¿Cabe la magia en el pensamiento? A propósito de la astrología y el pensamiento crítico
Cristo representado en el centro de la rueda del zodiaco.
Manuscrito del siglo XI
Biblioteca Nacional de París
Escribe un excelente filósofo español, al que admiro, refiriéndose a la necesidad de ejercitar el pensamiento crítico, que la astrología es una superstición, “un conjunto de creencias que pretende conocer y predecir el destino de las personas y con ese conocimiento pronosticar los sucesos futuros”. Poco después indica con razón que “los científicos no reconocen ningún valor de conocimiento” a tales predicciones.
Por pensamiento crítico entiende el que “nos sirve para averiguar si lo que pensamos o lo que nos dicen es verdadero o justo”, proponiendo dos sencillas normas para su aplicación: preguntarnos cómo sabemos algo, o cómo pretende alguien saber cualquier cosa y, además, preguntarnos si sucede siempre así, sin excepciones, aquello que pretendemos (o pretende alguien) sostener.
Estas ideas las propone, el profesor y escritor, en un libro de texto muy recomendable, dirigido a alumnos de segundo y tercero de la E.S.O.
Es seguramente bien cierto que la astrología poco o nada tiene que ver con el pensamiento lógico, con lo que, sobre todo en los tres últimos siglos, hemos entendido por racionalidad. La astrología no es una ciencia. Por eso nos llama la atención que un científico, un intelectual de la talla de Carl Gustav Jung, el principal discípulo de Freud, la utilizara, junto a la alquimia o el I Ching de la antigua China, para su intento de comprensión integral del ser humano, llegando incluso a utilizar (para la posible correlación entre datos astrológicos y hechos o rasgos de personalidad) el método estadístico.
¿Hay algo en la astrología que nos parece fascinante, irrenunciable? ¿Por qué, negándole credibilidad racional, nos interesamos por ella? ¿Es posible que buena parte de la humanidad haya estado engañándose al respecto durante tantos siglos? ¿La única manera de tener acceso al conocimiento de la realidad es con el método científico? ¿Sólo es verdadero y real lo experimentable, matematizable o demostrable? ¿Es el ser humano, o debe ser, sólo o ante todo “razón”? ¿Tienen las creencias, en el caso de ser sólo “creencias”, algún valor cognoscitivo?
Demasiadas preguntas. Demasiadas y no fáciles de responder.
Incluso los mejores y más sensatos defensores de una genuina racionalidad tienen sus principios, sus supuestos, ¿sus prejuicios? Esto es, también son humanos e hijos de un tiempo, de una época. Decía Ortega que todo momento histórico es capaz de ver unas cosas y es más bien ciego para otras. Esto es, también él tiene “perspectiva”, ve de sesgo. ¿Cuál será acaso hoy nuestra ceguera?
La astrología, mejor, el lenguaje simbólico que estructura y organiza, refleja una peculiar sensibilidad, una diferente manera de estar en el mundo. No tiene por qué pretender desentrañar “el destino” o empeñarse en predicciones. Considera, tal vez ingenuamente, una interconexión del hombre con la naturaleza, con el cosmos, con los animales y los minerales, con las estrellas. ¿Acaso no estamos hechos de estrellas, como decía Carl Sagan?
Hubo un tiempo fascinante, una época cercana y ya lejana, el Renacimiento, en el que convivieron dos maneras diferentes de ver el mundo: la de la nueva física matemática (Galileo) y la del pensamiento mágico-hermético (Paracelso). Y hubo personas que supieron, si no conciliarlas, al menos ejercerlas sin exclusión: por ejemplo, Johannes Kepler, quien además de leyes astronómicas levantaba horóscopos para los príncipes.
Determinadas formas de pensamiento, hoy consideradas marginales (si es que se las considera “pensamiento”) fueron otrora consideradas centrales; tal vez cuando el ser humano tenía una clara sensación de habitar un centro, de referirse a un principio, de tener una clara orientación o una meta. “Seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco”, pedía el viejo y sabio Aristóteles. Y, a propósito de nuestro tema, otro eminente aristotélico, Santo Tomás de Aquino, afirmaba en su Suma Teológica que “los astros inclinan, pero no obligan”. Él tuvo un maestro, San Alberto Magno, versado en las artes antiguas. Él, el patrón de los químicos. Y no hablemos de Newton, probablemente el mayor científico de la historia, y su larga dedicación (al parecer al menos los últimos 20 años de su vida) a la alquimia y a las profecías, según han puesto de manifiesto documentos al fin dados a conocer.
Pero hay cosas no ya “políticamente incorrectas”, sino también incorrectas para otros poderes. Hay, diremos no sin ironía, lo que se puede pensar y lo que está vedado al pensamiento en la actualidad. Las llamadas “ortodoxias”, al parecer, son siempre dominantes y un tanto excluyentes.
Nosotros preferimos la perplejidad, la duda, la posibilidad, los caminos perdidos tanto como los horizontes abiertos. La afirmación velada del misterio. Preferimos también pensar que los antiguos (el llamado por los filósofos, no sé si despectivamente, “pensamiento arcaico”) no eran tan ignorantes; que no tenemos nosotros solos todas las respuestas, ni todas las soluciones para nuestro mundo. Por cierto, “arcaico” viene de “arjé”: principio, origen, fuente, poder de dirigir y gobernar, de dar sentido y finalidad. Con el arjé, con el pensamiento acerca del arjé, empieza la filosofía en Grecia: los extraordinarios Presocráticos.
Ejercitemos el pensamiento crítico frente a todas las mixtificaciones, todas las simplificaciones, todos los reduccionismos. Abramos la mente y sepamos dialogar. Rechacemos todos los sectarismos y todas las imposiciones. No nos creamos el ombligo del mundo, no pequemos de etnocentrismo, tampoco del cultural. Una nueva forma de conciencia es acaso posible. Que sea inclusiva sin rebajarse, no excluyente. Nos parece que nuestro tiempo la necesita.
La astrología, decía un amigo mío conocedor del tema, es para espíritus fuertes. Esto es, para personas capaces de luchar por su libertad, incluso conociendo los factores que les limitan. Claro que se corre con ella el riesgo, sobre todo si se la malinterpreta o deforma, de caer en algún tipo de obsesión o fanatismo. Pero también cabe considerarla como una ayuda para el autoconocimiento, para no reprimir zonas inconscientes -pero operantes- de nuestro ser, de nuestra personalidad: para trazar los rasgos básicos de nuestro temperamento, confrontándolos y juntándolos con lo que nos enseña la psicología. Psicología moderna (científica) y psicología primitiva (astrología) pueden ir de la mano. “Nada de lo real debe ser humillado”, solía escribir María Zambrano. Para que el ser humano vuelva a formar parte significativa del mundo, se vea como un pequeño universo y tengan pleno sentido hasta el día, la hora, el lugar de nacimiento, así como la posición que ocupaban las potencias celestes, los dioses de la mitología, los planetas de nuestro sistema, las constelaciones, el libro mudo del cielo, tan inevitablemente elocuente.
Mas para ello hace falta un poco de magia, de encanto para este desencantado mundo que describiera Max Weber. Si la magia no es un mal invento, ya forma parte de nuestras entrañas, está también inscrita en la realidad, lo queramos o no, no es posible que desaparezca. (Tengamos en cuenta el lugar central que ocupaba la magia en la antigua y magnífica civilización egipcia). Conviene, eso sí, ayudarla en su ambigüedad, sacar de ella sólo sus mejores posibilidades, convertirla en una aliada para el pleno desarrollo de la libertad y la realización personales. Quizás tal cosa esté al alcance de los sabios, aquellos que incluso lleguen a dominar los astros, según la vieja sentencia.
Esto, solamente esto, queremos reivindicar: la prudencia y la sabiduría teñidas siempre de inequívoca humanidad. El pensamiento cordial, la mirada del corazón (y la sensibilidad tanto para los símbolos naturales como para los arquetipos culturales, que forman parte también de nuestra historia). Desde aquí siempre podemos entendernos, más acá o más allá de nuestros muchos saberes, de nuestras pocas o muchas lagunas o limitaciones. Mas se requiere, siempre y para todos, humildad y generosidad intelectuales, constancia y sutileza, curiosidad infinita e ilimitadas ganas de aprender. Aplicar bien la máxima socrática y desconfiar un poco de nosotros mismos, de nuestras propias certezas. Así el diálogo puede ser de veras fructífero, ser como una llama que encienda otra llama; así el conocimiento puede convertirse en un nuevo nacimiento, una creación continua, una inspiración constante de la vida.