara a lo negativo y plantarse ante él”, y concluye: “Este afirmarse es la fuerza mágica que desempeña lo negativo en el ser”.

 

                2. La dialéctica, método del pensamiento y estructura de lo real.

 

                Anticipada de otra manera por Kant y por la filosofía griega (Zenón de Elea, discípulo de Parménides, Heráclito de Éfeso, muy especialmente, y Platón, sobre todo en sus diálogos llamados “dialécticos”: el Parménides, el Sofista y el Filebo) la dialéctica es el método capaz de elevar a la filosofía al rango de ciencia y hacer posible el deseo romántico de alcanzar un conocimiento pleno de lo infinito (de lo real en su totalidad). Este método no será para Hegel la intuición o el sentimiento o la fe, tan caros a los románticos, sino el puro dinamismo del pensar que tensa los límites del entendimiento y va más lejos del principio lógico de no contradicción[10].

                Hegel pensaba que los filósofos griegos dieron un gran paso en el camino de la ciencia al elevarse de lo particular hasta lo universal. Sin embargo, las ideas platónicas y los conceptos aristotélicos permanecían, según Hegel, congelados en un rígido reposo, casi solidificados. Como la realidad es devenir, movimiento y dinamicidad, el pensamiento que aspire a captarla tiene que transformarse en esa misma dirección para convertirse en un instrumento adecuado. Imprimir dinamismo en las esencias eso es la dialéctica: cada concepto pide su contrario, se convierte en su contrario y ello hace posible una síntesis de ambos. Escribe Hegel: “Mediante este movimiento, los puros pensamientos se convierten en conceptos, y sólo entonces son lo que verdaderamente son: automovimientos, círculos... esencias espirituales”.

                La comprensión de los tres lados o momentos del movimiento dialéctico nos llevará a entender el elemento más íntimo, el auténtico fundamento del pensamiento de Hegel. Se suele indicar estos tres momentos empleando los términos 1) tesis, 2) antítesis y 3)síntesis, pero simplificando la cuestión, porque Hegel los utiliza en escasas ocasiones y prefiere un lenguaje mucho más complejo y articulado. 1) Hegel llama al primer momento “lado abstracto o intelectivo”; 2) en cambio, al segundo momento lo llama “lado dialéctico (en sentido estricto) o negativamente racional”; 3) el tercer momento es para él el “lado especulativo o positivamente racional”. Comentamos un poco esto.

                1) El intelecto es la facultad que abstrae conceptos determinados, distingue, separa y define, deteniéndose en estas separaciones y distinciones, que considera de algún modo definitivas. En la medida en que el intelecto actúa, en relación con sus objetos, separando y abstrayendo, es lo contrario de la intuición inmediata y de la sensación. La potencia abstractiva (formar conceptos abstractos, separados de lo sensible y concreto o inmediato y particular) del intelecto es vasta y admirable, y Hegel no escatima elogios al intelecto, como potencia que desvincula y separa de lo particular y eleva hasta lo universal. Por lo tanto, la filosofía no puede hacer caso omiso del intelecto y de su labor, y debe partir justamente de ésta (como se parte de una TESIS). Sin embargo, el intelecto como tal suministra un conocimiento inadecuado, que permanece encerrado en lo finito (o por lo menos, se dirige hacia el falso infinito)[11], en lo abstracto solidificado, y por consiguiente es víctima de las oposiciones que él mismo crea cuando distingue y separa. Por lo tanto, el pensamiento filosófico debe ir más allá de los límites del intelecto.

                2) Ir más allá de los límites del intelecto constituye lo peculiar de la razón, que posee un momento negativo y otro positivo. El momento negativo, que es el que Hegel califica de “dialéctico” en sentido estricto (puesto que la dialéctica en sentido amplio son los tres momentos que estamos describiendo), consiste en sacudir la rigidez del intelecto y de sus productos. Otorgar fluidez a los conceptos del intelecto implica que salgan a la luz una serie de contradicciones  y de oposiciones de diversos géneros (ANTÍTESIS), que habían quedado ahogadas por la rigidez del intelecto. De este modo, cada determinación del intelecto se invierte en la determinación contraria (y viceversa). El concepto de “uno”, apenas se vea privado de su rigidez abstracta, evoca el concepto de “muchos” y muestra un estrecho nexo con éste: no podríamos pensar de manera rigurosa y adecuada lo uno sin el vínculo que lo conecta con los muchos. Lo mismo cabe decir de los conceptos de “semejante” y “desemejante”, “igual” y “desigual”, “particular” y “universal”, “finito” e “infinito”, y así sucesivamente. Más aún, cada uno de estos conceptos -considerados desde el punto de vista dialéctico- parece invertirse en su propio contrario y casi disolverse en él. Hegel tiene buen cuidado en señalar que el movimiento dialéctico no constituye una prerrogativa del pensamiento filosófico, sino que está presente en todos los momentos de la realidad: “...el procedimiento dialéctico, escribe nuestro filósofo, se encuentra asimismo en todas las demás formas de conciencia y en la experiencia general. Todo lo que nos rodea puede ser pensado como un ejemplo de dialéctica. Sabemos que todo lo finito, en vez de ser un término fijo y definitivo, es mudable y transitorio, y esto no es otra cosa que la dialéctica de lo finito, mediante la cual éste -en cuanto que es en sí mismo algo distinto de sí- llega más allá de lo que es de manera inmediata y se convierte en su contrario”. La semilla debe convertirse en su contrario para transformarse en retoño de una planta; el niño debe morir como tal y convertirse en su contrario para transformarse progresivamente en adulto, y así sucesivamente. Lo negativo que emerge en el momento dialéctico consiste, de un modo general, en la carencia que revela cada uno de los contrarios cuando se lo compara con el otro. Empero, justamente esta carencia actúa como mecanismo que impulsa, más allá de la mera oposición, hacia una síntesis superior, que es el momento especulativo, el momento culminante del proceso dialéctico.

                3) El momento especulativo o positivamente racional es el que capta la unidad de las determinaciones contrapuestas, lo positivo que surge de la disolución de los opuestos (la SÍNTESIS de los opuestos). “El elemento especulativo en su sentido auténtico -escribe Hegel- es lo que contiene en sí, como algo superado, aquellas oposiciones ante las que se detiene el intelecto (y por lo tanto, también la oposición entre subjetivo y objetivo), y precisamente de esta manera muestra que es algo concreto y que es una totalidad”.

                La dialéctica -al igual que la realidad en general y, por lo tanto, lo verdadero (“La verdad es la totalidad”, dice Hegel)- consiste en este movimiento circular que hemos descrito, y que no se detiene jamás, como tampoco se detiene ese proceso-progreso en que consiste lo real. Hegel llega incluso a comparar este movimiento del pensar con una especie de “exaltación báquica”, en un texto que vale la pena citar: “Por ello, lo verdadero es una exaltación báquica en la que todos los miembros están ebrios; y puesto que todo miembro que se aísla de forma inmediata deja de existir, la exaltación es asimismo un reposo transparente y sencillo”.

                El momento de lo especulativo es la reafirmación de lo positivo que se realiza mediante la negación de lo negativo que es propio de las antítesis dialécticas, y por lo tanto constituye una elevación de lo positivo de las tesis hasta un nivel más alto. Si tomamos por ejemplo el estado puro de inocencia, éste representa un momento (o tesis) que el intelecto solidifica en sí mismo y al que contrapone como antítesis el conocimiento y la conciencia del mal, que es la negación del estado de inocencia (su antítesis). Ahora bien, la virtud es exactamente la negación de lo negativo de la antítesis (el mal) y la recuperación de lo positivo de la inocencia a un grado más alto, que sólo se hace posible si se pasa a través de la negación de la rigidez que le era propia, y pasando por lo tanto a través de la antítesis (el conocimiento del mal), que adquiere así un valor positivo, en la medida en que impulsa a eliminar aquella rigidez. En consecuencia, el momento especulativo es un “superar” en el sentido de que al mismo tiempo es un “suprimir y conservar”. Para expresar el momento especulativo, Hegel utiliza dos términos que se han hecho muy famosos y se han convertido en términos técnicos: aufheben (superar) y Aufhebung (superación). Esta palabra significa a la vez anular y potenciar, rechazar y resaltar, desechar y conservar. Expresa perfectamente el sentido de la síntesis dialéctica que conserva y supera a un tiempo los dos momentos o verdades de la tesis y la antítesis[12].

                Lo especulativo constituye, pues, el vértice al que llega la razón, la dimensión de lo absoluto. En la Gran Enciclopedia Hegel llega a comparar lo especulativo (lo racional en su grado más alto) con lo que en épocas pasadas se había llamado lo “místico”, es decir, lo que capta lo absoluto atravesando los límites del intelecto raciocinador. Esta es la interesante página hegeliana, con la que concluimos este apartado:

                “A propósito del significado de lo especulativo, hay que recordar asimismo que se entiende por «especulativo» lo que en otros tiempos, sobre todo en relación con la conciencia religiosa y su contenido, se solía definir como «místico». Cuando hoy se habla de mística, se acostumbra a hacerlo en el sentido de considerar este término como equivalente a algo misterioso e incomprensible, y luego, según la diversidad de la propia formación y del propio talante, se acostumbra a considerar que esto que es misterioso e incomprensible es algo auténtico y verdadero, o bien se trata de una superstición y una ilusión. A este respecto hay que observar, antes que nada, que lo místico es sin duda misterioso, pero sólo para el intelecto, y sencillamente porque la identidad abstracta es el principio del intelecto, mientras que lo místico (como equivalente a lo especulativo) es la unidad concreta de aquellas determinaciones que sólo valen para el intelecto en la medida en que se hallan separadas y contrapuestas... Ahora bien, tal como hemos visto, el pensamiento intelectivo abstracto es algo tan poco fijo y definitivo que se nos muestra más bien como un continuo superarse a sí mismo y convertirse en su opuesto; lo racional, como tal, consiste en cambio en abarcar los opuestos en sí mismo, como momentos ideales. Por lo tanto, todo lo racional hay que definirlo al mismo tiempo como místico, lo cual significa únicamente que va más allá del intelecto, pero en absoluto que haya que considerarlo como algo inaccesible e incomprensible para el pensamiento”.

 



[1]La filosofía hegeliana se desarrolla, según el método y modelo de la dialéctica, en momentos y despliegues triádicos. Así, acabamos de decir que la filosofía tiene tres partes; pues bien, cada una a su vez se divide en otras tres: la lógica en doctrina del ser, de la esencia y del concepto; la filosofía de la naturaleza en mecánica, física inorgánica y física orgánica... En cuanto a la filosofía del espíritu, que es la que más nos interesa aquí, también está desarrollada en tres partes que corresponden respectivamente al espíritu subjetivo (el espíritu considerado en su dimensión individual, personal, o mejor: el espíritu en cuanto se halla en el camino de su propia autorrealización y autoconocimiento), al espíritu objetivo [la automanifestación del espíritu, consciente de su libertad, en los tres momentos del derecho, la moralidad y la ética (la eticidad, como escribe Hegel. Si la moral es individual y se refiere a la conciencia del deber de cada persona, la ética o el momento de la eticidad alcanza la armonía del querer o voluntad individual y del querer colectivo. Los tres momentos o partes dialécticos de la eticidad son para Hegel la familia, la sociedad civil y el estado] y, finalmente, al espíritu absoluto (el ser o la idea que se conoce perfectamente a sí mismo). El espíritu absoluto abarca tres momentos: arte (manifestación sensible de la Idea o Ser o Absoluto), religión (representación simbólica o figurada de la verdad) y filosofía (que es el saber absoluto del Absoluto).

[2]Espíritu es para Hegel capacidad de conocerse a sí mismo; autoconciencia, pues, pero también libertad o autodeterminación. El espíritu, como sujeto que se conoce a sí mismo, que es objeto para sí mismo, es la síntesis de lo subjetivo y lo objetivo.

[3]Real es para Hegel aquello capaz de crecer, de superarse, de devenir ascensionalmente. Lo real (wirklich, en alemán, de wirken que significa actuar) es lo que tiene fuerza energética y capacidad de acción. También es lo que tiene en sí capacidad de universalizarse; es la realidad penetrada por el concepto, por la autoconciencia, por el pensar profundo.

[4]El absoluto es para Hegel la síntesis de lo finito y lo infinito. Ambos, finito e infinito, son dos momentos, fases o manifestaciones de lo absoluto que lo es todo, lo abarca todo.

[5]El reposo, según esta concepción, sería sólo “el conjunto del movimiento”. El reposo o la identidad, sin movimiento, de ser realmente posible, sería el reposo de la muerte, y no vida. La totalidad del despliegue es vida infinita. La permanencia del ser no es una fijeza sino la verdad del desvanecerse.

[6]Así, en un ejemplo sencillo del propio Hegel, podemos considerar en una planta el pimpollo, la flor y el fruto. En el desarrollo de la planta, el pimpollo es una determinación (y, por lo mismo, una concreción, un límite, una negación); pero tal determinación es eliminada (esto es, superada) por la floración, la cual, sin embargo, al negar esta determinación del capullo la verifica, ya que la flor es la positividad del pimpollo. A su vez, la flor es una determinación, que por lo tanto implica una negatividad, la cual a su vez resulta eliminada y superada por el fruto. Este es un simple ejemplo de lo que es la dialéctica, pues la realidad es dialéctica. A lo largo de este proceso, cada momento es esencial para los demás y la vida de la planta consiste en este proceso mismo que de manera gradual va poniendo sus diversos momentos y los va superando. Lo real, pues, repetimos, es un proceso que se autocrea mientras va recorriendo sus momentos sucesivos, y en el cual lo positivo es el movimiento mismo, que constituye un progresivo autoenriquecimiento.

[7]Pensar lo real es pensar el concepto. El concepto absoluto (no sólo subjetivo u objetivo, sino su síntesis) es lo que llama Hegel la idea.

[8]Una vez más vemos aquí el propósito hegeliano de superar las dualidades kantianas: Kant oponía sujeto y objeto, fenómeno y cosa en sí, razón teórica y razón práctica, ser y deber ser, necesidad natural y libertad, moralidad y legalidad. Hegel, aceptando estas distinciones a nivel del entendimiento, pretende superarlas y unirlas dialécticamente en el plano superior del conocimiento, esto es, a nivel especulativo de la razón.

[9]La coincidencia de concepto y realidad se da únicamente en lo absoluto mismo. Recordemos que la filosofía (como suprema expresión del espíritu absoluto) es el saber absoluto acerca del absoluto.

[10]Este principio básico de la lógica tradicional, junto al principio de identidad (A=A), constituía la base de todo pensar racional: no se pueden afirmar al mismo tiempo y en el mismo sentido dos proposiciones contradictorias. Hegel, en cambio, piensa que la razón especulativa puede unir los contrarios y superarlos, trascendiéndolos en un sentido superior.

[11]Hegel distinguió el “falso infinito” o “infinito negativo” del “verdadero infinito” o “infinito positivo”. Dicho con brevedad, la infinitud negativa o mala no es sino la negación de lo finito. El infinito negativo es el que es susceptible de crecer indefinidamente. El verdadero infinito no niega lo finito sino que lo asume en sí mismo. Es cierto que el Espíritu se manifiesta asimismo como finito, ya que de algún modo el Espíritu es “lo infinito en finitud”. Pero el manifestarse como finito no le impide ser él mismo, en cuanto es en sí mismo, positivamente infinito. La positividad completa de lo infinito se da cuando la razón absorbe los momentos de lo abstracto y de lo concreto, de lo universal y lo particular; por eso el verdadero infinito surge sólo, como proclama Hegel en la Lógica, cuando se ha absorbido completamente en lo positivo y absoluto no sólo el infinito abstracto del entendimiento (Verstand, en alemán), mas también el infinito concreto de la razón (Vernunft).

[12]Merece la pena citar aquí por extenso al propio Hegel: “Nos hallamos en el sitio oportuno para recordar el doble significado de nuestra expresión alemana aufheben (superar). Por un lado, aufheben significa quitar, negar, y en ese sentido decimos por ejemplo que una ley, una institución, etc., han sido suprimidas, superadas (aufgehoben). Por otra parte, empero, aufheben también significa conservar, y en este sentido decimos que algo está bien conservado mediante la expresión wohl aufgehoben. Esta ambivalencia del uso lingüístico del término, por la cual la misma palabra posee un sentido negativo y otro positivo, no hay que considerarla como algo casual ni se debe extraer de ella un motivo para acusar al lenguaje, como si fuese una causa de confusión. Al contrario, en tal ambivalencia hay que reconocer el espíritu especulativo de nuestra lengua, que va más allá de la simple alternativa «o... o», que es la propia del intelecto” (Gran Enciclopedia de las ciencias filosóficas).

Aproximación a la idea de realidad en Leibniz

Aproximación a la idea de realidad en Leibniz

Basándome sobre todo en F. Copleston he preparado este resumen de la metafísica de Leibniz, un gran filósofo, menos racionalista de lo que se piensa y al que conviene redescubrir. Fue llamado el último pitagórico de Occidente (aunque deseamos que queden más). Este es el trabajo, preparado para mis alumnos, que ofrezco al amable lector:

 

Hablar del ser o la realidad en Leibniz, el gran filósofo alemán de la segunda mitad del siglo XVII, supone hablar de su concepción de la sustancia y más precisamente aún de su teoría de las mónadas o monadología.

En un breve libro del año 1714, titulado Monadología, expone su concepción de lo real: el elemento básico de todas las cosas lo constituyen una especie de átomos inmateriales que denomina mónadas (del griego monas, que significa unidad, “o aquello que es uno”).

Ésas mónadas son las sustancias o constituyentes últimos de la realidad. Pero es importante observar ya que esta idea de sustancia tiene un origen psicológico y está íntimamente relacionada con la conciencia de sí: en efecto, yo tengo conciencia de mí mismo como un ser unitario.

Veamos lo que son estas mónadas. “La mónada, escribe Leibniz, que no tiene partes, no posee extensión, figura ni divisibilidad”. Además, las mónadas no pueden entrar en la existencia sino por creación, ni pueden perecer o ser destruidas si no es por aniquilación.

Leibniz concibió la mónada por comparación y analogía con el alma: cada mónada es de alguna forma una sustancia espiritual.

Pero las mónadas son cualitativamente diferentes unas de otras; existen en número casi infinito y se diferencian por el grado que tienen de percepción (de conocimiento) y de apetición o deseo. Leibniz concibe el universo como un sistema organizado y armónico en el que hay una variedad infinita de sustancias que se combinan para formar una armonía perfecta.

Por eso cada mónada se desarrolla según su propia ley y conforme a su constitución interior. Ninguna de ellas es susceptible de aumento o disminución por la actividad de otras. “Las mónadas no tienen ventanas”, escribe Leibniz, y no se comunican unas con otras ni se influyen unas a otras.

Cada mónada refleja el universo entero desde su propio punto de vista, conforme a su modo propio de percibir. Cada una ofrece una perspectiva diferente de lo mismo.

Leibniz conocía la teoría atómica de los griegos, de Demócrito y Epicuro. Pero los átomos de estos filósofos, al poseer tamaño y figura, no podían ser para Leibniz los constituyentes últimos de la realidad: tendrían que seguir siendo en principio divisibles, ¿hasta cuándo? Los verdaderos átomos de la realidad tendrían que ser como puntos metafísicos (no puntos físicos, sólo en apariencia indivisibles, ni puntos matemáticos, que no existen y no se pueden juntar para formar cuerpos), inmateriales.

Es importante tener en cuenta que cada sustancia o mónada es el principio y la fuente de sus actividades. No se trata de algo inerte, sino que tiene una tendencia interna, (un conato) a la actividad y al autodesarrollo. A la esencia de las mónadas pertenecen las nociones de fuerza, energía y actividad. La sustancia puede ser definida como “un ser capaz de acción”. En la sustancia o mónada hay un principio de actividad, una fuerza primitiva, una actividad original.

Además, Leibniz da a las mónadas el nombre de entelequias (se trata, en el fondo, de la vieja noción aristotélica de la forma sustancial, repensada por Leibniz), al considerar que cada una de ellas tiene una cierta perfección, una suficiencia, una autarquía (las mónadas se bastan y gobiernan a sí mismas). Leibniz llega a llamarlas “autómatas incorpóreos”[1].

Pero además, Leibniz incluye en su concepción de la mónada la idea, igualmente aristotélica, de la materia prima concebida como pura potencialidad. Así, en las mónadas creadas habría un componente pasivo que no hay que confundir con ningún tipo de corporeidad o materialidad en el sentido más usual. Pero esto equivale a decir que las mónadas son limitadas e imperfectas y esa imperfección o pasividad significa que tienen igualmente percepciones confusas. Entonces hay que pensar que las mónadas “no son puras fuerzas”, como escribe el mismo Leibniz. Son, pues, los fundamentos tanto de acciones como de resistencias o pasividades.

Las mónadas se combinan para formar las sustancias compuestas. Pero aquí podíamos preguntar: ¿cómo es que un cuerpo extenso puede ser el resultado de la unión de mónadas inextensas? Y la respuesta de Leibniz tiene algo de oscuro que omitimos deliberadamente aquí; diremos, sin embargo, que para Leibniz la extensión es más el modo en que percibimos las cosas que un atributo de las cosas mismas, pues la extensión pertenece al orden fenoménico. Esto es un anticipo de la teoría de Kant, como hemos de estudiar.

El cuerpo orgánico es para Leibniz, desde luego, un agregado de mónadas en el que destaca una que llama la mónada dominante, que actúa como la entelequia o forma sustancial de dicho cuerpo orgánico[2].

En cada sustancia corpórea hay pues un número infinito o indefinido de mónadas: “Estoy tan en favor del infinito actual que, en lugar de admitir que la naturaleza le tiene horror, como suele decirse, yo sostengo que la afecta por todas partes, para realizar mejor las perfecciones de su autor. Así, creo que no hay parte alguna de la materia que no sea, no digo ya divisible, sino real y actualmente dividida; y, en consecuencia, la menor de las partículas tiene que ser considerada como mundo lleno de una infinidad de criaturas diferentes”. Por eso escribe en su Monadología:

“Hay un mundo de criaturas, de vivientes, de animales, de entelequias, de almas, en la menor parte de la materia.

Cada porción de la materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de una planta, cada miembro de un animal, cada gota de sus humores, es todavía un jardín o un estanque…”[3].

El problema del infinito es realmente complejo: el verdadero infinito es el ser absoluto; Leibniz no admite ni siquiera la existencia de un número realmente infinito (a pesar de haber inventado el cálculo infinitesimal). “En vez de un número infinito [por ejemplo de mónadas], deberíamos decir que hay más de lo que cualquier número puede expresar”. Por otra parte, el espacio y el tiempo son para Leibniz relativos: son ideas abstractas con alguna base o fundamento en la realidad, a saber, las relaciones que se establecen entre cosas o fenómenos; el espacio es un orden de coexistencias, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones. El filósofo alemán Immanuel Kant profundizará, pocos años después, en estas ideas.

La concepción pluralista que de lo real tiene Leibniz viene a consistir en una concepción del universo como una armonía preestablecida por Dios. El universo es un sistema ordenado en el que cada mónada tiene su función particular. Cada mónada es como un sujeto que virtualmente contiene todo lo que de él puede decirse o predicarse, siendo su fuerza primitiva o su entelequia la ley de sus variaciones y cambios.

Por eso se comprende que, para Leibniz, el presente esté preñado de futuro y la posibilidad de la libertad aparece en su filosofía como un problema realmente complejo. Pero la libertad de la criatura espiritual nunca es negada. Su concepción nos recuerda la de San Agustín: somos verdaderamente libres en la medida en que elegimos el mayor bien. Por eso la historia debería progresar hacia el establecimiento de “un mundo moral dentro del mundo natural”. La causalidad final, el reino ético de los fines, es distinto y está por encima de la causalidad física o mecánica; además, como ya dijera Tomás de Aquino, la gracia perfecciona la naturaleza. En palabras de Leibniz: “la naturaleza conduce a la gracia, y la gracia, al hacer uso de la naturaleza, la perfecciona”.

Como ya hemos dicho antes, cada mónada tiene una tendencia natural a reflejar el sistema infinito del que forma parte. Las mónadas tienen percepción y apetición[4]. Pero en las mónadas hay también una jerarquía y algunas de ellas gozan también de apercepción, esto es, de un grado de conciencia o conocimiento reflexivo de sus estados internos. La memoria o el sentimiento constituyen también esos grados. El más alto es la consciencia espiritual.

El alma espiritual y Dios mismo pueden ser considerados mónadas en esta original concepción metafísica de la realidad, una concepción pluralista que quiere superar tanto el mecanicismo de la física moderna como el monismo de Spinoza y el dualismo (espíritu-materia) de Descartes.



[1] Cuando Leibniz volvió a introducir la teoría de las formas sustanciales o entelequias aristotélicas, concebidas eso sí de manera dinámica, no volvió la espalda a la reciente concepción mecanicista y moderna de la naturaleza, si bien la consideró insuficiente: Leibniz pensaba que había que complementar una concepción finalista y una concepción mecanicista de la naturaleza.

[2] “Distingo, escribe Leibniz, (1) el alma o entelequia primitiva; (2) la materia primaria o fuerza pasiva primitiva; (3) la mónada, completada por aquellas dos; (4) la masa o materia secundaria, o máquina orgánica, a la que concurren innumerables monada subordinadas; (5) el animal o sustancia corpórea, del que la monada dominante hace una sola máquina”.

[3] Monadología, 66-67. Este sugerente texto nos hace pensar en la vieja idea, hoy repensada, de que todo está en todo y forma parte de todo y en él influye.

[4] “La acción del principio interno [en cada mónada] que causa el cambio o el paso de una percepción a otra puede llamarse apetición”.

Una introducción sencilla a la filosofía de Platón

Una introducción sencilla a la filosofía de Platón

1. Introducción.

Acercarse a la filosofía de Platón supone aproximarse a uno de los pensamientos más y vigorosos y de mayor influencia en la historia de nuestra cultura occidental. Discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles vivió en Atenas entre los siglos V y IV a. C., ciudad en la que fundó su escuela, la célebre Academia que le sobreviviría casi 10 siglos, lugar en el que se conservaron y copiaron sus escritos, los primeros textos casi completos que se conservan de filosofía.

El pensamiento de Platón, el platonismo, recibió un renovado impulso de manos de Plotino, en el siglo III de nuestra era, y a esta corriente se la denominó neoplatonismo. Ambos, platonismo y neoplatonismo, influyeron poderosamente en los primeros teólogos cristianos y después en toda la edad media: en las filosofías árabe, judía y cristiana. Los pensadores árabes fueron los primeros en recuperar la obra de Aristóteles, cuya influencia creció a partir de los siglos XII y XIII. Ambos, Platón y Aristóteles, constituyen por tanto las dos columnas de toda la filosofía occidental.

Es cierto que el pensamiento moderno y contemporáneo se ha ido alejando cada vez más de los presupuestos metafísicos y religiosos del platonismo. Pero a Platón se le sigue leyendo y estudiando y sin duda puede afirmarse que la lectura de sus Diálogos (Fedón, Gorgías, la República, Fedro, el Banquete, etc.), verdaderas obras maestras del pensamiento y la literatura universales, es una de las más aconsejables maneras de iniciarse en la filosofía.

Por los primeros diálogos platónicos, de juventud (Apología de Sócrates, Critón, Eutifrón…), conocemos, además, el pensamiento y la personalidad de Sócrates, que no escribió nada. Platón le conoció siendo bastante joven y tenía 27 años cuando su maestro fue injustamente condenado a morir. Esto hizo que temporalmente se alejará de Atenas y viajase a Sicilia donde habría de conocer a algunos importantes filósofos pitagóricos.

En este escrito vamos a exponer, de manera sencilla, resumida y lo más clara posible, las líneas maestras y los temas principales de la filosofía platónica. Una filosofía, como veremos, centrada en la metafísica, de fuerte inspiración religiosa (el orfismo), espiritualista, que concede un gran valor a la argumentación y al diálogo y que pretendía poner las bases de una comunidad justa e ideal (la utopía platónica que se nos ofrece en la República, una de sus obras más extensas y seguramente la más importante) gobernada por personas sabias.

El mito de la caverna, en el que nos detendremos más adelante, ofrece una síntesis plástica de todo el pensamiento Platónico, un pensamiento que suele calificarse de dualista en un triple sentido: en relación con lo real, con el conocimiento y con el ser humano; los llamados dualismo ontológico, gnoseológico y antropológico a los que hemos de referirnos. El gran discípulo de Platón, Aristóteles, que vivió y estudió en la Academia platónica durante 20 años (tenía 18 cuando ingresó), hasta la muerte del maestro, elaboró su propia filosofía intentando mitigar o corregir precisamente esos dualismos, buscando una concepción más unitaria o integrada de lo real.

Vamos a comenzar refiriéndonos a la visión que tiene Platón del ser humano, en conexión con la ética y la política, y aludiremos luego a la importancia que para él tiene la educación. Consideraremos su teoría de la realidad, mientras que el mito de la caverna nos servirá para perfilar una visión de conjunto. Finalmente, intentaremos rozar siquiera algunos otros temas importantes en su filosofía.

2. El alma y los fundamentos de la ética y política platónicas.

El alma constituye para Platón nuestra verdadera identidad. El alma es lo que realmente somos. Un alma inmaterial, espiritual, simple (no sujeta a división o descomposición) y por ello inmortal. El alma tiene un origen y naturaleza divinos (ha sido formada por el Demiurgo, una especie de Inteligencia divina o un Arquitecto y configurador del mundo) y transmigra después de la muerte: si no consigue regresar al mundo superior del que procede y del que cayó, por una especie de culpa originaria, se ve obligada a reencarnarse hasta que se libere de su prisión corporal.

En esta concepción del alma humana laten las creencias órficas que el propio Platón recibió de los Pitagóricos. Es interesante también destacar que Platón se refiere a tres “partes” del alma, a tres tipos o facultades del alma: la intelectual, la impulsiva y la pasional. Se trata de tres niveles claramente jerarquizados, pues el alma intelectual o racional es la que propiamente no muere, la impulsiva o irascible (el coraje o el corazón) tiene que ver con la fogosidad propia del guerrero y tal vez con el ímpetu de la voluntad, mientras que el alma pasional o de deseo estaría más apegada al cuerpo y a los instintos más propiamente animales o irracionales. Cabeza, pecho y vientre son los lugares físicos asociados jerárquicamente a las tres facultades. Esta triple distinción referida al alma es muy importante en Platón ya que se relaciona con su concepción de las virtudes fundamentales y su organización de la sociedad.

En efecto, la capacidad intelectual está perfeccionada por la virtud (areté) de la prudencia o sabiduría (frónesis, en griego); el valor o la fortaleza (andreía) modera y perfecciona la facultad impulsiva; la templanza o autodominio (sofrosýne), en fin, es la virtud encargada de moderar las pasiones y rige por tanto el alma inferior. La justicia (dikaiosýne), virtud principal, no sería otra cosa que la síntesis de las tres virtudes o excelencias anteriores: el orden y la armonía propios del alma prudente, valerosa y templada. Es evidente que Platón creía en un orden del mundo y que para él la justicia representaba, en las sociedades humanas, ese mismo orden y belleza.

Pero el predominio en la persona de cada uno de estos tres tipos de alma es lo que determina la personalidad y el consiguiente estatus social en la polis o ciudad-estado que Platón diseña minuciosamente en su República. Así, en los filósofos, que han de ser los gobernantes y magistrados, domina la inteligencia y han de ser poseedores de sabiduría. Aquellos ciudadanos en los que predomine la fogosidad o el coraje habrán de ser los guerreros y su virtud propia es el valor y la fortaleza. El resto de ciudadanos, la mayoría, se ocupará en las demás artes y oficios necesarios para la comunidad; representan el estamento inferior y por ello su virtud es la moderación, que tiene que ver, para Platón, con el adecuado sometimiento de lo inferior a lo superior.

Mucho se ha criticado la filosofía política de Platón, evidentemente aristocrática y poco partidaria de la democracia, mas hay que decir, en honor a la verdad, que Platón piensa en la felicidad y el bien de todos y no sólo de unos pocos, cuando diseña su ciudad ideal; que establece el primer comunismo de bienes de la historia; que pone a los guardianes (gobernantes y guerreros) al servicio de la mayoría de los ciudadanos, de manera que estos últimos podrán gozar de familia y de bienes, mientras que los primeros carecerán de ambas cosas, viviendo en grandes casas comunes, sin dinero ni propiedades.

Finalmente, retomando el tema del alma, queremos señalar la significación de los diferentes mitos que aparecen en las obras platónicas. Mientras en el diálogo Fedón el tema principal lo constituye el problema de la inmortalidad del alma, al tiempo que se narran las últimas horas de la vida de Sócrates en la prisión, el Fedro nos expone el célebre mito que compara el alma con un carro alado: El auriga representa la razón y los dos caballos, uno blanco y dócil, negro y díscolo el otro, simbolizan respectivamente el alma impulsiva y el alma pasional. Las últimas páginas de la República nos narran con todo detalle el célebre mito de Er, que cayó muerto en el campo de batalla, realizó el viaje del alma al más allá y luego los dioses le permitieron regresar a la vida para que contase lo que había visto. Es tan sólo un mito y Platón lo propone no como una verdad racional, sino como un relato antiguo que puede ser objeto de creencia. De todos modos, nos parece al menos, en Platón, cuando la razón calla o se detiene hablan los mitos.

3. La importancia de la educación.

En el conjunto de la filosofía platónica la educación ocupa un lugar de especial relevancia. El mito de la caverna, al que luego aludiremos, comienza precisamente con estas palabras: “Y a continuación -seguí- [quien habla es Sócrates], compara con la siguiente escena el estado en que, con respeto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza…”. Y en uno de sus últimos libros, Las Leyes, escribe: “Si con una buena educación y un natural recto [el hombre] llega a ser de ordinario el más divino y el más dulce de los seres, cuando le falta una educación buena y bien llevada se convierte en el ser más salvaje de todos los seres que produce la tierra”.

Educar es orientar al alma en la dirección correcta; no consiste tanto en aportar a la persona nuevos conocimientos (por la tesis de la preexistencia del alma y por la teoría del conocimiento como recuerdo, anamnesis, a la que hemos de aludir), cuanto en prepararla para que reconozca y descubra lo que en el fondo ya sabe.

En cuanto a la finalidad de la educación, hemos de decir que es doble: de un lado, proporcionar la armonía y el orden necesario a la persona, cuidando tanto del alma como del cuerpo; de otro, formar a los futuros guardianes y gobernantes de la ciudad.

En su obra República expone Platón minuciosamente su programa educativo que aquí no podemos sino resumir. Hombres y mujeres se educan igual desde pequeños, primero con juegos y luego con una progresiva exigencia que atenderá, ante todo, a la gimnasia y a la música: a la disciplina física y al aprendizaje de la poesía, la lengua y la música propiamente dicha. La educación comporta una exigencia, pero nada se enseñará a la fuerza. Cada uno, según sus capacidades naturales y sus preferencias, irá decidiendo respecto de su ocupación futura. Algunos preferirán el ejercicio y la disciplina físicos, y esos serán los guerreros y guardianes. Otros dejarán los estudios y se dedicarán a algún arte u oficio. Otros, en fin, proseguirán su formación en las matemáticas y en las ciencias hasta los 30 años. Finalmente, los más cualificados, culminarán otros cinco años de estudio en la filosofía y la dialéctica, preparándose para ser así los gobernantes y magistrados de la polis. En todo caso, Platón considera que los gobernantes no estarán preparados hasta cumplir los 50 años y luego de haber superado distintas pruebas para mostrar su aptitud y honestidad.

4. La concepción platónica de lo real. La teoría de las Ideas.

Platón considera que la auténtica realidad no la constituyen los seres de nuestra experiencia ordinaria, las cosas materiales, que son múltiples y cambiantes, ni siquiera el mundo físico en el que nos encontramos. Este mundo le parece semi-real o semi-irreal, por estar hecho de materia; de él no cabría tener pleno conocimiento (episteme, ciencia) sino tan sólo opinión (doxa, en griego).

Lo verdadera y auténticamente real (to ontos on) ha de ser permanente, ha de ser siempre y no podría cambiar. Identidad e inmutabilidad son las características básicas del ser, según Platón, que no está sometido al tiempo ni al espacio, no comporta materialidad alguna y, por eso, no se puede descomponer ni desaparecer.

Vemos, por tanto, que lo auténticamente real comporta cierta necesidad y unidad, pero además es de naturaleza universal (y no particular o individual). El ser es captado por la inteligencia, no por los sentidos; es inteligible, no sensible. Por eso, dirá Platón, que la verdadera realidad la constituyen las Ideas.

Pero lo primero que hay que decir de las Ideas platónicas es que no debemos confundirlas con lo que nosotros normalmente entendemos por ideas (pensamientos, conceptos, contenidos o representaciones mentales). Las Ideas son géneros que abarcan una infinidad de individuos que las expresan o manifiestan, que participan de ellas. Platón habla como dando a entender que por cada clase o género de cosas (por ejemplo, árboles, caballos, seres humanos, objetos bellos...) existe una Idea genérica universal que los contiene y abarca a todos ellos y sin la cual estos individuos no serían posibles. Las cosas de nuestra experiencia imitan a las Ideas, se asemejan a ellas, son copias imperfectas de ellas.

Las ideas son esencias (modos de ser, naturalezas) eternas e inmutables, inmateriales; pertenecen, por así decirlo, a otra dimensión, a otro mundo, a otro nivel de realidad. Se suele decir que el filósofo griego separa las Ideas de las cosas (esto se lo critica especialmente Aristóteles, para quien la idea, que él llama forma, constituye, junto con la materia, una unidad en cada ser individual o sustancia). Puede ser; es posible que se dé, en efecto, esta trascendencia o separación (chorismós) de las Ideas, pero hemos de decir que ello no significa que las Ideas, que son inmateriales por definición, estén situadas en lugar alguno. Por eso podrían ser consideradas tanto inmanentes (como quiere Aristóteles) como trascendentes respecto de las cosas que de ellas participan. Estar tanto dentro como fuera de los seres que las imitan.

Las ideas son los arquetipos o modelos, las causas ejemplares, los prototipos a partir de los cuales han sido configurados los diferentes seres. En uno de sus libros, el Timeo, nos expone en lenguaje mítico cómo el Demiurgo, el divino Arquitecto del mundo, ha ido formando los seres, conformando la materia como un poderoso artesano y fijándose en las Ideas eternas, que serían su modelo. Las cosas estarían hechas, por tanto, de una mezcla de materia imperfecta y de esencia o forma divina; de cambio e inmutabilidad; de tiempo y eternidad.

Platón no desarrolla de un modo sistemático y completo esta su teoría de las Ideas, que constituye el eje, el núcleo, de toda su filosofía y su concepción del mundo. Acaso porque estos principios metafísicos de la realidad consienten mal el ser descritos por el lenguaje, sobre todo por la escritura. Y es muy claro que Platón prefería la enseñanza oral a la palabra escrita. De la escritura nos dice, por ejemplo, que sirve propiamente para recordar lo ya sabido. El célebre mito de Thamus y Tot, que aparece en el diálogo Fedro, es bien significativo al respecto: la escritura no proporciona sabiduría sino que favorece un conocimiento desde el exterior, no un conocimiento interior, hecho de verdadera experiencia y grabado a fuego en el alma.

Pero en los diferentes diálogos de Platón encontramos diversas alusiones a la teoría de las Ideas. Particularmente interesante, aunque difícil, es el diálogo de madurez llamado Parménides, donde el propio Platón revisa su teoría y se pone a sí mismo objeciones o dificultades. La teoría no es rechazada, pero se concluye que las Ideas constituyen otro tipo muy diferente de realidad, no comparable a las cosas a que estamos habituados. Allí mismo, Platón asegura que no sabe si debe aceptar Ideas para todas las cosas; que no existen Ideas de realidades insignificantes o defectuosas (uña, barro, suciedad), pero que sí está seguro de que existen las Ideas a las que habitualmente se refiere: la justicia, la belleza, la igualdad, lo uno y lo múltiple...

El alma, lo hemos dicho antes, es afín a las Ideas, pertenece a su mundo, las ha contemplado en una vida anterior, antes de unirse a un cuerpo. Por eso, la experiencia en esta vida de las realidades sensibles supone una ocasión para el recuerdo de esas verdades eternas, que subsisten por sí mismas y dan sentido a todas las realidades efímeras y cambiantes. Conocer es, para nuestro filósofo, recordar.

Finalmente, indicar tan sólo que, para Platón, la Idea del Bien es la suprema realidad, equiparable a la Belleza absoluta de la que nos habla en el diálogo el Banquete. El Bien sería la fuente y la causa de las demás Ideas, incluso estaría por encima de ellas (por encima del ser y de la esencia, afirma Platón) y podría equipararse a la Divinidad. El Dios de Platón es el Bien. Es la causa de la verdad y del conocimiento y no puede simplemente equipararse a ellos, pues sobrepasa y trasciende todo conocimiento, como el propio Platón nos dice al final del libro o capítulo sexto de su obra la República, poco antes de exponer su célebre mito de la caverna. El Bien no es propiamente una Idea, una Forma o Esencia, pero puede expresarse con tres de ellas: verdad, belleza y armonía.

5. El llamado mito de la caverna.

En efecto, el mito de la caverna se expone al inicio del libro séptimo de la República. Lo hemos escenificado o lo vamos escenificar en clase, pero lo resumo y explico someramente también aquí.

Lo que Platón nos propone, por boca de su maestro Sócrates, que es el protagonista de la obra y que está dialogando con algunos de sus discípulos, es que nos imaginemos el fondo de una caverna subterránea en la que viven atados y prisioneros desde niños unos seres que nunca han visto ni conocido otra cosa que las sombras que se proyectan sobre una pared ante la que están sentados. Esas sombras las proyecta un fuego que arde a cierta distancia por detrás de ellos y en un plano superior, puesto que entre dicho fuego y los prisioneros está situado un camino por el que transitan diversas personas y animales que transportan muy diferentes objetos; unos van hablando y otros están callados. Un pequeño muro delante del camino es lo que permite que las sombras se proyecten en el fondo de la gruta.

Los prisioneros, por tanto, sólo ven sombras y perciben los ecos lejanos, ecos que confunden con las voces, atribuidas a esas sombras inanes. Así, esos prisioneros no consideran real más que las sombras que siempre han percibido, a las que siempre han estado acostumbrados. Por supuesto, no sospechan lo que hay detrás de ellos, ya que no pueden girarse ni levantarse de sus asientos, igual que no pueden suponer que fuera de la cueva se extiende un mundo infinitamente más grande, más luminoso, más bello y más real.

Es evidente que Platón nos quiere sugerir que nosotros mismos nos parecemos a estos prisioneros, en la medida en que sólo consideramos verdadera la realidad material, el mundo que captamos por nuestros sentidos.

Platón nos pide que imaginemos lo que sucedería, si uno de los prisioneros fuera liberado y obligado a subir la áspera y escarpada pendiente (ascenso que representa todo el proceso educativo y el ascenso y la liberación del alma hasta alcanzar la virtud y el pleno conocimiento). Nos dice también cómo, al salir al exterior, ese prisionero necesitaría tiempo para acostumbrarse a la luz, mas acabaría distinguiendo los objetos y sería capaz de contemplar el cielo y las estrellas (que simbolizan aquí las Ideas). Finalmente, incluso sería capaz de mirar al sol (que en el mito simboliza al Bien, a la Idea del Bien) y comprendería la importancia que tiene el sol para la vida, siendo en cierto modo la causa de todos los seres que calienta e ilumina.

El relato concluye proponiéndonos que nos imaginemos lo que sucedería si el prisionero liberado decidiese, por compasión, volver al interior de la cueva para informar a sus antiguos compañeros y animarles a salir. Le costaría acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, lo notarían raro y torpe, se burlarían de él e incluso lo mataría si insistiera en desatarles y ayudarles a salir. Seguramente una clara alusión a la muerte de Sócrates que tanto le impactó.

Este llamado mito de la caverna, no es propiamente un mito. Ya nos hemos referido antes, brevemente, a la importancia que tienen los mitos en los diálogos platónicos[1]. El mito es un relato tradicional que viene de antiguo y expresa, en un lenguaje simbólico, verdades sagradas que tienen que ver con un tiempo primordial, con la proximidad de los dioses, o con realidades o acontecimientos que están en el límite de lo humano. No sabemos quiénes son los autores de los mitos; se atribuyen a los antiguos (hoi palai, en griego). En cambio, el relato de la caverna es obra de Platón y constituye un perfecto ejemplo de su concepción órfica de la vida, de su teoría del alma impedida por el cuerpo y de su dualismo ontológico: los dos mundos o niveles de realidad, el aparente, material, cambiante y semi-real mundo de los sentidos, de un lado, y el mundo verdadero, inmaterial e inteligible, el mundo de las Ideas, de otro.

En el mito la luz y simboliza la verdad y el conocimiento, mientras que las sombras y las tinieblas representan, respectivamente, los niveles ínfimos de realidad y los males propios de la ignorancia. En él también están presentes los grados de realidad y de conocimiento, pues ambos son correlativos: en el mundo sensible, a las sombras y a las cosas materiales les corresponden los grados de conocimiento sensible (u opinión, doxa, en griego), que son la conjetura y la creencia; en el ámbito inteligible, a las proporciones matemáticas y a las Ideas les corresponden los grados de conocimiento intelectual (o ciencia, episteme, en griego), que son el razonamiento (o conocimiento demostrativo, discursivo, en griego dianoia) y la intuición intelectual (en griego noesis).

6. Otros temas de la filosofía platónica, a modo de conclusión.

Tenemos que terminar ya este resumen, esta breve, sencilla y esperemos que clara exposición de la filosofía platónica. Son muchas las cosas que nos dejamos en el tintero y por eso animamos a la lectura de los diálogos platónicos, siempre sugerentes, magníficamente escritos y que constituyen un verdadero placer intelectual. Es verdad que es muy posible que todo Platón no esté sólo en sus escritos. En nuestro tiempo sigue cobrando fuerza y vigencia la idea de que es preciso interpretar toda la obra platónica a la luz de la llamada tradición indirecta, los testimonios que aluden a una doctrina no escrita, a una enseñanza oral de Platón. Pero creemos, como afirma el gran especialista que es Giovanni Reale, que ambos, los diálogos y la tradición oral que alude a la protología, a los principios metafísicos de la realidad (el Uno y la Díada indefinida), pueden perfectamente integrarse.

Todos hemos oído hablar del amor platónico. Es el sublime amor a la belleza, a lo inalcanzable, a lo imposible. El amor ocupa un lugar muy importante en el pensamiento de Platón. Implica un deseo y un anhelo de saciar una carencia, de alcanzar una plenitud. Hijo, simbólicamente, de la riqueza y la pobreza, participa de lo superior y de lo inferior, ora languidece, ora se entusiasma. Divino y humano, es inseparable de la búsqueda de la sabiduría. Por eso el amor es el deseo de engendrar en la belleza. Y hemos de ser conscientes de que la belleza comporta diferentes grados o niveles. Esta filosofía nos invita a recorrer su ascensión.

El amor es para Platón una de las cuatro formas en que se manifiestan los principales dones divinos: las cuatro formas de locura divina (theia manía) según nos dice en el Fedro: además del amor, estarían la inspiración poética, la capacidad de sanar y el don profético. Pero el principal de estos dones es el amor. Amor que busca la unidad, la integridad, la complementariedad, la armonía. Platón también solía decir que es más hermosa la locura que procede de los dioses, el entusiasmo divino de las personas daimónicas, a las que alude en ese mismo diálogo, que la cordura que procede de los hombres.

Suele decirse que Platón condena la poesía. Pero él amaba la poesía igual que se sentía inclinado a la política, con una vocación de servir al bien de todos, a la felicidad de todos. Lo que Platón rechaza y condena en la República es la descripción inmoral que los poetas hacen de los dioses, cometiendo estos injusticias y obrando toda suerte de maldades. Platón afirma, en cambio, que Dios no es causa de todas las cosas, como muchos suponen, sino sólo de las cosas buenas. El Bien es causa de todo lo bueno y recto que hay en todas las cosas, y debe conocerlo quien quiera llevar una vida honesta y bella, tanto en lo público como en lo privado. Es verdad que el poeta, en la medida en que recibe una inspiración, puede que no entienda lo que dice o escribe, mas no por ello su palabra es menos necesaria y valiosa.

Si, para terminar, quisiéramos someramente referirnos a la influencia histórica de Platón, habría ante todo que decir que es extraordinaria y difícil de cuantificar. La primera patrística cristiana (Clemente y Orígenes de Alejandría, siglos II y III); el neoplatonismo, de Plotino, Porfirio y Jámblico, a partir del siglo III; San Agustín de Hipona (s. IV-V); el Pseudo-Dionisio (s. V-VI); casi toda la filosofía, teología y mística medievales; la escuela de Marsilio Ficino en la Florencia de los Medicis, en el Renacimiento italiano; o la escuela llamada los Platónicos de Cambridge, a mediados del siglo XVII, todos ellos constituyen algunos hitos fundamentales de esta influencia. Nietzsche fue, en la segunda mitad del siglo XIX, el gran crítico y detractor de Platón, a quien había leído desde muy joven y conocía perfectamente. Pero el propio Nietzsche escribe, en cierta ocasión, que él mismo se da cuenta cómo desconoce a Platón y cuánto platoniza su Zaratustra. Schopenhauer, Emerson, Heidegger y Gadamer -los dos últimos más recientemente- dejan claro testimonio de su interés por la filosofía platónica.

A. N. Whitehead fue quien afirmó que el conjunto de las obras filosóficas posteriores constituyen tan solo notas a pie de página de las obras de Platón. Afirmación, sin duda, exagerada, pero que pone de relieve su enorme significación como filósofo. “Las cosas bellas son difíciles”, suele repetir el gran ateniense en diferentes lugares de sus diálogos. Su intento de aproximar e identificar la belleza con el bien y la verdad no ha tenido parangón en toda la historia de la filosofía occidental.

 



[1] Varios libros tratan de este tema. Recomiendo dos relativamente breves: el de Josef Pieper, titulado Sobre los mitos platónicos, editado en Herder (Barcelona, 1984) y el de Geneviève Droz, Los mitos platónicos, publicado en Labor (Barcelona, 1993).

Para un glosario boehmiano

         Böhme es un autor difícil. Queremos contribuir, modestamente, a su comprensión iniciando este pequeño vocabulario en el que aparecen unos pocos términos esenciales. Animamos a la lectura paciente y esperanzada.

          Acabamos de saber, por el propio Agustín Andreu, excelente traductor del primer libro de Boehme, Aurora, que va a salir (creo que en Siruela) una segunda o nueva edición, que incorpora un nuevo prólogo.

 

Algunos términos básicos, alemanes y latinos, en Böhme:

 -Abgrund: Abismo sin fondo. Muchos historiadores lo han confundido con Ungrund. También se puede referir al abismo ardiente (feuriger Abgrund) de la naturaleza y del mundo del primer principio. Por otra parte, designa el infierno interior que todo ser lleva en sí mismo.

 

-Amtmann: Equiparable, en Boehme, al Spiritus Mundi o al Archeus de Paracelso.

 

-Angst: Miedo, angustia, espanto. A veces la presenta Böhme como engendrada por las dos primeras formas o esencias. La asocia así con la rueda, con el torbellino o con el lazo.

      También hay que tener en cuenta que Angst se asocia en su pensamiento con Enge, estrechez, angostura, aprieto, restricción.

 

-Begehren, Sucht: Deseo. Aunque a menudo lo confunde con ella, Boehme acabará distinguiéndolo de la voluntad. Pero este deseo, este Begehren, es al mismo tiempo un Sehnen, un anhelar: El deseo es tendencia y es pasión.

 

-Centrum naturae: Se trata de una noción poco precisa en Boehme y que va asociada al deseo, pues éste engendra la naturaleza, se encarna en ella y forma su esencia dinámica, y en tercer lugar, porque la naturaleza sería, en su más profunda y cualitativa esencia, deseo e indigencia. Por eso la naturaleza busca sobrepasarse a sí misma (cf. De Triplici Vita Hominis, IX, 109). Puede ser también considerado como el conjunto de las potencias formadoras. El fuego se puede entender como el alma del Centrum Naturae (cf. De Triplici Vita Hominis, II, 29 y X, 44).

      Es importante tener en cuenta que la palabra Centrum, al igual que la palabra Natura, experimenta una modificación de sentido bastante considerable en el curso de la obra de Böhme.

 

-Chaos: Es un término paracelsista que designa la indistinción confusa del germen.

 

-durchdringen: Penetrar (las fuerzas de la naturaleza divina penetran el mundo).

 

-einwohnen: Encarnarse en (esas mismas fuerzas habitan el mundo, se encarnan en él).

 

-Feuer: Aunque se puede ver sólo como uno de los siete espíritus manantiales de Dios, se trata en realidad del símbolo central en Böhme. La naturaleza se identifica con el fuego, ya que el fuego es la vida o, cuanto menos, su fuente. Leemos en Psycología Vera, qu. I, 211: «Así es el Fuego la primera causa de la vida, y la Luz la otra causa y el Espíritu la tercera y es ciertamente una esencia que se encierra y revela en un cuerpo…» [trad. mía]. En opinión de Koyré, nunca antes de esta obra había conseguido Böhme dar una definición tan clara de la triunidad de la vida y resaltar tan claramente su carácter de autorrevelación. Considerando textos similares entendemos por qué F. Oetinger había titulado su obra principal Teología ex idea vital deducta.

      En Böhme fuego quiere decir a veces llama.

      En la Psycología Vera es completa la identificación del fuego y de la naturaleza.

 

-Gemüth: Término genérico para designar el alma o el espíritu del hombre. Por otra parte, espíritu (Geist) y visión son nociones que para Böhme se implican.

 

-Grimm, grimmig: Colérico, rabioso. Este adjetivo lo emplea mucho Böhme.

 

-Grimmigkeit: Furor, cólera, ardor. Encono, fiereza, rabia.

 

-Grund: Fundamento, causa.

 

-Heimlichkeit: Secreto, misterio; (también: disimulo, sigilo). El carácter de estar oculto.

 

-Limbus: principio masculino, asociado al Astrum, de la formación del mundo. Éste término desaparece en La triple vida del hombre, siendo sustituido por el de Tinctur.

 

-Matrix: principio femenino, por así decir, de la creación del mundo. Asimilado a la tierra. Representa también la inmovilidad y la materialidad (a diferencia de la Tinctur en La triple vida del hombre).

      Böhme habla de la wässerige Matrix [matriz acuática] identificándola a veces con la Gebärerin [parturienta] de la que el mundo ha surgido. En nuestro mundo, la Matrix acuática está representada por el cielo, es decir el firmamento o la quinta essentia, y el limbos, o Matrix ígnea, por los astros y el astrum propiamente dicho. La wässerige Matrix de la Naturaleza eterna podría entonces ser identificada con el elemento puro, la corporeidad divina, el paraíso o la naturaleza (en el sentido de la séptima forma de la Naturaleza divina). [Así, al menos, en el período intermedio del De tribus principiis].

      También la Matrix es presentada como fuente del espíritu (cf. De Triplici Vita Hominis, IX, 104 y 105).

 

-Mercurius: En el Paraíso divino, o el cuerpo de Dios, hay, además del Salliter, el mercurio o el sonido (Schall). Se trata del principio de movimiento, de fluidez, a veces de vida, de palabra, de metalidad, pues el sonido es la potencia expresiva, manifestadora por excelencia, que encarna la palabra, a su vez potencia mágica y creadora por antonomasia. Tengamos en cuenta que las cualidades, al mezclarse y al rozarse, producen una variedad de sonidos que, juntos, constituyen, gracias al Mercurio, una armonía celeste.

      En su segunda y tercera obra emplea Böhme el término Mercurius en dos sentidos muy diferentes: designa, por una parte, el conjunto de las cuatro potencias-esencias de la naturaleza (el centrum ígneo) y, por otra, una de las cualidades-formas del segundo centrum: el mercurio o tono.

 

-Misterium Mágnum: Importante noción de Böhme que aparece por primera vez en La triple vida del hombre (cf. XVI, 37). Se trata del misterio de la esencia divina, que es al mismo tiempo lo más secreto (das heimlichste) y lo más revelable (das offenbarlichste) (cf. Psycología Vera, qu. I, 51), siendo su expresión el milagro más grande que ha obrado la eternidad (das grösste Wunder, dass die Ewigkeit gewirket hat (ib., qu. I, 69).

 

-Principium, Principiis: Un principio, dice Böhme, es un nacimiento (Geburt). Este término es empleado en su sentido activo. Saint-Martin lo traduce por: engendramiento. Así, un principio es un modo de acción divina; es también la fuente de la que provienen y emanan los seres. Es una vida y también un mundo; un principio es, en Dios, lo correspondiente a cada uno de los tres mundos (el Paraíso, el Infierno y el Mundo sensible), de los que se compone el universo de Jacob Böhme. Es, finalmente, un modo de revelación. Principio de revelación, de distinción y de determinación: aquí está el verdadero sentido de la noción de «principio de la naturaleza divina». Su función esencial sería introducir en la unidad indistinta de la Divinidad el movimiento, la diferenciación y la vida.

 

-Quall: Fuente (ver Qualität).

 

-Qualificiren: “Cualificar”. Imprimir una cualidad a una cosa o producir una cualidad en una cosa, ejercer una acción cualitativa o, aún, obrar a la manera de las cualidades activas (de esta misma manera lo traduce Saint-Martin: “qualifier”).

 

-Qualität o Quallität [como a veces escribe Boehme]: Potencia, fuerza operativa, energía.

      Es extremadamente curioso ver en Böhme dar una explicación etimológica del término: Qualität viene de quellen, Quelle, y designa así una fuerza que brota, un manantial, una fuente, que se eleva y que se abalanza (eine quellende Kraft). «Cualidad» está igualmente emparentada con Quaal o Quahl, sufrimiento, tortura (cf. De Tribus Principiis, X, 42); lo que indica claramente, dirá Böhme, que en cada cualidad hay un fondo de cólera, del sufrimiento y de furor, porque cada cualidad sufre en su aislamiento y su limitación, y es por lo que busca salir de ellos, liberarse, unirse a otras cualidades. De ahí proviene el dinamismo interior y la lucha de las cualidades entre ellas. Así, como lo vemos fácilmente, se comportan el calor y frío, así ante todo el bien y el mal (Aurora, II, 4 y siguientes).

 

      Cualidades se llama también a los siete espíritus manantiales, que reciben en Jacob Böhme los siguientes nombres: Qualitäten, Quellgeister, Geister Gottes, Naturgestalten, Naturgeister = cualidades, espíritus manantiales, espíritus de Dios, formas de la naturaleza, espíritus de la naturaleza).

 

-Salliter o Salniter: Así llama Jacob Böhme a todas las fuerzas que están en Dios Padre, emanan de él y forman en él una unidad indisoluble. De esta interpenetración de fuerzas está hecho el mundo. Böhme lo escribe de varias maneras, como si no estuviera seguro del término, pero, intuitivamente, le parece pleno de sentido. No se trata, por tanto para Böhme del ácido úrico. Recordemos que la sal, en la alquimia de Paracelso (a quien Böhme no conocía demasiado bien época de Aurora) es la potencia o el principio de solidez, de desecación, de rigidez, de dureza y de materialidad. El Salniter es, por tanto, principio de materialización y de solidificación en las potencias del Padre.

      El Salliter es un germen (esta concepción del germen se encuentra, oculta o expresa, en toda doctrina organicista) eterno que se desarrolla eternamente; eternas son sus fases, así como eternamente simultáneas.

      Como lo ha mostrado Harless (Jacob Boehme und die Alchimisten), el vitriolo, base del proceso metálico de los alquimistas, es el prototipo del Salliter de Boehme.

 

-Selbheit: La mera individualidad, el yo egoísta y superficial que se interpone entre nosotros mismos y Dios.

 

-Scienz: La causa del mal, de la diferencia entre el bien y el mal, entendida como el Fiat, como el deseo de la diferenciación y separación (cf. Mysterium Magnum, LXI, 63).

 

-Sele (sic): El término alma (Seele, en alemán moderno) es un tanto ambiguo, ya que designa tanto el alma vital como la espiritual (die rechte Sele). El alma se asocia en Boehme al primer principio de la esencia divina: colérico, fogoso, airado.

 

-Separator: Así llama Böhme al principio de determinación, de creación y separación, en el interior de Dios. Lo asocia a veces al número 10, que sería el número de la vida.

 

-Signatura: Este término también tiene una gran importancia en Paracelso (cf. Philosophia Sagax), donde las signaturas serían las expresiones exteriores de las virtudes ocultas de las cosas. Noción que implica la idea de correspondencia. En Boehme la signatura es teofanía, signo y revelación de la esencia de un ser. Sin su conocimiento es vano el “conocimiento” de los seres.

 

-Speculare (spigeliren): Proviene de Speculum (Spiegel, espejo, en alemán) y quiere decir para Boehme: servir de espejo a la verdad divina, reflejarla en sí, revelarla.

 

-Spiraculum vitae: Se trata, por decirlo así, de una Tinctur superior que emana de Dios y que confiere al ser humano el espíritu, que procede de la divinidad y le asimila a la divinidad.

 

-Sucht: Deseo. Aspiración vital, hambre, búsqueda ardiente. Se distingue de la voluntad, que sin embargo le da origen (así en su obra Psychología Vera).

 

-Temperatur: Así llama Jacob Böhme a la síntesis o conciliación de las cualidades contrarias, su estado de equilibrio. Otras veces el mismo término hace referencia a la indistinción de la mezcla indiferenciada, pero nunca significa temperatura.

   En relación con el ser humano, este término aludiría al estado primordial, al estado de inocencia.

   Aplicado a la divinidad: «Ahí no se puede decir un Dios colérico, ni tampoco un Dios misericordioso, pues aquí dentro no existe ninguna causa para la cólera, ni tampoco para amar algo», como escribe Jacob Böhme en De Electione Gratiae, I, 21 (la traducción es mía).

 

 

-Ternarius Sanctus: o Sabiduría esencial, como lo llama Boehme, es el cuerpo o corporeidad, mágico o mental (son expresiones de Böhme) que la voluntad se forma al oponerse al deseo; cuerpo que, por otra parte, sirve de alimento a la vida y al fuego (cf. Mysterium Magnum, XXIX, 2 y sigs.).

           

-Tinctur: A veces se confunde con el elemento puro (éter, quinta esencia) y a veces se distingue de él para convertirse en el principio de vida (el jugo del que habla Aurora), el Paraíso o el cuerpo de la Sabiduría divina (cf. De Tribus Principiis, XII, 21 y sigs.; XVI, 43 y sigs.). Se le asocia al número 9.

      Como principio masculino, representa la vida y el movimiento (cf. De Triplici Vita Hominis, V, 15; VIII, 35).

      Conviene tener en cuenta que es, a menudo, sinónimo de la vida espiritual (al menos, en De Triplici Vita Hominis).

 

-Turba Magna: en Böhme quiere decir “gran perturbación”. (Para el Lexicon Alchemiae de Martin Ruland significa: “gran conjunción [Versammlung] de los astros”).

 

-Ungrund: Este término no es una creación de Boehme, sino que se trataba de una palabra ya usada a la que le atribuye un sentido nuevo. A saber, la ausencia total de determinación, de causa, el fundamento, de razón (Grund). A veces se traduce por abismo, y uno estaría tentado de usarlo así, si no fuera porque Boehme utilizó esa misma palabra (Abgrund) con un sentido distinto. Berdiaeff lo traduce por “Indeterminado”, Koyré por “Absoluto”.

 

-Urkund: Palabra que proviene con seguridad de Kunde, Urkunde. Significa en Böhme el origen último de una cosa en tanto que se revela en la cosa que lleva su revelación o expresión, que da su «noticia» (Kunde). Cada cosa sería así como el documento que testimonia acerca de la naturaleza de su propia raíz.

      Tiene el doble sentido de primer principio y de Centrum zur Natur.

 

-Urquell: Lit.: “Fuente originaria”. (Así, por ejemplo, en la frase: el deseo es la Urquell [pero también la Urkund] de la naturaleza).

 

-Urstand: Literalmente vendría a significar “lugar originario” (no he encontrado la palabra en el diccionario alemán). Para su relación con Urkund y Urquell cf. De Triplici Vita Hominis, III, 10, 28, 49; VI, 52.

 

-Vernunft y Verstand: En la terminología de Jacob Böhme Vernunft significa siempre entendimiento, razón razonadora, discurso; por contra, Verstand designa la razón intuitiva, la inteligencia. Fran von Baader ha insistido fuertemente sobre la legitimidad de la terminología boehmiana y, por su parte, la ha adoptado. Fichte, en sus obras póstumas, igualmente… Por su parte, Böhme lo que hacía era seguir el ejemplo de Sebastian Frank y el uso de su época. (Es curiosa la inversión de los términos en Kant).

 

-Vulcanus: El Astrum o el Espíritu de este mundo (Geist dieser Welt).

 

-Wesenheit: Esencia corporal de la Divinidad. También, sin más, significa esencia.

 

-Wille: Voluntad. Conviene decir que este importante término sufre igualmente en Böhme modificaciones en su sentido: a veces se equipara a deseo y otras muchas veces se le opone; a veces es superior a la naturaleza y otras veces su fundamento. Pero, en cierto sentido, esto se explicaría, porque la naturaleza con sus fuerzas no hace más que expresar la voluntad que se engendra y se desarrolla en ella (cf. De Triplici Vita Hominis, X, 29; XI, 104).

 

-Zorn: Cólera. Representa el principio negativo, al principio fogoso, ardiente, airado que se encuentra en todas las cosas. Böhme emplea también muchas veces la expresión: Gottes Zorn, la ira de Dios, en parte con otros sentidos que, pienso, sería preciso matizar.

Textos de J. Boehme

Textos para la ponencia: El mal en la teosofía de J. Boehme

 

-         Epístolas teosóficas: 20, 3: El hombre, libro del ser de todos los seres: “Pues el libro en el que reside todo secreto es el hombre mismo: él mismo es el libro de la esencia de todas las esencias, pues él es la semejanza de la divinidad; en él reside el gran Arcanum, que sólo puede revelar el Espíritu de Dios” (la traducción es mía).

 

-         Aurora: XXII, 46: “Pues no puedes decir ¿dónde está Dios? Escucha, hombre ciego, vives en Dios y Dios está en ti y si vives santamente eres Dios tú mismo; dondequiera que mires allí está Dios”.

 

-         De Tribus Principiis, VII, 21: “El auténtico cielo, porque Dios vive dentro de él, está por doquier en todas partes, también en medio de la tierra: comprende el infierno [Er begreift die Hölle], en el que viven los demonios, y nada está fuera de Dios; pues donde Él ha estado antes de la creación del mundo, allí sigue estando aún, como en sí mismo, y él mismo es la Esencia de todas las esencias: todo ha nacido de Él y de Él procede [y lo proclama: urkundet von Ihme]; y por eso se llama Dios, porque sólo Él es lo Bueno, el Corazón o lo Mejor, entiende: la Luz y la Fuerza de dónde procede [urkundet] la Naturaleza” (la traducción es mía).

 

-         De Tribus Principiis, VII, 24: “El tormento de la tiniebla es el primer Principium y la fuerza de la luz es el otro Principium, y el producto [Ausgeburt] desde la tiniebla a través de la fuerza de la luz[1] es el tercer Principium; y no se llama Dios: sólo es Dios la luz y la fuerza de la luz y el producto [Ausgang] de la luz es el Espíritu Santo”.

 

-         Mysterium Magnum: XXVI, 28: “La cólera es la raíz del amor, como el fuego lo es de la luz”. Y el siguiente texto: “Sólo el amor se llama Dios, su fuerza y su poder se llama cólera” (XXVI, 10).

 

-         Mysterium Magnum: XXXVIII, 6-9: “No es sin motivo que Cristo le nombre [al Diablo] un príncipe de este mundo; es príncipe siguiendo la propiedad de la cólera del mundo tenebroso que ahí permanece oculta y es según esta cualidad que reina sobre el cuerpo y el alma, sobre la voluntad y el corazón del hombre.

 

           Porque toda guerra y toda querella provienen de la naturaleza y de la propiedad del mundo tenebroso, es decir de los cuatro elementos de la cólera de Dios, la cual provoca en la criatura el orgullo, la envidia, la avaricia, y la cólera que son los cuatro elementos del mundo tenebroso donde viven el diablo y las malas criaturas; y es de estos cuatro elementos de los que proviene la guerra.

           Porque aunque Dios haya ordenado al pueblo de Israel combatir a los paganos y les haya intimado a hacerles la guerra, todo esto era ordenado en virtud del Dios airado y colérico, es decir de la propiedad del fuego porque los paganos habían suscitado la ira que quería devorarles. Pero Dios, en tanto que se llama Dios, no desea la guerra; por lo demás Él no puede desear nada malo ni ninguna destrucción; porque existe según el segundo principio, el de la luz; no es sino bueno y generoso y se da Él mismo a todas las cosas.

 

            Pero según la naturaleza del mundo tenebroso es un Dios airado y colérico, un fuego devorador cuando su ira se encuentra despierta; según esta naturaleza Él desea comerse y devorar todo lo que se eleva y alumbra en ella; y es en virtud de esta propiedad como Dios ha ordenado a Israel el hacer la guerra y abatir a los paganos: porque la cólera estaba inflamada y era como un trozo de madera que cae en el fuego que desea devorarla”.

 

-         Mysterium Magnum: XXVIII, 70: “Porque todas las cosas han sido creadas por el Verbo e introducidas en una forma. Pero, puesto que Dios es un Dios airado y colérico, un fuego devorador e igualmente un Dios de luz y de don, bueno, misericordioso y dulce, donde nada malo puede permanecer; por eso ha introducido en el Fiat el fuego y la luz, el bien y el mal, en una libre voluntad donde la voluntad puede formarse en el bien o el mal; pero ha creado buenas todas las cosas y a partir de la luz y las ha instituido en una libre voluntad para multiplicarse en la libre voluntad, para crear en el mal o en el bien” (“de puiser dans le bon et le mauvais”, traduce Berdiaeff donde el original alemán dice: «zu schöpfen im Bösen oder Guten»).

 

-         Mysterium Magnum: LXI, 43 y 44: “Porque Dios obra de eternidad en eternidad pero no de otro modo que por su Verbo y el Verbo es Dios, es decir una manifestación del Absoluto (Ungrund, Indeterminado –traduce Berdiaeff-). Y si el alma no pronuncia ya su voluntad personal, es la voluntad del Absoluto la que habla en ella: allí donde cesa de obrar la criatura, allí obra Dios.

 

          Pero si la criatura quiere obrar con Dios, su voluntad debe abismarse (así traduce Berdiaeff; el original dice sencillamente: in Gott eingehen, “entrar en Dios”) en Dios; entonces Dios obra con la criatura y por ella, porque la creación entera, celeste, infernal y terrestre, no es otra cosa que el Verbo operante; el Verbo mismo lo es todo”.

 

 

 

 

 

 



[1] En el sentido de: “saliendo de la tiniebla y por medio de la luz”. Es significativo que Böhme parezca querer distinguir aquí dos tipos de salidas, nacimientos o producciones: por un lado la de la tiniebla y por otro la de la luz. Por eso emplea la palabra salida (en alemán Ausgang) para referirse al surgir del Espíritu Santo, mientras que para el nacimiento a partir de la tiniebla, del primer principio, utiliza la palabra Ausgeburt, que significa producto, creación -literalmente: nacimiento a partir de-, pero que en las siguientes expresiones significa: “engendro del diablo” o “aborto del infierno” (en alemán Ausgeburt der Hölle) o también quimera, delirio o desvarío (en alemán Ausgeburt der Phantasie). (cf. Slaby/Grossmann: Diccionario de las lenguas española y alemana, tomo segundo).

Introducción al budismo

Introducción al budismo

 

  1. 1.      Nota preliminar.

 

            Buda, como otros grandes sabios, no escribió nada; no existe, pues, ningún texto que exponga con seguridad sus palabras. Lo que recoge las más antiguas tradiciones es el voluminoso canon escrito en lengua pali, y dentro de él el Dighanikaya. Los investigadores nos han proporcionado el repertorio de textos, dándonos información acerca de las dos distintas fuentes de la tradición: la del Norte y la del Sur. Igualmente, nos informan de la primera realidad histórica directamente accesible: Asoka y su influjo sobre la evolución del budismo, a doscientos años de la muerte del Buda. También son conocidas las grandes transformaciones del budismo. La realidad de Buda ha de establecerse con sentido crítico, omitiendo lo claramente legendario y los testimonios tardíos[1].

            He querido basarme en el gran filósofo Karl Jaspers, como indico en las notas, para esta aproximación al budismo, en homenaje a su inteligencia abierta y grande.

 

  1. 2.      La vida.

 

            Buda (aprox. 560-480 a. J.C.) pertenecía a la noble familia de los Sakyas que gobernaban, en Kapilavastu, un pequeño estado próximo al poderoso reino de Kosala. El territorio se extiende al pie del Himalaya y las cumbre nevadas se perciben durante todo el año. Su nombre era Siddharta o Gotama, recibiendo después el sobrenombre de Buda o el Iluminado. Su infancia y primera juventud transcurrieron en la abundancia. Se casó muy joven con Yasodhara y tuvo un hijo llamado Rahula. Mas esta vida cambió al tomar conciencia el joven príncipe de las realidades terribles de la vida: la vejez, la enfermedad y la muerte. “Conforme rumiaba yo estos pensamientos, perdí por completo la alegría de vivir”. Con 29 años abandona todo, hogar, patria y familia; se corta los cabellos, se afeita la barba y toma las vestiduras amarillas propias de los ascetas.

            El futuro Buda fue instruido por maestros en los ejercicios ascéticos y el yoga y durante muchos años vivió solitario en los bosques practicando la vía de la purificación. Sentado en aquellos lugares apartados, esperaba el momento del conocimiento, “con la lengua apretada contra el paladar”, “sujetando, clavando, forzando” los pensamientos en un violento esfuerzo por fijarlos.

            Más aquello era en vano. Las penitencias no le conducían a la iluminación y Buda comprendió que la sola voluntad era ineficaz. Entonces cambió de conducta e hizo algo que desconcertó a los que se relacionaban con él y seguían el mismo camino: ingirió abundante alimento para recuperar las fuerzas físicas. Continuó su vida solitaria, dedicado a la meditación pero limitando el ascetismo. Con esto se anticipaba lo que sería en el budismo la vía media: ni la vida entregada a la sensualidad y los placeres mundanos, ni la vida dedicada al mortificante ascetismo son la vida justa; ni la una ni la otra llevan a la meta. La salvación se alcanza con esta vía media, que es una vida justa en el decir, el pensar y el obrar, ahondando en la meditación y comprendiendo y suprimiendo la causa de todo sufrimiento.

            “Cierta noche, cuando estaba meditando al pie de una higuera, sobrevino la iluminación. En una visión súbita y total se presentó ante el ojo de su espíritu el todo cósmico: lo que es y por qué es; cómo los seres son arrastrados por el ciego afán de vivir por los caminos errados del alma, a través de sucesivas reencarnaciones en la interminable transmigración de las almas; qué es el sufrimiento, de dónde viene y cómo puede ser suprimido”[2].

            Siete días pasó el Iluminado sentado al pie de la higuera, con las piernas cruzadas, gozando del deleite de la redención y pensando guardar silencio sobre la verdad encontrada. Lo que había llegado a conocer era ajeno al mundo. ¿Cómo iba a entenderlo el mundo? Quería “evitarse un esfuerzo inútil”. “El mundo sigue su marcha -nos dice Jaspers- y, en su tremendo e inexorable curso a través de períodos de cíclica destrucción y renacimiento, los ciegamente impulsados, que no saben, son arrastrados irresistiblemente por la rueda de las reencarnaciones, pasando por sucesivas formas de existencia. Lo que se hace en cada existencia determina, como karma, la forma de la reencarnación siguiente, habiendo sido determinada aquella, a su vez, por la existencia precedente. El mundo no cambia jamás, pero es posible la salvación para el que sabe; el cual, liberado de ulteriores reencarnaciones, ingresa en el nirvana”.

            Pero Buda siente compasión y no guarda silencio. Decide, con trabajo, predicar su doctrina y no espera gran cosa. Cuando, más tarde, su enseñanza alcanza un clamoroso éxito, vaticina la pronta desaparición de la auténtica doctrina. De todos modos, continuó la predicación y la enseñanza a los discípulos y a todo el que quisiera escucharle: “Voy a tocar en el mundo sumido en tinieblas el tambor del no morir”.

            Su predicación comenzó en la ciudad de Benarés y durante más de cuarenta años recorrió las vastas regiones de la India nororiental. Su enseñanza se realiza a través de disertaciones, relatos, parábolas y dichos. Nos enteramos así de diversos diálogos, de muchos episodios y situaciones, de conversiones. Buda se sirvió del habla popular, no del sánscrito. Su manera de pensar es plástica, pero empleando los conceptos elaborados en la filosofía india.

            Factor decisivo de la inmensa influencia histórica del budismo fue la fundación de comunidades de monjes, organizadas según reglas fijas. Los discípulos renunciaban a su patria, su familia y su profesión; vistiendo el indumento amarillo de los monjes y caracterizados por la tonsura, llevaban una vida nómada marcada por la pobreza y la continencia. “Habiendo alcanzado el conocimiento redentor, ya nada querían ni apetecían en este mundo”. Vivían mendigando la comida, durmiendo al raso o en casas de otros fieles, y se les agregaban adherentes legos, entre los que se encontraban reyes, opulentos mercaderes, aristócratas o célebres hetairas. Todos estos hacían generosas donaciones, con las que se adquirían casas y parques destinados a servir de alojamiento en la estación de lluvias y de lugares de reunión para las multitudes deseosas de escuchar la doctrina del maestro.

            De las circunstancias de la muerte del Buda se han conservado noticias. Su último viaje es descrito con detalle. Intenta sobreponerse a una grave enfermedad, pero presiente el final: “De aquí a tres meses el perfecto ingresará en el nirvana”. Al proseguir el camino, se da la vuelta para mirar por última vez a la querida ciudad de Vesali. En un bosquecillo ordena: “Prepárame un lecho entre dos árboles gemelos, con la cabecera para el norte. Estoy cansado Ananda”. Se acuesta. Caen flores sobre él y de lo alto llega música celestial. Pero le corresponden otros honores: “Los discípulos que cumplan la doctrina serán quienes tributen al perfecto los máximos honores”.

            A un discípulo que llora le dice: “No, Ananda; nada de lamentos. ¿Acaso no te lo dije antes, Ananda? Uno tiene que separarse de todo lo que es caro a su corazón. Lo nacido, devenido, formado, sujeto a finitud, ¿cómo no va a desaparecer?”

            Los discípulos entienden que con la muerte de Buda la doctrina perderá a su maestro. “No debéis pensar eso”, les dice él. “La doctrina y el orden que os he enseñado serán vuestro maestro cuando yo me haya ido”. “Sed vosotros mismos, Ananda, vuestra guía y vuestro refugio. Sea la verdad vuestra guía y vuestro refugio”.

            Sus últimas palabras fueron: “Toda forma compuesta está condenada a perecer; aspirad afanándoos sin descanso hasta conseguir vuestra salvación”. Después, ascendiendo uno tras otro los peldaños de la contemplación, ingresó en el nirvana.

 

  1. 3.      La relación entre el conocimiento, la meditación y la pureza de vida.

 

            Buda enseña la liberación por la comprensión, por el conocimiento. Pero conocimiento, aquí, no significa lo que nosotros normalmente entendemos por tal. Se trata de una sabiduría, de una iluminación, de una visión clarividente, que se alcanza con la transformación del ser y de la conciencia, gracias a la profunda meditación[3] Cuando Buda estaba sumido en esos estados de meditación, veía “con el ojo divino, clarividente, suprasensible”. “Esta doctrina -se dice del budismo- es profunda, difícil de percibir y de entender, plena de quietud, magnífica, inasequible a la mera reflexión, sutil, algo que sólo el sabio puede aprender”.

            Por eso, como sucede en todas las doctrinas tradicionales de sabiduría, para el budismo la verdad (tanto la del pensar filosófico como la alcanzada en la meditación) está íntimamente relacionada con la purificación moral de toda la vida, de toda la persona. No olvidemos que Buda no enseña un sistema de conocimientos, sino un camino de salvación[4].

            Es preciso, en principio, el esfuerzo de la voluntad y el empeño en alcanzar la virtud. Buda no dejaba de exhortar a sus discípulos para que se esforzasen al máximo[5]. Pero la meditación no es una simple técnica y la manipulación de los estados de conciencia no deja de ser peligrosa para quien no tenga el requisito previo: la pureza de vida. En este ethos o modo de vida budista resulta decisiva la vigilancia, la lucidez, la conciencia despierta. Esta “circunspección alerta”, que implica prudencia y gravedad, se prolonga en la meditación y adquiere por ella su máximo desarrollo. Esta lucidez penetra la corporalidad, aclarando lo inconsciente hasta en sus últimos recovecos. El principio que rige el ethos budista, no menos que la meditación y la especulación, es llevar la claridad hasta el fondo último[6].

            Por esto, un precepto básico budista era la sinceridad en la reflexión así como en todo lo que se hacía y decía. Otros preceptos eran practicar la continencia, no tomar bebidas embriagantes, no hurtar, no hacer daño a ningún ser viviente (ahimsa), y los cuatro modos de íntima postura: amor (afabilidad), compasión, participación en la alegría ajena e impasibilidad ante lo impuro y malo. Comenta K. Jaspers: “Estos cuatro ´inconmensurables´ se expanden en la meditación hasta lo infinito. Componen la atmósfera de esta existencia, hacha de una ilimitada bondad indulgente, mansedumbre, el hechizo que atrae a los animales y los amansa, compasión, el estar envuelto con simpatía a todo lo viviente, a los hombres, los animales y los dioses” (o.c., p. 145).

            En los textos budistas abundan los relatos de milagros y de hechos mágicos, asociados con este tipo de misticismo. Pero decía Buda: “El verdadero milagro lo obra quien conduce a otros a la creencia justa y a la purificación interior, realiza para sí mismo meditación, conocimiento y liberación. En cambio, esto de multiplicar la propia persona, volar por los aires y caminar sobre el agua, penetrar los pensamientos ajenos y cosas por el estilo, lo comparten los piadosos con los mistificadores”.

 

  1. 4.      Los fundamentos de la doctrina budista.

 

            En los textos transmitidos se presenta la doctrina de Buda como un conocimiento expresado de modo inteligible, en proposiciones y razonamientos; encontramos toda una serie de consideraciones donde se percibe el gusto por el concepto, las abstracciones, la enumeración y la combinación, tal como sucedía en la “filosofía” india anterior de la que Buda mismo se sirve. Pero en los textos también se dice con gran claridad que las verdades enseñadas son de “naturaleza suprahumana” y no derivadas del razonamiento (antes bien, inaccesibles a él) y la experiencia ordinarios, que no son una expresión personal de Buda[7]. La captación racional, por tanto, no es más que un reflejo de una intelección superior.

            Teniendo esto en cuenta, vamos a exponer un resumen de la enseñanza budista en estos cinco puntos:

 

            1º. La verdad del sufrimiento:

 

            “He aquí la verdad del sufrimiento: El nacimiento es sufrimiento. La vejez es sufrimiento. La enfermedad es sufrimiento. El estar unido a seres no queridos es sufrimiento; el estar separado de seres queridos es sufrimiento; el no obtener lo apetecido es sufrimiento.

            He aquí la verdad de la génesis del sufrimiento: Es el ansia que lleva a la reencarnación, con alegrías y apetencias; el ansia de goce sensual, el ansia de devenir, el ansia de perecer.

            He aquí la verdad de la supresión del sufrimiento: Es la supresión de esa ansia por el radical aniquilamiento de la apetencia; abandono, desprendimiento, desligación, exclusión.

            He aquí la verdad del camino de la supresión del sufrimiento: Es la noble vía de ocho tramos que se llama la creencia justa, la decisión justa, la palabra justa, la acción justa, la manera de vivir justa, la aspiración justa, la memoria justa, la meditación justa”.

            Esta comprensión no nace de la observación de hechos o realidades aisladas, sino de una visión global de la vida humana: el sufrimiento está presente en todas partes y el constatarlo, según Jaspers, no traduce ni significa un temple pesimista. Tal visión del sufrimiento se cumple serenamente, porque en el saber se opera la liberación.

            Ahora bien, la causa del sufrimiento es la ignorancia. Los seres humanos, como todo lo viviente, se mueven en la ceguera, engañados por aquello a que se entregan, que nunca es sino que está en un permanente ir y venir, que está siempre cambiando, que es absolutamente perecedero pues está sujeto a un incesante devenir[8]. La ignorancia, la ceguera, la sujeción a las ataduras de lo finito, el apego a las cosas, el apetecer vanidades, todo ello es el origen de esta existencia. La salvación, la liberación, el pleno saber consiste en suprimirlas y superarlas.

 

            . Este complejo -el origen de la existencia y su superación- es concebido en la forma de una cadena de muchos eslabones, que se expresa en la llamada “fórmula causal”:

 

            “El no-saber da lugar a las formas; las formas dan lugar a conciencia; la conciencia da lugar a nombre y a corporeidad; el nombre y la corporeidad dan lugar a las seis esferas sensoriales; las seis esferas sensoriales dan lugar a contacto; el contacto da lugar a sensación; la sensación da lugar a ansia; el ansia da lugar a aprehensión; la aprehensión da lugar a devenir; el devenir da lugar a nacimiento; el nacimiento da lugar a vejez y muerte, dolor y queja, sufrimiento, aflicción y desesperación”.

            Aunque nos parezca un tanto extraño, lo podemos interpretar. No se trata del proceso cósmico del devenir universal, sino tan sólo del ciclo doloroso de las reencarnaciones (samsara). La enfermedad y la muerte, fuente de desventura, presuponen el nacimiento y éste el devenir; así hasta llegar a la causa primera, la ignorancia. A la inversa, del no-saber se derivan las formas (sanskara), esto es, las inconscientes fuerzas conformadoras que construyen el edificio de la vida. Éstas nacen de la existencia precedente y, en la actual, por lo pronto, generan conciencia. Ésta lo percibe todo bajo nombre y figura, etc. La apetencia y aprehensión, en su proyección hacia lo por venir, son causa del devenir (como karma) y por ello de un nuevo nacimiento, vejez y muerte.

            El conocimiento iluminado es la liberación de la existencia condicionada y limitada. El suicidio no sería ninguna liberación, pues el suicida seguiría existiendo en sucesivas reencarnaciones. Hace notar Jaspers que no se pregunta aquí de dónde viene el originario no-saber que da lugar a toda la serie fatal. El interrogar búdico cesa aquí. A Buda le basta con haber alcanzado la certidumbre de la liberación[9].

 

            3º. El problema del yo.

 

            La pregunta ulterior que se hace es ésta: ¿Qué es este quién? ¿Qué es este sí mismo? ¿Quién soy yo? ¿Es que existe un yo? Las respuestas que da Buda son sorprendentes, pues parece negar la identidad personal.

            La existencia individual está compuesta de una serie de factores, que se dan en los eslabones de la cadena causal citada, y que se disuelven en el instante de la muerte. Por unidad y centro estos factores no tienen un sí mismo, sino el karma, que en la reencarnación determina una nueva unión transitoria. Pero esta formulación oculta el sentido, que con idéntica forma conceptual es enunciado de manera tajante en otros contextos. Allí Buda no niega el yo, sino que demuestra que el pensar en ningún caso penetra hasta el yo propiamente dicho. “La corporeidad no es el sí mismo... las sensaciones no son el sí mismo... las representaciones, las formas, las inconstantes fuerzas conformadoras no son el sí mismo... el conocimiento, la pura conciencia espiritual no es el sí mismo... (no existe ninguna inmutable unidad yoica). Lo sujeto a la mutación no es mío; no es yo, no es mi propio ser”.  Y comenta K. Jaspers: “Aquí, con todo, lo que no es en sí mismo es concebido aplicando el criterio de un sí mismo propiamente dicho. No se dice lo que éste es, pero se apunta en dirección a él. No es, en cuanto tal, pensado. Debe de coincidir con el nirvana[10].

            Si la doctrina deja sin decir qué es el yo, se plantea este interrogante: ¿a quién se depara la ventura de la liberación?, ¿quién es salvado?, ¿ningún yo, ningún sí mismo, ningún individuo?. Esta tensión subsiste en los textos budistas: no existe ningún yo, pero en mis vidas anteriores fui un ser particular. ¿Qué es lo que enlaza las sucesivas existencias? Tendría que ser un impersonal karma, que hace que la existencia de los seres vivientes se repita una y otra vez, o bien el recuerdo que conectaría dichas vidas.

            Parece, pues, que Buda no niega el alma, pero tampoco la afirma. Ni niega ni afirma. Yo entiendo que niega valor al yo transitorio, meramente individual, ilusorio. Pero no niega la realidad de un sí mismo, de un yo verdadero, aunque sea muy difícil si no imposible captar y expresar su esencia. Esta verdadera realidad esencial puede quedar liberada del ciclo de las transmigraciones, liberarse de la existencia finita, de los lazos de la manifestación, unirse a lo eterno.

 

            4º. El nirvana.

 

            Al conocimiento supremo se abre el nirvana[11]: la liberación definitiva y lo que en virtud de ella se alcanza[12]. Ahora bien, este estado es prácticamente inconcebible para la conciencia ordinaria y es enorme la dificultad de expresarlo. Cuando Buda habla del nirvana enuncia algo que para nuestro saber dirigido a objetos no es nada y, sin embargo, enuncia ahí lo fundamental.

            Escribe Ananda K. Coomaraswamy: “Nibbana [Nirvana] es uno de los muchos nombres dados a la meta y summum bonum [sumo bien] al cual convergen todos los otros propósitos del pensamiento budista. Lo que es Moksha [Liberación] para el Brahman, Tao para el místico chino, Fana [la extinción, la evanescencia; designa la desaparición de los límites individuales en el estado de la Unión con Dios] para el sufí, la Vida Eterna para los que siguen a Jesús, eso es Nibbana para el budista. Ganarlo, más allá del alcance del Mal, es el único pensamiento que mueve al aspirante budista a entrar en los Senderos”. Para comprender el budismo hay que entender el Nirvana, pero “no tratar de interpretarlo metafísicamente -pues la especulación es una de las Manchas Mortales-”, como ya ha se ha apuntado antes y se repite en el punto siguiente[13].

            Si nada existe por debajo de la apariencia de devenir y yoidad, no existe ningún fondo, ni más allá ninguno, a donde evadirse. Existe, sí, la posibilidad de superar totalmente el devenir y la yoidad ingresando en aquello donde juntamente con la apariencia cesa también el pensar que llevamos a cabo en nuestra existencia. Hay que tener en cuenta estas paradojas, incomprensibles para el pensar lógico, si se quiere percibir el sentido de los enunciados acerca del nirvana. Veamos algunos ejemplos:

            “Existe un lugar donde no hay tierra, ni agua, ni luz, ni aire, ni infinidad de espacio, ni infinitud de razón, ni nada, ni supresión de la representación ni supresión de la no-representación... No está fundado sobre nada, no hay en él ni movimiento ni detención. He aquí el fin del sufrimiento.

            Existe un lugar. No le llamo ni ir ni venir, ni estar ahí, ni aspirar, ni nacer. Carece de fundamento, de asidero. He aquí el fin del sufrimiento... No hay un tambalearse para lo no asiduo. Donde no hay un tambalearse, hay quietud. Donde hay quietud, no hay goce. Donde no hay goce, no hay ir y venir... no hay muerte ni nacimiento... no hay ningún acá, ningún allá, nada intermedio. He aquí el fin del sufrimiento”.

            En el Milinda Pañha se compara el nirvana con “una gloriosa ciudad, inmaculada e incorrupta, pura y blanca, sempiterna e inmortal, calma y feliz”. Pero no olvidemos que es sólo un símbolo, una comparación: “No hay punto alguno, oh rey, hacia el Este, el Sur, el Oeste o el Norte, por encima, por debajo o más allá donde podamos situar el nirvana, y sin embargo el nirvana existe; y aquel que ordena correctamente su vida cimentándola sobre la virtud y con atención racional puede ganarlo, aunque viva en Grecia, China, Alejandría o en Kosala”. Entra en esa ciudad quien “emancipa su mente en el estado de Arahatta”.

            Del nirvana se dice que es ausencia de dualidad: no es ni ser ni no-ser (como en los Upanishads[14]); es incognoscible en el mundo por los medios del mundo, por lo que no es objeto de investigación, pero envuelve una certeza última, íntima: “Existe algo no nacido, no devenido, no creado, no conformado. De no existir esto, no cabría idear salida alguna” (encontramos aquí analogías con el pensamiento de Parménides, en los inicios de la filosofía griega). Pero hablar de esa eternidad es errar mediante ese mismo hablar.

            Aquí está, pues, el límite ante el que se detiene el interrogar. Por eso, a quien no ha alcanzado el nirvana le corresponde callar y conformarse. “Ninguna medida alcanza a medir al que ha ingresado en la quietud. No hay palabras para hablar de él. Se ha desvanecido cuanto es accesible al pensar; así pues, también se ha desvanecido toda senda del hablar”.

 

            5º. Nada de metafísica, sino camino de liberación.

 

            Todos los pensamientos anteriormente considerados están enderezados a la salvación, a la liberación. Buda, ya lo hemos dicho, no enseña un saber, sino que predica el camino de la salvación[15]. Buda desprecia todo saber no necesario para la salvación (y pienso que algo semejante podría decirse de Jesucristo) y llega a considerar mala toda esa teorización o especulación metafísica, por constituir una nueva atadura, un obstáculo para la propia liberación. Cuestiones que dejó de lado son, por ejemplo: “El mundo es eterno”, “el mundo es finito”, “el perfecto, después de muerto, es”; y lo mismo puede decirse de las afirmaciones contrarias a las citadas.

            “Lo no explicado por mí -decía Buda- dejadlo sin explicar”. El comentario de Jaspers me parece nuevamente revelador:

            “El hecho de que no comunique esa cosas, dice Buda, no quiere decir que no las sepa. El poder del silencio, que desempeñó un papel importante en la vida de Buda, tiene aquí, en la comunicación de su pensar, un efecto de portentosas proyecciones. Al dejar intactas todas las cuestiones últimas las deja abiertas. El no hablar de ellas no las desvanece, sino que las conserva ahí como un ingente telón de fondo. Se considera posible encontrar en el mundo el camino donde el mundo desaparece y se enuncia el saber ligado con ese camino. El saber acerca del ser en totalidad, en cambio, se lo veda con sobria moderación” (o.c., p. 153).

 

 

  1. 5.      La cuestión de la novedad y la influencia histórica del budismo.

 

            Los especialistas han discutido hasta qué punto el budismo representa una novedad mayor o menor en la tradición del pensamiento de la India antigua. Desde luego, hay diferencias con respecto al hinduismo anterior, pero parece que debemos aceptar una convergencia en las cuestiones esenciales.

            La poderosa personalidad de Buda parece fuera de toda duda. Abundan los relatos que hacen referencia al poder de su palabra y cómo los oyentes experimentaban súbitamente como si se les cayese una venda de los ojos. Su poderosa voluntad, el perfecto dominio de sí mismo y esa cualidad excepcional de ir más allá de sí mismo, de su propia individualidad, de “despersonalizarse” diríamos, le convierten en alguien especial. El Sakyamuni, como se le llama (el Taciturno del linaje de los Sakyas) nos queda hoy lejano, oculto, casi convertido en un tipo o arquetipo, carente de rasgos individuales destacables. “Sin casa ni hogar, hecho espíritu extramundano, camino intocable para los seres humanos”. “¡Cómo vais a descubrirlo a Buda: a él, que atraviesa la infinitud; a él, que no deja huella!”. Son textos atribuidos a él, como este otro: “Doblegar el orgullo de la altiva yoidad es, en verdad, suprema dicha”.

            Pero además Buda dejó de lado parte de la tradición y de su autoridad, sobre todo en lo referente al régimen de castas y al supremo poder de los dioses. No los combatió, admitiéndolos como realidades en la marcha del mundo, pero los relegó a un plano no esencial. También rechazaba, o no consideraba relevantes para la liberación, las ofrendas, los ritos y sacrificios, la oración y las prácticas mágicas. Buda quiso dirigirse a todos. Aparece, dice Jaspers, por primera vez en la historia, la idea de una humanidad y una religión universales.

           

            En cuanto a la influencia histórica, hay que decir que ha sido considerable: En Asia este nuevo modo de vida se incorporó a las culturas de China y Japón y suavizó a los pueblos del Tíbet, Siberia y Mongolia. Es curioso, sin embargo, que en la India, su cuna, el budismo se extinguiese. La difusión del budismo a gran escala fue promovida por un poderoso soberano: Asoka, unos dos siglos después de Buda.

            Aproximadamente a comienzos de nuestra era, el budismo se escindió en la rama del Norte, el Mahayana (el gran vehículo para cruzar por las aguas del samsara a la tierra de salvación), y la del Sur, el Hinayana (el pequeño vehículo). El hinayana, que subsiste en Ceilán e Indochina, parece más prístino y puro, pero también tal vez más limitado, haciendo hincapié en el perfeccionamiento del individuo como arhat,  mientras que el mahayana experimentó mayor transformación, convirtiéndose en religión para millones de personas y produciendo el florecimiento de elevadas filosofías especulativas (Nagaryuna y otros). El Mahayana está muy abierto a lo nuevo y hace referencia a la redención de todos los seres, animales, dioses y hombres. Así, el bodhisattva, movido por la compasión, elige volver a este mundo para contribuir a la liberación de todos los seres.

            Mas en la medida en que el budismo se ha transformado, convirtiéndose en religión, la figura de Buda se ha magnificado y divinizado. Se le piden favores y él otorga su gracia, menguando para muchos la confianza en la propia fuerza o el papel del ascetismo, y se abre la vía de la devoción. Nos podemos preguntar hasta qué punto esta transformación es, no ya legítima, sino acorde con la tradición primitiva. Buda quiso anteponer la doctrina a la persona del maestro, pero la historia se convirtió en leyenda: Situado por encima de los dioses, él mismo encarnación de un ser divino (como se le consideró ya en el siglo III a. C., de manera análoga al papel de los avatares[16]en el culto de Vishnu), sus reliquias dan lugar a templos, o se piensa que a cada buda terreno correspondería otro en el mundo trascendente[17].

            Piensa Karl Jaspers que “el proceso de transformación que hizo del budismo una religión universal asiática determinó la asimilación de los antiguos motivos de las tradiciones religiosas tanto de las grandes culturas como de los pueblos primitivos; asimilación posibilitada por el sentido que Buda daba al mundo”[18] Por esto el budismo se caracterizaba por una ilimitada capacidad para asimilar todas las religiones, filosofías y formas de vida con que entraba en contacto. “Las consideraba como un trampolín, un punto de partida para ponerse en marcha hacia una única meta, que para nuestro pensar occidental se desvanece en la vaguedad de lo ilimitado y lo infinito” (o.c., p. 161).

 



[1]Esta es la opinión de Karl Jaspers, en su personal y original historia de la filosofía: Los grandes filósofos, tomo 1º: Los hombres decisivos: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús. Ed. Tecnos, Madrid, 1993. De ahí extraemos la siguiente cita: “Para alcanzar una imagen fundamentada de Buda es preciso sentirse tocado por el meollo sensible de cuanto en los textos puede serle atribuido, no con absoluta certeza, pero sí de un modo fundadamente convincente. Sólo esta vivencia capacita para ver. Es tan evidente para unos, como imposible de demostrar a quienes se empeñan en negarlo, que nos habla desde allí el reflejo de una realidad personal, única; que donde hay reflejo debe de haber existido una efectiva irradiación. Aun en la maravillosa imagen mítica del Buda suprasensible integrado en el acontecer cósmico hay acaso un fondo de desenvolvimientos y simbolizaciones de una prístina realidad humana” (o.c., p. 137).

[2]Karl Jaspers, o.c., pp. 138-139.

[3]Para explicar qué es este conocimiento se recurre a una comparación: “Sucede como en un lago serrano de agua transparente, cristalina, absolutamente pura. Quien se asoma a la orilla, si no es ciego, ve en el fondo madreperlas y otras conchas, guijarros y el enjambre de los peces”. Análogamente, el que conoce ve el mundo hasta su fondo último y sus fenómenos más particulares. Así, “el monje cuyo espíritu se haya vuelto claro, libre de las tinieblas de lo individual, receptivo e inconmovible, dirige allá su mirada”. Trascendiendo la visión finita de la existencia, se eleva a la visión superior de la misma.

[4]”Este camino de salvación se llama la noble vía de ocho tramos: el creer justo, la decisión justa, la palabra justa, la acción justa, la manera de vivir justa, la aspiración justa, la memoria justa y la meditación justa. En un pasaje diferente esta vía aparece más clara y, en forma ampliada: Etapa preliminar y condición previa es la creencia justa, el saber aún oscuro del sufrimiento y de la forma de suprimirlo. Sólo al final de la vía esta creencia se torna conocimiento, es decir, lúcida comprensión de la génesis del sufrimiento y la posibilidad de suprimirlo dentro de la conexión del ser todo. Sobre el suelo firme de esta creencia, la vía presenta cuatro etapas: el comportamiento justo en el pensar, el hablar y el obrar (el ethos, sita); la contemplación justa mediante la ascensión a través de los grados de meditación (samadhi); el conocimiento (panna); la liberación (wimutti). La liberación se alcanza por el conocimiento y el conocimiento por la meditación, y la meditación es posible gracias a una vida justa” (Karl Jaspers, o.c., p. 143).

[5]Uno debe movilizar todas sus fuerzas. La meta no es alcanzada por todos. Sin embargo, y esto merece siempre ser destacado, es verdad que suceden casos excepcionales de iluminación espontánea (particularmente bajo la viva impresión de la predicación del propio Buda), sin mediar un esfuerzo de la voluntad. En tales casos, la meta se alcanza de golpe, si bien luego puede llegar, progresivamente, la clarificación intelectual de lo sucedido o su expresión en la medida de lo posible. Esta vía de gracia es destacada en toda auténtica tradición espiritual, aunque haya al respecto matices y diferencias. En definitiva, se trata del tema, precioso y fundamental, de las relaciones entre el esfuerzo personal y la gracia que viene de lo alto. El cristianismo, por ejemplo, con una finura espiritual extraordinaria pone el acento en la gracia, en la fe y en el abandono (en la actitud de verdad amorosa), sin despreciar el valor del esfuerzo humano, claro. Esto tiene un fundamento evangélico y los místicos lo han vivido y transmitido con nitidez. No podemos aquí entrar en él, pero al menos lo destacamos.

[6]Aunque sea muy brevemente, no quiero dejar de indicar qué distinto es este principio sapiencial de los fundamentos del psicoanálisis freudiano que, ciertamente, tiene mucho de profano y poco de sapiencial. Otra cosa distinta podemos decir del principal discípulo de Freud, C. G. Jung, cuya psicología analítica ha sido confrontada con el budismo y ha propiciado estudios sobre el budismo (cf., p.e., el libro Budismo y psicología junguiana de J.M. Spiegelman y M Miyuki, ed. Índigo, Barcelona, 1988).

[7]Ver, por ejemplo, Majjhima Nikaya, I, 68 y sig. También, Dhiga Nikaya, I, 22. En el Milinda Panho, 217 y sig., se dice que es “una antigua Vía, que se había perdido, la que el Buda ha abierto de nuevo.

[8]La concepción budista de la existencia como devenir constituye un punto importante de la doctrina. ¿Qué se nos presenta como real? La corriente del devenir, que nunca es ser. Lo existente es engaño, ignorancia y desventura a un tiempo. El devenir es la cadena de las existencias momentáneas del budismo de épocas posteriores. Tiene “ser” como mera momentaneidad del no-ser de todo cuanto aparenta ser. Nada perdura, nada permanece inmutable, todo está sujeto a constante mutación. Sería interesante comparar esta concepción con la de Heráclito.

   Pero en el budismo parece que no hay nada que subyazca a la corriente del devenir, así como nada subyace a la apariencia de yoidad. De todos modos, esta no es la última palabra, pues uno y otra (devenir y yo ilusorio) pueden suprimirse, superándose en algo muy distinto donde no rigen ya las formas del pensar que corresponden a ese engañoso devenir y yoidad; donde no rige ni ser ni no-ser. Esto se revela al conocimiento iluminado y se alcanza en el nirvana.

[9]Para el pensar representativo y conceptual que va remontando la serie de causas, el no-saber o ignorancia parece concebirse como un acontecimiento que puso en movimiento toda la cadena. Hay aquí un problema interesante, pues no se habla de una culpa o caída originaria (algo así como una caída original en la ignorancia desde una anterior perfección, como en el cristianismo o el platonismo).

[10]”En comunicaciones desde los grados de meditación se enseñaban tres grados de sí mismo: el sí mismo como cuerpo físico; el sí mismo como cuerpo espiritual, que en la profunda meditación es extraído del cuerpo físico ´cual tallo del tronco´ y pertenece al reino de las formas suprasensibles; y el sí mismo ´no plasmado, consistente en conciencia´, que es parte de la infinitud del éter cósmico. Aquí se echa de ver que cada sí mismo corresponde a un grado de meditación. Vale para éste, pero en sí mismo no es. No se da propiamente ningún sí mismo. En la existencia sensible es el cuerpo el yo. En el primer grado de meditación cobra realidad el yo espiritual, incorpóreo, de constitución etérea, en tanto que aquel otro desaparece en la insubstancialidad. Este yo espiritual se desvanece, a su vez, en las esferas superiores. Tampoco en la meditación aparece negado el yo, sino puesto en evidencia en su relatividad y, por ende, en grados diferenciados entre sí. El yo propiamente dicho no es alcanzado, salvo en el grado más alto, que coincide con el nirvana” (K. Jaspers, o.c., p. 149).

[11]El significado literal de la palabra sánscrita nirvana (en lengua pali nibbana) es “apagado” o “extinción”, como la de un fuego. Para comprender tal significado hay que recordar el símil de la llama, tan empleado en el pensamiento budista: “Todo el mundo está en llamas”, dice Gotama, y el fuego al que se refiere es el del resentimiento, la lujuria, el odio, el dolor, etc. Son posibles otras etimologías, mas la costumbre budista acentúa el estricto significado de “desaparición”. Hay que indicar que la palabra ya existía en el pensamiento anterior a Buda y es una de esas palabras que éste usa en un sentido especial. Así, en los Upanishads no significa la muerte de nada, sino más bien un perfecto autoconocimiento: para aquellos en quienes la oscuridad de la ignorancia ha sido dispersada por el perfecto conocimiento “se abre ante ellos, como la meta más alta, el eterno, perfecto Nirvanam” (Chandogya Upanishad, 8, 15, I). Un último detalle: De aquel que ha llegado, como dice A. K. Coomaraswamy, podemos decir, en verdad, que no queda en él nada de sí mismo. Se ha emancipado de la vanidad de la referencia a sí mismo. Podríamos decir, en sentido cristiano, que ha muerto a sí mismo, que se ha despojado del hombre exterior, del hombre viejo. El Maestro Eckhart escribió: “En tu opinión, ¿qué es lo que te ha permitido alcanzar la verdad eterna? Es el haber abandonado mi ser allí donde me encontrara” (Ed. Pfeiffer, p. 467); y también: “Los hombres no liberados tienen horror a lo que constituye la alegría profunda de los hombres liberados. Nadie que no haya muerto completamente a sí mismo es rico en Dios” (id., p. 600).

[12]Nirvana no es el único término budista utilizado para referirse a la salvación o la liberación, aunque sea el más familiar a los occidentales. Hay otros muchos, si bien el más amplio parece Vimokha o Vimutti. Los que la han alcanzado se llaman Arahats (adeptos) y el estado de adepto se llama Arahatta. Otros términos y definiciones incluyen el “fin del sufrimiento”, el “remedio para todo mal”, “agua viviente”, lo “imperecedero”, lo “permanente”, lo “inefable”, el “desapego”, la “seguridad sin fin”.

[13]Ver A.K. Coomaraswamy: Buddha y el Evangelio del Budismo, Paidós, Buenos Aires, 1969, p. 83. Hay edición más reciente del mismo libro en la misma editorial (en la colección Paidós Orientalia).

[14]Los Upanishads son textos fundamentales en la metafísica hindú, en parte anteriores a Buda. Forman parte de la revelación (sruti), pues son libros del Veda posterior, donde se encuentran los principales escritos del Vedanta. Su influencia en la filosofía posterior de la India es considerable.

[15]Esa terminología del camino de salvación está tomada de la medicina india: comprobación del mal, síntomas y causas, posibilidad de cura, indicación del camino de la curación. Esta comparación, como lo indica Jaspers, se ha hecho con frecuencia en la filosofía: Platón, el Estoicismo, Spinoza...

[16]Manifestaciones humanas de la divinidad. Un precioso libro estudia y compara las creencias hindúes y cristianas al respecto: Avatar y encarnación, de Geoffrey Parrinder, Paidós, Barcelona, 1993

[17]Así, el Buda Gautama es Amidha-Buddha o Amithaba, soberano del Paraíso del Poniente, el País denominado Sukhavati, donde los fieles son acogidos por él después de muertos. Allí, renacidos en cálices de flores de loto, gozan de vida bienaventurada hasta tanto hayan madurado para el tránsito definitivo al nirvana.

[18]Un ejemplo impresionante, dice Jaspers, de estas transformaciones es el Tíbet. “Allí las antiguas  prácticas mágicas se convirtieron en procedimientos del propio budismo y la comunidad de monjes, en Iglesia organizada dueña del poder temporal” (o.c., p. 161).

Acercamiento a María Zambrano y su pensamiento ético y político

Acercamiento a María Zambrano y su pensamiento ético y político

   1. Introducción. Principales obras de María Zambrano.

 

La filosofía de María Zambrano nos parece que debe insertarse, con su originalidad y características propias, en esa vuelta a lo humano y a lo vital, que aparece a finales del siglo XIX y cobra especial relevancia en buena parte de la filosofía más original de, al menos, el primer tercio o la primera mitad del siglo XX.

 

Se trata, en nuestra opinión, de un pensamiento enormemente sugerente, fecundo y que ofrece muchas posibilidades al abrir un nuevo camino al pensar. Entendemos, sin embargo, que no ha sido suficientemente valorado, que, sobre todo en nuestro país, ni es bien conocido, en general, ni el mundo académico le ha prestado la debida atención.

 

Es un pensamiento que se inserta en la tradición española, sin dejar por ello de estar abierto a las más importantes corrientes filosóficas del siglo XX. Precisamente, sobre la filosofía española escribirá Zambrano, en su obra autobiográfica Delirio y destino, lo siguiente: “En pocos lugares del planeta el pensamiento se hace vida tan rápidamente como en España, porque brota de la vida y apenas nos está permitido lujo alguno de abstracción”. Y poco después se añade que, cuando Ortega arranca su razón vital de la crítica de la idea del saber desinteresado de Aristóteles, lleva al pensamiento filosófico nuestra creencia fundamental no explícita, que limita el vuelo de la especulación, por atenerse siempre a la inmediatez de la vida[1].

 

María Zambrano criticó, desde su concepción de la razón poética a la que luego aludiremos, el racionalismo y el idealismo modernos, mas su crítica de esa forma de racionalidad no supone en modo alguno la caída en alguna clase de irracionalismo, pues precisamente les reprocha su falta de razón, de una razón completa, asimiladora, integradora. Falta que habría convertido a la razón moderna en un puro “infierno de luz”.

 

En relación a su pensamiento político, como luego veremos, apuntar ahora tan sólo que tiene un carácter previo a cualquier teorización o positivación propiamente filosófica sobre lo político o sobre la sociedad y, menos aún, pretende abordar ningún tipo de estudio de tipo sociológico o jurídico; antes bien, es un intento de abismarse, como escribe Jesús Moreno, “en las razones que han conducido a la política occidental a presentar la paradoja del máximo -y más radicalmente destructor- absolutismo, y, a la vez, al invento de la máxima posibilidad de salir de él, y con ello, de toda tragedia: la democracia”[2].

 

En cuanto a las principales obras de María Zambrano, podemos destacar las siguientes:

 

Hacia un saber sobre el alma (Losada, 1950; Alianza, 1987 y 1989), El hombre y lo divino (F.C.E., 1955, 1973 (aumentada) y 1993; Siruela, 1991), Persona y democracia (Dpto. de Instrucción Pública de S. Juan de Puerto Rico, 1958; Anthropos, 1988; Siruela, 1996), Claros del bosque (Seix Barral, 1977), De la aurora (Turner, 1986), Notas de un método (Mondadori, 1989), Los sueños y el tiempo (Siruela, 1992 y 1998), Cartas de La Pièce (Correspondencia con Agustín Andreu) (Pre-textos / Univ. Politécnica de Valencia, 2002)  y Algunos lugares de la poesía (Trotta, 2007)[3].

 

Ya en su primer libro aparece clara y centrada la que será su ulterior problemática, en el triple ámbito en que ésta se moverá, según Jesús Moreno: “las relaciones entre razón y sensibilidad, democracia social plena y libertad, e historia y formas íntimas de la vida humana [éstas, según este autor, no serían distintas de las “requeridas por Nietzsche y repostuladas por Simmel”] conexionadas a «un algo más que la historia» que, a su vez, es para Zambrano, lo que nos permite suscitar de raíz el que haya historia y el que ésta pueda ser una real salida del mismo dilema que ella nos suscita”[4]

 

   2. La formación del pensamiento zambraniano. Principales influencias recibidas.

 

En los inicios de su pensamiento, necesariamente hay que considerar la decisiva influencia de su padre, Blas Zambrano, que fue muy amigo de Antonio Machado. Pero el comienzo de su formación filosófica está en Ortega y Zubiri. En el siguiente apartado nos referimos a su relación con Ortega, quien le aconseja el estudio de Plotino y de Spinoza (La salvación del individuo en Spinoza es un escrito de Zambrano que resultó de la tentativa de una tesis doctoral), considerando sus intereses filosóficos. Más tarde la influencia de Leibniz será decisiva, como por ejemplo bien ha mostrado Agustín Andreu, mas no conviene olvidar su ya temprano interés por el primitivo pensamiento teológico cristiano de la escuela de Alejandría, así como por el pensamiento pitagórico.

 

También fue sensible, como Machado, al influjo de Bergson, particularmente, como ella misma reconoce, sus teorías sobre el tiempo, que le despertaron la conciencia.

 

Simmel y Max Scheler fueron una influencia filosófica muy importante en María Zambrano, sobre todo en sus inicios, pero su crítica a la burguesía y a sus modos culturales, que es muy evidente entre los años 1934 y 1939, se corresponde con una concepción sociopolítica claramente espiritualista y personalista.

 

No podemos olvidar tampoco la tradición mística (y un tanto heterodoxa) española, de un San Juan de la Cruz, pero también de Miguel de Molinos, presente también en Unamuno, Valle-Inclán o Antonio Machado. Unamuno y Machado, digamos de paso, constituirán dos decisivas influencias en el pensamiento de María Zambrano[5].

 

Para cerrar, en fin, esta importante línea de pensamiento religioso, tenemos que mencionar el descubrimiento por parte de María Zambrano de la obra del islamólogo Louis Massignon (a quien ella misma llama su último maestro). Después surgirá el acercamiento al sufismo (no tan lejano al propio S. Juan de la Cruz) y, por otro lado, y lo mencionamos porque no suele tenerse en cuenta, el diálogo de Zambrano con cierto pensamiento llamado tradicional (desde luego, marginado o ignorado por la filosofía académica, pero no carente, pensamos, de importancia intelectual): así, se atreve a citar en algunas de sus últimas obras y artículos a un autor tan singular como es René Guénon, quien sobre todo influye en ella por su extraordinario conocimiento del simbolismo. No olvidemos tampoco que uno de sus mejores amigos durante su estancia en Roma fue Elémire Zolla, representante eminente y original de esta forma de pensamiento.

 

No es posible, en fin, comprender bien a Zambrano sin asomarse a su relación con la literatura y la poesía (sin olvidar la pintura). Su amistad con Lezama Lima –se influyeron mutuamente-, Emilio Prados, Miguel Hernández, Rafael Dieste, etc. Debe tenerse en consideración para captar el meollo de ese pensar poético, que intenta integrar los opuestos, sin disolverlos, de filosofía y poesía en forma tan arriesgada como singular.

 

      3. María Zambrano y Ortega y Gasset.

 

María Zambrano, que siempre se sintió discípula de José Ortega y Gasset, se fue distanciando, ya desde el inicio de su pensamiento, de algunas tesis centrales de su maestro. Particularmente, del cada vez mayor historicismo orteguiano, de su noción de razón histórica[6]. Es significativo que, en la primera carta que le escribe a Ortega, el 11 de febrero de 1930, le diga que “no se puede crear historia sintiéndose por encima de ella, desde el mirador de la razón; sólo quien esté por debajo de la historia puede ser un día a su agente creador”.

 

Se separará también del elitismo orteguiano (de su teoría de las élites, en España invertebrada y en La rebelión de las masas), de su aristocratismo. Esto es, de la relación de las élites con el pueblo, acercándose más al pensamiento de Antonio Machado en este punto, algo que puede apreciarse ya desde 1934[7]. Una breve cita de su libro Persona y democracia nos ilustra muy bien al respecto: “¿No será la masa más que el producto degradado (…) del pueblo, el producto igualmente caricaturesco de la clase culta, de la minoría caída de su poder, privada de su virtud esencial: el afán de perfección? Producto de la demagogia, la demagogia misma cristalizada”[8].

 

Especialmente se separa María Zambrano de la razón histórica de su maestro, cuando considera la relación entre lo histórico y lo transhistórico, entre historia y transcendencia (como puede verse en esa obra de madurez que se llama De la aurora). Habría algo más que la historia, como parece adivinarse en esos momentos especiales que ella llama los momentos históricos. Más adelante volveremos a referirnos a ellos al considerar la filosofía política de María Zambrano.

 

El alejamiento de Ortega también es perceptible en cuestiones como la deshumanización del arte, la concepción de España y, especialmente, la reflexión sobre la mujer.

 

Finalmente, señalar que la razón poética de María Zambrano se adentró y abismó en zonas o regiones a donde no quiso ir la razón vital de Ortega. Cimas y simas a las que se propuso ella llegar con su pensamiento simbólico (así, por ejemplo, la dualidad Medusa-Atenea, donde Medusa es símbolo del sentir que está sojuzgado por la inteligencia), un pensamiento que pretende dilatar la razón, hacerla mediadora casi de lo imposible; razón cordial, compasiva, dulcificadora como gota de aceite para todas las congojas humanas. Razón capaz de dialogar con la intuición, pues como dice Zambrano, aún en el pensamiento hace falta la intuición. Capaz de abrirse a la revelación o al misterio tanto como de intentar descifrar las oscuras cavernas del sentido, lo que ella misma llama el mundo de los ínferos.

 

   4. Algunos de los principales rasgos característicos de la filosofía zambraniana.

 

Como muy bien señala Jesús Moreno Sanz, toda la filosofía de María Zambrano está presidida por una trágica esperanza, “o como gusta decir P. Ricoeur de su propia obra, siguiendo a Mounier, un «optimismo trágico»”[9]. Una esperanza honda, al parecer irrenunciable, que supone una confianza siempre renovada en las sorpresas que depara el espíritu.

 

También es muy significativa su atención al querer que motiva todo conocimiento; el interés que, como amor, guía a la propia inteligencia. Seguramente una herencia de Unamuno, pero que en Zambrano ha de conectarse ineludiblemente con su piadosa dedicación al mundo de las entrañas, a las que considera sagradas, al mundo subterráneo casi siempre olvidado por la filosofía (o cuanto menos por la racionalidad que ha prevalecido en el Occidente moderno), mundo del deseo y la pasión, de los sueños, de la esperanza..., para iluminar la sangre, para alumbrarla, conforme a la expresión cervantina. El pensamiento, pues, tiene que abismarse “en los oníricos enredos en que va cifrada la libertad” para “encontrar su lugar en el tiempo, su propio movimiento”[10].

 

Particularmente importante para el tema que nos ocupa es la concepción zambraniana del ser humano. Éste es visto como conato, impulso, avidez vital. Una noción que tiene su origen en Leibniz y que considera al hombre como el ser que padece su propia trascendencia, como alguien a medio nacer, alguien que necesita nacer de nuevo. Así, la necesidad que todos tenemos que ver y ser vistos, se asentaría en otra necesidad más básica: la necesidad de ser y ser plenamente. Este es el anhelo originario; aquí nace la esperanza elemental constitutiva de lo humano[11]. Pero el hombre es, como lo sagrado o apeiron, también ambiguo: porta su luz y su sombra, debe hacerse cargo de su propia oscuridad. Hacerla transparente, no rechazarla, pues que nada de lo real -como suele escribir Zambrano- ha de ser humillado.

 

Pero la filosofía de María Zambrano suele caracterizarse y resumirse acertadamente con la expresión razón poética. Sobre el origen de la misma, escribe Zambrano una carta a Rafael Dieste, el 7 de noviembre de 1944: “Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran «nuevos principios» ni «una reforma de la razón» como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética... es lo que vengo buscando. Y ella no es como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes”[12].

 

Un pensar y sentir genuinamente religiosos late en esta filosofía que considera el espíritu (y en general la vida misma) como una creación continua, como algo que implica un renacer constante del mundo dentro de nosotros mismos. Así lo viene a decir su primer libro, Horizonte del liberalismo. Una religiosidad la suya nueva y también acorde con cierta tradición subterránea, más o menos heterodoxa. Religiosidad que explícitamente rechaza toda forma caduca y reaccionaria de tradicionalismo o de dogmatismo[13]. Religiosidad cristiana y universal, en fin, que puede apreciarse en toda su importancia y en todos sus matices en su correspondencia con el teólogo Agustín Andreu, editada por éste mismo en el libro titulado Cartas de La Píece[14]. “Cristianismo órfico”, como ha dicho varios especialistas que era el suyo[15]. Sentimiento de la caída y esperanza en la resurrección[16].

 

   5. Un breve apunte sobre la ética de María Zambrano.

 

Rescatar la esperanza de la fatalidad, no resignarse al trágico destino que parece mostrar la historia humana. Vigoroso intento ético de luchar por lo imposible. Esto es lo que nos parece que caracteriza a toda su filosofía.

 

En ningún lugar desarrolla Zambrano explícitamente una teoría ética, mas la ética está por doquier presente en todos sus escritos. Así, ética y política están íntimamente relacionadas en nuestra pensadora. No se las puede separar. Su proyecto de creación de la persona es inseparable de su concepción de una sociedad plenamente humana, igualitaria, justa, libre y democrática. El tiempo del alma y el tiempo comunitario deben estar en conexión. La vida social exige nuestra participación y ésta será tanto más plena y fecunda cuanto mayor sea nuestra plenitud y madurez personales. Pues la persona, según Zambrano, debe adquirir forma propia, su propio rostro, su faz más verdadera. Una genuina conciencia, despierta y libre, en el mayor número de personas, es la que puede aportar a la sociedad lo que ésta realmente necesita.

 

La lucha contra la avidez desenfrenada, contra el resentimiento, contra el miedo, es esencial para la construcción de una sociedad plenamente humana, en la que el hombre pueda ser persona, reconocerse como tal. Por eso Zambrano quiere indagar en el fondo de la violencia, en las raíces del crimen, particularmente en la reciente historia europea, para encontrar las razones de nuestra crisis y buscar la comprensión que nos permita un verdadero avance en la historia.

 

Particular importancia tiene aquí la noción de libertad. Zambrano reflexiona sobre ella desde sus primeros artículos. Por ejemplo en el titulado La libertad del intelectual, publicado en El Mono Azul el 10 de septiembre de 1936, ya escribe que la “libertad es la palabra mágica” pero si su descubrimiento se confunde con el individualismo, “con un individualismo arbitrario y caprichoso”, se convierte en “separación de la realidad, en vano ensueño quimérico de una imposible independencia”. Y prosigue: “se confundió la persona, la persona moral de donde brota la libertad, con el individuo vuelto de espaldas a la vida”. Para Zambrano es claro que la libertad siempre es participativa, vía de comunicación y cauce de una siempre renovada vida del espíritu. No es libertad en el vacío, sino que, como ella misma escribe, “ha de ser libertad a partir de, a base de”. No tiene un sentido absoluto, como fin en sí mismo. Y en relación con la política, tiene un inequívoco sentido social, una función social.

 

   6. A propósito de la crítica de Zambrano al racionalismo y al absolutismo[17]

 

Según nuestro modo de ver, María Zambrano establece una interesante relación entre el racionalismo moderno y el absolutismo. Bien entendido que éste no depende de ningún tipo de filosofía ni de religión. Posiblemente tenga que ver con algún tipo de inversión religiosa, de inversión y desfiguración del cristianismo, pues éste ha sido históricamente interpretado de tal manera que ha servido de fundamento al poder absoluto.

 

Apunta María Zambrano que si bien ninguno de los dirigentes de los estados absolutistas europeos modernos conocía el racionalismo filosófico, que si bien la constitución de estos estados precedió a la formulación de las teorías racionalistas,  “había una comunidad de origen, una atmósfera común” entre ellos, siendo modos diferentes de abordar la misma empresa, como veremos, el intento de “detener el tiempo”, pues que el hombre moderno habría comenzado a sentir el tiempo de una manera angustiosa, como un obstáculo, como una cárcel.

 

Absolutismo y racionalismo serían dos formas de una misma voluntad de ser, voluntad de poder tan característica del hombre occidental, según nuestra pensadora. En efecto, lo propio de la época moderna habría sido un “voluntarismo radical”; ese afán prometeico, me atrevo yo a sugerir, esa desmesura que consiste en ignorar los propios límites, cuando de alguna manera se está huérfano de centro, de sentido y de origen.

 

Considera nuestra filósofa que el ser humano está sometido a la libertad y al tiempo, siendo éste condición de posibilidad de la libertad misma. Sólo sabiendo conjugar ambos nuestra vida puede ser verdaderamente humana: “sólo sabiendo movernos en el tiempo podemos ser efectivamente libres”. Pues bien, el racionalismo ha querido superar el tiempo, ir más allá del tiempo, al concebir la verdad como algo intemporal, perenne, ahistórico. “El racionalismo ha realizado la abstracción del tiempo”.

 

Caracteriza además al racionalismo su apetencia de unidad y de inteligibilidad. Quiere, así, que la realidad sea “transparente por entero a la razón”. Extiende los principios de la razón a la realidad toda y de este modo no es consciente de lo que olvida, de lo que suprime o margina. Se trata de una razón “imperante”, no de una razón “contemplativa”, que no sabe tratar con lo otro, con lo diferente a ella misma.

 

Análogamente, el absolutismo “es ante todo un no querer tener en cuenta el tiempo propiamente humano o un querer eludirlo”; o un pretender “cerrar el tiempo”, “darlo por concluso”, anulando el pasado u ocultando el porvenir. Imagen invertida de la creación, hace del tiempo humano, de la vida humana, un infierno.

 

Mas lo importante, como hemos dicho, es saber tratar con el tiempo, con su multiplicidad, con las muchas dimensiones que el tiempo alberga dentro de sí. No estar sometidos al tiempo, sino saber caminar por él convirtiéndolo en vía de una genuina libertad. El conocimiento que se ha de tener del tiempo no es puramente teórico, sino vital, vivencial. Pues el problema es “humanizar la historia y aun la vida personal” y para eso hace falta que la razón, la inteligencia sea un verdadero instrumento para el conocimiento de lo real, especialmente, para el conocimiento de la realidad que somos nosotros mismos.

 

En definitiva, la situación o actitud vital propia del absolutismo radica en una profunda, grave ignorancia. Se trata de la ignorancia vinculada a todo personaje de la tragedia: vivir encerrado en el propio sueño, sin saber uno mismo lo que hace. Para salir de ese mal se precisa una capacidad de reconocimiento, de comprensión, de anagnórisis. Pero “el hombre occidental no se ha identificado con entera claridad, no se ha reconocido en ese personaje de su sueño voluntarista” y así surgen las diversas especies de absolutismo; éste ha brotado y renacido de diferentes maneras y subsiste el peligro, aún hoy, de que aparezcan nuevas formas.

 

   7. En torno al pensamiento político de María Zambrano[18].

 

Afirma Jesús Moreno, a quien deben mucho éstas páginas, que fue la raíz comunicativa de su filosofar la hizo salir a María Zambrano a la palestra pública con una reflexión sobre la política[19]. Como hemos visto, su primer libro está dedicado a la política y el último de sus escritos, el artículo Los peligros de la paz, publicado en el suplemento “Culturas” de Diario 16, el 24 de noviembre de 1990, no se aparta de esos mismos problemas.

 

No hay en ningún libro de María Zambrano, ni siquiera en Persona y democracia, una exposición sistemática de su pensamiento político. Su pensar se mueve en círculos, en un movimiento circunambulatorio, un poco a la manera de Ortega, en tanto que trata de muchas cuestiones, si bien con un estilo muy propio de escritura, caracterizado como hemos dicho por la razón poética o simbólica. Es evidente que, en sus obras, los temas tratados guardan una íntima relación, tienen su propia lógica interna, si bien se trata de una lógica muy peculiar.

 

Pero queremos afirmar ya el carácter esencialmente democrático de su pensamiento, que se distingue desde muy pronto por su crítica a cualquier forma de absolutismo y totalitarismo, bien sea político o de la propia razón.

 

En Zambrano, su pensamiento político guarda estrecha relación con su concepción de la vida humana, con su teoría del conocimiento y su crítica a la razón moderna (como acabamos de ver en el epígrafe anterior), obviamente con su ética también, pero igualmente con cuestiones que podrían parecernos más marginales, en una aproximación un tanto superficial a su obra, como lo son los sueños, el amor, la piedad, los dioses o la misma envidia. De todos modos, acercándonos más, es evidente que su concepción del tiempo y de la historia está íntimamente vinculada a su concepción política.

 

Con respecto al tiempo, concepto previo al de historia, conviene señalar su original concepción de la multiplicidad los tiempos. El tiempo ofrece múltiples perspectivas. Hay muchos tiempos. Y por eso hay que ver la historia (ella misma es sólo una dimensión de la multiplicidad del tiempo) desde diversos planos, niveles y tiempos.

 

Por cierto que Zambrano insiste en que la inhibición del tiempo es la fuente de toda represión, de toda alienación, de todo error existencial, “el nudo mismo de toda humana tragedia”, como dice Jesús Moreno Sanz[20].

 

En relación con la historia, es interesante señalar la nítida distinción que establece entre épocas (que vienen marcadas un modo bastante convencional ya por los historiadores), períodos (como ella misma dice: especie de remansos donde brilla la continuidad, donde la mayoría de las gentes se siente instalada, aunque sea a medias) y momentos históricos.

 

 “El momento histórico -escribe Zambrano- por su parte, puede dar señal de acabamiento de una época, de la ruptura de un período, porque en él es donde aparece verdaderamente algo inédito o habido mucho tiempo atrás  y semiolvidado”. Por otra parte, el momento histórico necesitaría de varias generaciones. Pero hay algo más. En su artículo de 1977, sobre la generación del 27, escribe que lo que se produce en el momento histórico es “una cierta revelación, pues se ha de dar privilegiadamente intemporal, supra-temporal por sí misma como toda revelación, aunque sea meramente humana, ha de encarnar, corporeizarse para que realmente modifique o aporte algo a la conciencia histórica”. El momento histórico es revelador y trascendente, auroral. Finalmente, como todo lo humano, como la vida misma, el momento histórico tiene su centro, su núcleo íntimo que le otorga pleno significado. Y ese centro vivo es el que hay que buscar, pues que no aparece claramente manifiesto[21].

 

El tema central del primer libro de María Zambrano, Horizonte del liberalismo, que es de 1930, lo constituye la indispensable renovación del liberalismo. En esta obra busca una cuarta vía (ni capitalista, ni comunista, ni fascista) y una tercera auténtica revolución (después y más allá de las revoluciones francesa y rusa) y tendría que ver con un nuevo liberalismo capaz de conducir a la igualdad económica y a la libertad de cultura. En palabras de Jesús Moreno:

 

“Pero, básicamente, lo que el libro suscita son las tendencias que acabarán triunfando en Zambrano: una firme democracia con profundos arraigos sociales, la crítica cultural y política de occidente en orden a, precisamente, superar sus escisiones, alienaciones, injusticias (y aún esclavitudes) sociales e imperialismos. Y en general, a la superación de su «absolutismo», del signo que fuese, propiciado por las mismas raíces -las mismas formas íntimas- que en el orden cultural dieron lugar al puro racionalismo instrumental, en el político a un liberalismo caduco y sin horizontes, o a los totalitarismos, y en el económico-social a la injusticia social o un igualitarismo sólo mantenible en detrimento de la más inalienable libertad”[22].

 

Se trataría de un liberalismo integral, que es el que busca Zambrano, que lo sea de libertad e igualdad, de cultura y democracia, de idealidad y humanidad.

 

La concepción inequívocamente democrática de la libertad nos parece, sin duda, una de las principales nociones de su filosofía política: “es, pues, en su raíz la libertad esencialmente democrática -fiel a sí misma se condiciona por la ajena-”.

 

Otro aspecto importante consideramos que es su permanente crítica de cualquier concepción que sea “absolutista, unilineal y progresiva de la historia”, como señala Jesús Moreno[23]. Igualmente su crítica a todo historicismo que sea exclusivo. Así por ejemplo, pese a su interés por el marxismo y el freudismo, por su tratamiento de las alienaciones histórica o psíquica, rechaza el carácter absoluto que se les atribuye, respectivamente, a la lucha de clases o a la libido. Por otra parte, caracteriza a todos los absolutismos y despotismos el miedo a la libertad, el miedo al despliegue de las diferencias, más aún, según Zambrano, el miedo a la realidad misma.

 

La imborrable sombra de la vida amenaza, según Zambrano, a toda política con convertirla, de una indispensable forma de organización y ordenación de la comunidad, en algo reaccionario, en mero imperio que avasalla.

 

Lo que Zambrano llama historia sacrificial debe ser trascendida hacia el porvenir por la ética. Se trata del paso de la historia trágica a la historia ética, pues la práctica histórico-política ha sido la de una voluntad de imperio y dominación. Por eso estudia Zambrano las formas íntimas de la ética, ya que se trata de comprender el proceso ético mediante el cual el individuo se convierte en persona. Pasar del personaje a la persona corresponde en lo personal a lo que históricamente significaría el paso de la historia sacrificial a la historia ética. Pues que la historia, que tiene una esencial discontinuidad, la ve Zambrano como una espiral de trascendencia, alejándose de la concepción orteguiana del método de las generaciones. En esa espiral es clave, según ya hemos indicado, la noción de núcleo o centro.

 

La ciudad abierta y libre, enteramente democrática, en la que quepan todas las diferencias, donde se reconozcan todas las diversidades (“la democracia, escribe, es el régimen de la unidad de la multiplicidad”)[24]. Este es el ideal humano de nuestra filósofa.

 

No me parece innecesario añadir que la crítica de Occidente, de la ilustración, de los presupuestos del liberalismo, del racionalismo e idealismo modernos, incluso, que son muy censurados por Zambrano, no nos parece absoluta ni unilateral. Al contrario, estaría llena de matices y de giros. Como señala, creemos que acertadamente una vez más, Jesús Moreno, esa crítica es “muy sintomática del típico vaivén de Zambrano entre el haz y el envés de las cuestiones” y ejercitando en ella su “razón «relativizadora» y «arqueológica»”[25] que, al meditar sobre algo, en su propia figura o en su historia, pretende ver sus luces y sus sombras para proyectarlas sobre la vida, para intentar siempre una mejor y más integral comprensión de la compleja vida humana.

 

A modo de conclusión, podemos preguntarnos si es utópico el pensamiento político de María Zambrano, concretamente esta su concepción de una democracia plenamente humana, del todo acorde con la persona. Ella no pretende una utopía, si por ello entendemos el diseño de un estado ideal, mas considera “utopía” como la belleza irrenunciable. Como un imposible que preside todo su pensamiento. Sí es cierto que en su filosofía pretende rescatarlo todo: cultura y democracia, individuo sociedad, sentimiento y razón, economía igualitaria y libertad… Y no parece tarea sencilla. Acaso posible, según piensa, si se abre un horizonte que integre los elementos de “necesidad” con los espirituales (y aquí hay que contar con las fuerzas vitales y dinamizadoras, destructoras y constructoras, sorpresivas y nuevas, poéticas, en suma, del amor). Si se acierta a entender una cosa, vinculándola al contrario que la complementa, según el decir machadiano; pero entonces, le corresponde a la razón el ser capaz de integrar el delirio sin merma alguna de plena racionalidad[26]. Pues para captar algunas verdades hace falta cierto tipo de delirio.

 

Cuando  María Zambrano recibió el premio Cervantes  intentó dictar un escrito, lo que no fue posible, intento que constituye, por así decir, su último delirio  pues seguía replanteándose las posibilidades que la palabra poética y creadora pudiera tener para atisbar, vislumbrar o reimpulsar alguna de las sorpresas del espíritu. Palabra posibilitadora de un nuevo horizonte, que ella siempre buscó, de una plena liberación humana, liberación de las pesadillas de la historia. Liberación que supondría libertad política y libertad personal. La persona a la que intentó dictar ese discurso es la misma que, creemos, mejor ha entendido pensamiento de María Zambrano y es aquella a quien hemos seguido muy de cerca en la elaboración de estas páginas. Glosamos  ahora mismo su propio texto, redactando esta breve conclusión. “Desde la raíz y el envés de la idea”, en la profundización de los mismos, se fue formando el pensamiento de María Zambrano. Dejemos, pues, la palabra al filósofo aludido, quien nos dice que la búsqueda de esta libertad y liberación, “esta y no otra, fue la religión de la luz que rebasa «el cerco de la filosofía» [cómo escribe María Zambrano en Hacia un saber sobre el alma]. Y el cerco de «la Política» también. De raíz. Desde su mismo envés”[27].

 

   8. Bibliografía.

 

A) Algunos de los que juzgamos principales libros sobre Zambrano:

 

-Abellán, J. L.: María Zambrano. Una pensadora de nuestro tiempo, Barcelona, Anthropos, 2006.

 

-Andreu Rodrigo, A.: María Zambrano. El Dios de su alma, Granada, Comares, 2007.

 

-Bundgard, A.: Más allá de la filosofía. Sobre el pensamiento filosófico-místico de María Zambrano, Trotta, Madrid, 2000.

 

-Maillard, Ch.: La creación por la metáfora. Introducción a la razón poética, Barcelona, Anthropos, 1992.

 

-Moreno Sanz, J.: Encuentro sin fin con el camino del pensar de María Zambrano y otros encuentros, Madrid, Endimion, 1996. Y el más reciente y completo: El logos oscuro: tragedia, mística y filosofía en María Zambrano, Madrid, Verbum, 2008, 4 volúmenes.

 

-Ortega Muñoz, J.F.: Introducción al pensamiento de María Zambrano, México, F.C.E., 1994.

 

-Piñas Saura, Mª. C.: En el espejo de la llama y Pasividad creadora, ambos publicados por la Univ. de Murcia en 2004 y 2007 respectivamente.

 

-Revilla Guzmán, C.: Entre el alba y la aurora: Sobre la filosofía de María Zambrano, Icaria, Barcelona, 2005.

 

 

B) Obras colectivas:

 

-Moreno Sanz, J. (ed.):  María Zambrano, 1904-1991. De la razón cívica a la razón poética, Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004.

 

-Revilla Guzmán, C. (ed.): Claves de la razón poética. Mª. Zambrano, un pensamiento en el orden del tiempo, Trotta, Madrid, 1998.

 

-Rocha Barco, T. (ed.): María Zambrano: la razón poética o la filosofía, Madrid, Tecnos, 1997.

 

C) Revistas que actualmente se editan periódicamente sobre María Zambrano:

 

-Aurora. Papeles del “Seminario María Zambrano”. Por la Univ. de Barcelona y bajo la dirección de Carmen Revilla. Se han publicado ya 9 números hasta 2009.

 

-Antígona. Publicada por la Fundación María Zambrano de Vélez-Málaga. Han aparecido 4 números, el último de este año 2009.



[1] Me parece que esto hay que entenderlo adecuadamente, pues no se trata, en modo alguno, de limitar el pensamiento, sino de abrirle un determinado cauce, de encauzarlo de otra forma posible, que, sin renunciar a la propia perspectiva, no renuncia tampoco a la totalidad. “Meditar -escribe Zambrano en esa misma obra autobiográfica- es también reconquistar el sentir originario de las cosas, del paisaje, de las gentes, de los hombres y de los pueblos, el sentir de la realidad inmediata, que nos abre a la realidad del mundo”. Platón afirmaba que el verdadero filósofo es el que es capaz de ver la totalidad. Y María Zambrano afirma, en su importante libro Notas de un método, que todo totalitarismo se da a costa del todo, riesgo que le parecía muy actual.

[2] Moreno Sanz, J.: La política desde su envés histórico-vital: historia trágica de la esperanza y sus utopías, estudio introductorio a su edición del primer libro de María Zambrano: Horizonte del liberalismo. Ediciones Morata, Madrid, 1996, p. 66.

[3] Ediciones Siruela acaba de reeditar, ampliada, una excelente antología de textos zambranianos, a cargo de Jesús Moreno Sanz, con un muy buen capítulo introductorio: La razón en la sombra. Antología del Pensamiento de María Zambrano. Este escritor, a quien juzgamos el mejor intérprete del pensamiento zambraniano, es autor de dos amplísimas introducciones a sendos libros de Zambrano: una en la edición de Siruela (y de Círculo de Lectores) del libro capital El hombre y lo divino, por desgracia ahora mismo no reeditadas, y otra la que aquí hemos seguido mucho por considerarla la mejor introducción al pensamiento político de Zambrano, la que precede a Horizonte del liberalismo. Estamos, desde hace unos pocos años, esperando un libro de Pedro Cerezo Galán sobre la pensadora andaluza que, de publicarse, seguro que no desmerecerá de los excelentes estudios que este autor ha realizado sobre Ortega y Unamuno.

[4] O.c., p. 186.

[5] En apoyo de esta tesis ver el libro reciente de Luis Llera: La razón humilde. María Zambrano y la tradición mística española. Revista Exilios / Dpto. de Antropología, Madrid, Madrid, 2009. Me permito remitir también al libro de Agustín Andreu: El cristianismo metafísico de Antonio Machado, Pre-textos / Univ. Politécnica de Valencia, 2004.

[6] Al respecto, escribe Jesús Moreno Sanz que “desde, claramente, los años 50, Zambrano recusará la sola «razón histórica» y propondrá con sus «formas íntimas de la vida» (en El hombre y lo divino) un modo de conocimiento que, precisamente, explique las razones y formas históricas desde los más íntimos movimientos vitales, desde los mismos tiempos más recónditos abolidos por la mera historia de la conciencia. Será ya en Claros del bosque y De la aurora donde Zambrano se adentre con mayor precisión en ese requerido saber de «algo más que la historia»”. Ver Moreno Sanz, J.: o.c., nota 75, p. 55.

[7] Así por ejemplo, cuando Ortega encuentra en su España invertebrada que la raíz de la descomposición nacional está “en el alma misma de nuestro pueblo”, cuya principal perversión consistiría en “odiar a toda individualidad selecta”, lo que le llevaría a una tremenda desvitalización. En cambio María Zambrano, ya en su primera obra y en los artículos de ese período, entiende el problema de diferente manera: lo que hace falta es que las élites den la cara a las masas y les ayuden a ser lo que realmente son, pueblo; pues éste no tiene el alma enferma sino que ha sufrido siglos de injusticia y el desapego tanto de sus élites como de la política imperante.

   La élite, para Zambrano, más en un sentido espiritual que sólo intelectual, tiene valor si contribuye a que todos los seres humanos adquieran la condición que tienen, de hecho, “sumergida”: el ser persona. La “aristocracia espiritual” de la que habla Zambrano nada tiene que ver con las élites en sentido clasista, sino con el pleno ejercicio del ser persona, cualquiera que sea la clase social a la que uno pertenezca.

[8] Zambrano, Mª.: Persona y democracia, Siruela, Madrid, 1996, p. 189.

[9] Moreno Sanz, J.: o.c., p. 18.

[10] Moreno Sanz, J.: o.c., p. 38.

[11] Jesús Moreno ve en la esperanza “el estrato último mismo de la humana condición: su anhelo”. Por eso para Zambrano la esperanza constituye “el algo más” que la historia (cf. o.c., p. 62).

[12] Como ejemplo de esta razón poética, que Jesús Moreno Sanz llama también razón simbólica, valga lo que este mismo autor escribe en el trabajo que aquí venimos citando. Refiriéndose al importante artículo de Zambrano, escrito en 1977, Lezama Lima, hombre verdadero, dice que allí “se ponen en conexión todos los símbolos que Zambrano recrea en relación a la memoria: el laberinto, el árbol, la araña, la rueda, el poeta y su «hermana» Perséfone, el espejo y, finalmente, constelando toda esa simbólica «el mar de llamas» (mito y símbolo, por esencia, sufí) y la «Zarza ardiente»”. E inmediatamente escribe algo que no queremos omitir: “Y asimismo, no dejará de arrojar luz sobre este intento «circunambulatorio» de Zambrano lo que años después escribiera G. Colli del mismo nacimiento de la razón griega a través del mito del laberinto y de «la señora del laberinto» (Ariadna) y de sus relaciones con el hombre (Dédalo, Teseo) y con «lo» divino (Dionisos). Cfr. en El nacimiento de la filosofía” (o.c., nota 81, p. 55).

[13] Esta peculiar religiosidad zambraniana la conoce muy bien Jesús Moreno, quien considera que la propuesta filosófica de María Zambrano “está decisivamente impulsada por su propia «vía espiritual»; que bien puede calificarse de panenteísta (nunca panteísta)” y claramente creyente “en una como inviolable «apocatástasis» o salvación final de cada singularidad, humana o «natural», convencida como está, por decirlo con Leibniz, que si un solo átomo del Universo se perdiera, se perdería el Universo entero” (o.c., p. 89).

[14] Zambrano, María: Cartas de la Pièce (Correspondencia con Agustín Andréu). Edición de Agustín Andréu. Pretextos / Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2002. Libro este, a nuestro parecer, muy importante y en el que muchos estudiosos de Zambrano no han reparado o no lo suficiente; del todo revelador acerca de su sentir y creer más hondos.

[15] Un escrito importantísimo para entenderla filosofía de Zambrano lo constituye el capítulo de El hombre y lo divino que lleva por título: La condenación aristotélica de los pitagóricos. Muy clarificador acerca del tipo de filosofía que la pensadora andaluza iba buscando. El orfismo de los pitagóricos le interesó desde joven y en los años treinta se ocupaba en su estudio. El libro de Agustín Andreu, que aparece al final en nuestra bibliografía, dedica 80 páginas de denso contenido (la primera parte del libro) a este tema de Pitágoras y Aristóteles en Zambrano.

[16] Antes de morir, María Zambrano quiso que se escribiera sobre su lápida esta palabra del Cantar de los cantares: Surge, amica mea et veni: “Levántate, amada mía y ven”.

[17] Resumimos, en este apartado unas páginas, lúcidas y muy sugerentes, a nuestro parecer, de Persona y democracia (especialmente, pp. 111-117) donde Zambrano intenta ahondar en los orígenes o raíces de toda forma de totalitarismo y absolutismo en la vida e historia humanas.

[18] Los principales escritos de María Zambrano sobre el tema político: Horizonte del liberalismo (1930), La agonía de Europa (1945), Persona y democracia (1958). Además de estos tres libros, destacamos los artículos Acerca de la generación del 27 (1977) y El espejo de la historia (1957). Sobre el artículo de 1977 escribe Jesús Moreno: “… uno de los textos más clarificadores de su concepción de la historia, de la política y del vivir con plena responsabilidad ética el momento histórico que a uno le cabe «en tiempo»” (o.c., p. 37).

[19] Cf. o.c., p. 119. En este párrafo resume Jesús Moreno la formación y concreción del primer pensamiento político de María Zambrano: “Concretando el encuadramiento que puede hacerse del pensamiento de Zambrano durante los años 1928 a 1934, y el significado que adquiere su giro ulterior, hay que delimitar bien los siguientes transcursos. En primer lugar, este pensamiento surge en 1928 al compás de las luchas estudiantiles de la FUE, en los años finales de la Dictadura de Primo de Rivera, y en confluencia con los movimientos globales más renovadores política y socialmente. La indudable vinculación a Ortega en esos momentos, su mismo arraigo en tesituras institucionalistas filtradas hacia claras posiciones socialistas por su propio padre, así como su admiración por Unamuno y Machado, no menoscaban -sino al contrario- que el pensar de Zambrano se ponga en línea con algunas de las tendencias más lúcidamente progresistas y de avanzada, como es el caso del «Nuevo romanticismo» de José Díaz Fernández que matiza completamente el elitismo de Ortega hacia posiciones claramente socializantes y revolucionarias, y en apoyo de una izquierda representada sucesivamente -para aquél- por el PSOE y el Partido Radical Socialista. Este intento orteguiano-izquierdista, y con matices muy propios ya, es el que aparecerá en Horizonte del liberalismo, donde Zambrano -al igual que hiciera Díaz Fernández desde una perspectiva más literaria y cultural- cree dar las señas de identidad de una nueva generación que decididamente abre a España -siempre coadyuvando al momento histórico emergente- a un porvenir en que el liberalismo ha de ser tan profundamente modificado en sus dos ejes esenciales -el económico y cultural- que, en realidad, se presenta como la tercera revolución pendiente. Revolución que, aunque no se propugne como «catastrófica», es la que únicamente puede hacer que se satisfagan las dos ineludibles exigencias de estos tiempos de crisis: la justicia social plena -que le lleva a renunciar, como tal, al capitalismo- y la libertad cultural. Hasta ese momento, pues, la andadura universitaria, pedagógico-social y claramente política de Zambrano es, pues, muy nítida. Y se acompasa a los rumbos prorrepublicanos, progresistas, y es cierto, un tanto populistas que precisamente hacen su eclosión entre 1929 y 1931” (o.c., pp. 145-146).

[20] O.c., p. 59.

[21] “Que nuestro vivir tenga un centro y muchas dimensiones: las tres clásicas -conocer, sentir y obrar-, tres coordenadas, que fijan la vida, y otras nuevas, insospechadas, que engendra el espíritu, máximo aparato de sorpresas”. Esto escribe ya María Zambrano en un artículo de 1928 (cf. Moreno Sanz, o.c., p. 40).

[22] O.c., p. 146. Permítasenos aquí incluir dos citas, algo extensas pero muy enjundiosas, de Jesús Moreno a propósito de la temática de este primer libro publicado por Zambrano:

     “La misma [razón racionalista] que ha hecho del «liberalismo» un agente de dominación económico y social, de «fijaciones» sólo en favor de ciertas clases sociales, de ciertos privilegios. Por eso hay que liberar al «liberalismo» de su excluyente «racionalismo» agotador, imperial, escisor y privilegiado, y él mismo agotado ya en un franco nihilismo, en su incapacidad de ofrecer soluciones a las aporías, a la encrucijada de contradicciones -a la «crisis»- a que se ha conducido. Llegando, así, a un detenido, fijado, laberinto donde libertad y cultura chocan, sin posible salida, con igualdad y con las puras «necesidades» económicas. Por ello, es necesario un «nuevo liberalismo» que asuma, de conjunto y sin escisiones, sus propios máximos postulados de libertad, igualdad, fraternidad y sus irrenunciables propuestas de «los inalienables derechos del hombre». Por ello, nacen juntas en Zambrano la razón genética, creadora, razón «continua» (como la misma «divina creación») y razón política, liberadora, reinventora, elástica razón que ofrezca cauces reales, plenamente democráticos, para el continuado nacimiento de las potencialidades del ser humano, a quien las «fijaciones» del racionalismo quieren obligar -se diría- a nacer antes de tiempo, y hacerlo conforme a las pautas e intereses de un «orden» abstracto, espectral para la mayoría de esos hombres, sumamente trágico” (o.c., p. 167).

     “Por el momento, constatemos solamente que, para la joven María Zambrano, el liberalismo, y sus innegables -e irrenunciables- méritos y logros, nació en conflicto con la misma liberación que propugnaba. Sembrado de contradicciones («la contradicción -dirá Zambrano- parece ser su esencia»), recluyendo al hombre en una aséptica y absoluta razón sin cauces reales para las reales pasiones humanas, su mismo pragmatismo se convertirá en ciego y su técnica útil y su saber en razón de dominación. Un «anarquismo ordenado» que, de una parte, dejará al individuo suelto, sin real comunidad, como «único», y de otra, escindiendo radicalmente a la misma sociedad, disgregada en todos los ámbitos, en una aristocracia-vanguardia dominante y un gran cuerpo social -la «masa»- injustamente apartado del mínimo bienestar: «en el gran cuerpo social inmensas zonas quedarán vírgenes; en barbecho de todos los beneficios liberales como si éstos no hubieran ‘sido formulados’». En suma dejaba el liberalismo al hombre concreto y real desconexionado de esta vida en todos sus órdenes, a más de haberle desconexionado del Universo y de Dios. Infiel no ya sólo para con la raíz religiosa de que había dimanado su mismo nuclear concepto de la «libertad», sino también con el porvenir del mundo que él parecía abrir. Abrió decididamente, sí, la crisis permanente que abocaría al mundo occidental a una vertiginosa carrera de instrumentación, dominación y contradicciones que parecían dejar sin horizonte, como si ya se hubiese acabado la historia en su vértigo infernal: «El horizonte político del mundo parece haberse cerrado; los manantiales de la historia se han agotado ya»” (o.c., p. 175).

[23] Moreno Sanz, J.: o.c., p. 27.

[24] Zambrano, Mª.: Persona y democracia, Siruela, Madrid, 1996, p. 204.

[25] Cf. Moreno Sanz, o.c., p. 171.

[26] “Haciéndonos eco de sus finales palabras del prólogo de 1987 Persona y democracia, diríamos que toda la filosofía de Zambrano significa la impávida esperanza que no se rinde, que resiste incluso a los más terribles de sus análisis, desciframientos y pronósticos sobre la historia, el hombre, sus culturas, la política, o el pensar mismo” (o.c., nota 501, p. 191). Las palabras del prólogo a las que alude Jesús Moreno son estas: “que un triunfo glorioso de la Vida en este pequeño lugar se dé nuevamente”.

[27] O.c., p. 152.