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Boehmiano. En pos de la sabiduría, como arte de vivir

Filosofía y teosofía

¿Cabe la magia en el pensamiento? A propósito de la astrología y el pensamiento crítico

¿Cabe la magia en el pensamiento?  A propósito de la astrología y el pensamiento crítico

Cristo representado en el centro de la rueda del zodiaco.

Manuscrito del siglo XI

Biblioteca Nacional de París

 

Escribe un excelente filósofo español, al que admiro, refiriéndose a la necesidad de ejercitar el pensamiento crítico, que la astrología es una superstición, “un conjunto de creencias que pretende conocer y predecir el destino de las personas y con ese conocimiento pronosticar los sucesos futuros”. Poco después indica con razón que “los científicos no reconocen ningún valor de conocimiento” a tales predicciones.

 

Por pensamiento crítico entiende el que “nos sirve para averiguar si lo que pensamos o lo que nos dicen es verdadero o justo”, proponiendo dos sencillas normas para su aplicación: preguntarnos cómo sabemos algo, o cómo pretende alguien saber cualquier cosa y, además, preguntarnos si sucede siempre así, sin excepciones, aquello que pretendemos (o pretende alguien) sostener.

 

Estas ideas las propone, el profesor y escritor, en un libro de texto muy recomendable, dirigido a alumnos de segundo y tercero de la E.S.O.

 

Es seguramente bien cierto que la astrología poco o nada tiene que ver con el pensamiento lógico, con lo que, sobre todo en los tres últimos siglos, hemos entendido por racionalidad. La astrología no es una ciencia. Por eso nos llama la atención que un científico, un intelectual de la talla de Carl Gustav Jung, el principal discípulo de Freud, la utilizara, junto a la alquimia o el I Ching de la antigua China, para su intento de comprensión integral del ser humano, llegando incluso a utilizar (para la posible correlación entre datos astrológicos y hechos o rasgos de personalidad) el método estadístico.

 

¿Hay algo en la astrología que nos parece fascinante, irrenunciable? ¿Por qué, negándole credibilidad racional, nos interesamos por ella? ¿Es posible que buena parte de la humanidad haya estado engañándose al respecto durante tantos siglos? ¿La única manera de tener acceso al conocimiento de la realidad es con el método científico? ¿Sólo es verdadero y real lo experimentable, matematizable o demostrable? ¿Es el ser humano, o debe ser, sólo o ante todo “razón”? ¿Tienen las creencias, en el caso de ser sólo “creencias”, algún valor cognoscitivo?

 

Demasiadas preguntas. Demasiadas y no fáciles de responder.

 

Incluso los mejores y más sensatos defensores de una genuina racionalidad tienen sus principios, sus supuestos, ¿sus prejuicios? Esto es, también son humanos e hijos de un tiempo, de una época. Decía Ortega que todo momento histórico es capaz de ver unas cosas y es más bien ciego para otras. Esto es, también él tiene “perspectiva”, ve de sesgo. ¿Cuál será acaso hoy nuestra ceguera?

 

La astrología, mejor, el lenguaje simbólico que estructura y organiza, refleja una peculiar sensibilidad, una diferente manera de estar en el mundo. No tiene por qué pretender desentrañar “el destino” o empeñarse en predicciones. Considera, tal vez ingenuamente, una interconexión del hombre con la naturaleza, con el cosmos, con los animales y los minerales, con las estrellas. ¿Acaso no estamos hechos de estrellas, como decía Carl Sagan?

 

Hubo un tiempo fascinante, una época cercana y ya lejana, el Renacimiento, en el que convivieron dos maneras diferentes de ver el mundo: la de la nueva física matemática (Galileo) y la del pensamiento mágico-hermético (Paracelso). Y hubo personas que supieron, si no conciliarlas, al menos ejercerlas sin exclusión: por ejemplo, Johannes Kepler, quien además de leyes astronómicas levantaba horóscopos para los príncipes.

 

Determinadas formas de pensamiento, hoy consideradas marginales (si es que se las considera “pensamiento”) fueron otrora consideradas centrales; tal vez cuando el ser humano tenía una clara sensación de habitar un centro, de referirse a un principio, de tener una clara orientación o una meta. “Seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco”, pedía el viejo y sabio Aristóteles. Y, a propósito de nuestro tema, otro eminente aristotélico, Santo Tomás de Aquino, afirmaba en su Suma Teológica que “los astros inclinan, pero no obligan”. Él tuvo un maestro, San Alberto Magno, versado en las artes antiguas. Él, el patrón de los químicos. Y no hablemos de Newton, probablemente el mayor científico de la historia, y su larga dedicación (al parecer al menos los últimos 20 años de su vida) a la alquimia y a las profecías, según han puesto de manifiesto documentos al fin dados a conocer.

 

Pero hay cosas no ya “políticamente incorrectas”, sino también incorrectas para otros poderes. Hay, diremos no sin ironía, lo que se puede pensar y lo que está vedado al pensamiento en la actualidad. Las llamadas “ortodoxias”, al parecer, son siempre dominantes y un tanto excluyentes.

 

Nosotros preferimos la perplejidad, la duda, la posibilidad, los caminos perdidos tanto como los horizontes abiertos. La afirmación velada del misterio. Preferimos también pensar que los antiguos (el llamado por los filósofos, no sé si despectivamente, “pensamiento arcaico”) no eran tan ignorantes; que no tenemos nosotros solos todas las respuestas, ni todas las soluciones para nuestro mundo. Por cierto, “arcaico” viene de “arjé”: principio, origen, fuente, poder de dirigir y gobernar, de dar sentido y finalidad. Con el arjé, con el pensamiento acerca del arjé, empieza la filosofía en Grecia: los extraordinarios Presocráticos.

 

Ejercitemos el pensamiento crítico frente a todas las mixtificaciones, todas las simplificaciones, todos los reduccionismos. Abramos la mente y sepamos dialogar. Rechacemos todos los sectarismos y todas las imposiciones. No nos creamos el ombligo del mundo, no pequemos de etnocentrismo, tampoco del cultural. Una nueva forma de conciencia es acaso posible. Que sea inclusiva sin rebajarse, no excluyente. Nos parece que nuestro tiempo la necesita.

 

La astrología, decía un amigo mío conocedor del tema, es para espíritus fuertes. Esto es, para personas capaces de luchar por su libertad, incluso conociendo los factores que les limitan. Claro que se corre con ella el riesgo, sobre todo si se la malinterpreta o deforma, de caer en algún tipo de obsesión o fanatismo. Pero también cabe considerarla como una ayuda para el autoconocimiento, para no reprimir zonas inconscientes -pero operantes- de nuestro ser, de nuestra personalidad: para trazar los rasgos básicos de nuestro temperamento, confrontándolos y juntándolos con lo que nos enseña la psicología. Psicología moderna (científica) y psicología primitiva (astrología) pueden ir de la mano. “Nada de lo real debe ser humillado”, solía escribir María Zambrano. Para que el ser humano vuelva a formar parte significativa del mundo, se vea como un pequeño universo y tengan pleno sentido hasta el día, la hora, el lugar de nacimiento, así como la posición que ocupaban las potencias celestes, los dioses de la mitología, los planetas de nuestro sistema, las constelaciones, el libro mudo del cielo, tan inevitablemente elocuente.

 

Mas para ello hace falta un poco de magia, de encanto para este desencantado mundo que describiera Max Weber. Si la magia no es un mal invento, ya forma parte de nuestras entrañas, está también inscrita en la realidad, lo queramos o no, no es posible que desaparezca. (Tengamos en cuenta el lugar central que ocupaba la magia en la antigua y magnífica civilización egipcia). Conviene, eso sí, ayudarla en su ambigüedad, sacar de ella sólo sus mejores posibilidades, convertirla en una aliada para el pleno desarrollo de la libertad y la realización personales. Quizás tal cosa esté al alcance de los sabios, aquellos que incluso lleguen a dominar los astros, según la vieja sentencia.

 

Esto, solamente esto, queremos reivindicar: la prudencia y la sabiduría teñidas siempre de inequívoca humanidad. El pensamiento cordial, la mirada del corazón (y la sensibilidad tanto para los símbolos naturales como para los arquetipos culturales, que forman parte también de nuestra historia). Desde aquí siempre podemos entendernos, más acá o más allá de nuestros muchos saberes, de nuestras pocas o muchas lagunas o limitaciones. Mas se requiere, siempre y para todos, humildad y generosidad intelectuales, constancia y sutileza, curiosidad infinita e ilimitadas ganas de aprender. Aplicar bien la máxima socrática y desconfiar un poco de nosotros mismos, de nuestras propias certezas. Así el diálogo puede ser de veras fructífero, ser como una llama que encienda otra llama; así el conocimiento puede convertirse en un nuevo nacimiento, una creación continua, una inspiración constante de la vida.

 

 

 

¿Todo es uno?

No sin ciertas dudas recupero aquí un antiguo escrito mío sobre la presunta unidad de todo, sobre el problema del mal y sobre Heráclito. Hoy creo que lo escribiría de otra manera, pero suscribiendo lo esencial. Tiene claro sabor cristiano y puede ser leído, me parece, también con otros matices y desde otras sensibilidades. Es crítico, eso sí, con cierta forma de gnosis o con cierta manera de entender la gnosis. Está dedicado a mi hijo Manuel, cuando cumplió su segunda semana de vida, y confío en que sirva un poco para plantear dudas o reflexiones sobre un tema tan difícil.

Para mí es también una manera de asumir mi pasado y de seguir pensando... Aquí va:

 

     En un artículo anterior de Sol Negro, sobre la sabiduría, comentaba la frase de Heráclito que afirma que “es sabio reconocer que todo es uno”[i]. Idea esta que es bastante común, con algunos matices, en pensadores u hombres de conocimiento de diversas tradiciones espirituales, intelectuales y más o menos gnósticas[ii].

     ¿Es eso verdad? ¿Todas las cosas son una? ¿Del Uno proviene todo y a él todo retorna? ¿Tiene razón Hegel, sin olvidar su dialéctica, por poner un ejemplo ilustre?[iii] ¿Es posible situarse más allá de la diferencia entre el bien y el mal (Nietzsche)?[iv].

     “Dios (o el Uno) es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, saciedad y hambre”, dice Heráclito (cf. frag. 67). Algunos se han atrevido a añadir: Luz y Sombra. Es el dualismo gnóstico, aunque pretenda hacer de esa dualidad una unidad.

     Continúa nuestro profundo filósofo: “Para Dios todas las cosas son hermosas, buenas y justas; pero los hombres consideran ciertas cosas justas y otras injustas” (fragmento 102).

     Este último fragmento puede ayudarnos para buscar la clave para una justa comprensión. Yo, pese a todo, tengo a Heráclito por bastante sabio y no estoy seguro de que sea “monista”, pero menos aún “panteísta”. No es fácil saberlo[v].

     De Dios como “coincidentia oppossitorum” (Nicolás de Cusa), de Dios desde un punto de vista filosófico, me gustaría escribir otro día (sólo alguien “un poco insensato” puede hacer tal cosa). Aquí nos ocupa este problema: ¿es verdad que “el Uno nace de todas las cosas y todas las cosas nacen del Uno”? (frag. 10). ¿Es verdad que todo está bien, como al parecer dijo Unamuno -y pudo, qué duda cabe, decirlo en muy otro sentido que compartiríamos-, momentos antes de morir?

     Sólo Dios lo sabe y sólo El puede decirlo. No espere el amable lector (paciente además con tanta nota al final) una respuesta mía a este interrogante.

     La “tentación” de la inteligencia que aún no ha retornado al origen es reducirlo “todo” a la “unidad” del concepto. Agarrar, coger, apretar y estrujar esa realidad-misterio, surgida del Centro que nos envuelve, que somos, en el que somos, pero con el que aún no nos hemos unido. Por cierto, que esta actitud tan “lógica” me parece solidaria del empeño moderno de conocer la naturaleza para dominarla, con el subsiguiente desencantamiento y deterioro del mundo.

     Quizás sea de algún modo cierto que para Dios todo esté bien, que el mal no exista como algo absoluto o, por decirlo de otra manera, que El no vea el mal. Dios no conocería el mal, si es verdad lo que dice Santo Tomás de Aquino: que Dios es lo que conoce[vi]. Pero estas afirmaciones, al situarse en el ámbito de la teología afirmativa (lo que “puede” decirse de Dios), deben ser trascendidas: es más profunda la teología negativa (la que concibe a Dios como “Nada”, “Abismo”, “Sobre-ser”; distinto de todo cuanto existe, aun cuando haya un misterioso vínculo entre Creador y Creación). Incluso la propia pareja “teología afirmativa-teología negativa” debe ser trascendida.

     La razón nos pone en estos aprietos. Consecuencia: desconfiar de la razón como instancia última. Confiar más bien en el Intelecto, una Luz más transparente, más cálida, más cordial y espiritual, una intuición “inocente”, pura, pues que ve sólo aquello que ha nacido en ella, aquello que le ha sido dado y, sobre todo y en modo perfecto, aquello que es. Sería precisa aquí una especie de “castidad ontológica” referida al conocimiento: no querer “tocarlo todo”, manipularlo todo, “comprenderlo” todo. Y esto, paradoja, no es incompatible, sino todo lo contrario, con el deseo de sabiduría, de conocimiento pleno.

     En este mundo aún no vemos; no podemos ver ni aceptar que todo sea uno. A menos que pretendamos ser, no ya dioses, sino el mismo Dios “que todo lo juzga”. El hombre no es la medida de todas las cosas (Protágoras). Dios es la medida de todas las cosas (Platón).

     En este mundo sí podemos ver que todo tiene un sentido más alto, sobrenatural o divino, que apunta a un futuro nuevo. Por eso el mal, incluso el mal radical que es el de que hablamos, no posee plena entidad, no prevalecerá. Por eso también puede el santo amar a sus enemigos. ¿Dónde está el enemigo? ¿Quién es? Algo o alguien que ya, finalmente, no puede hacernos verdadero daño.

     Es, en efecto, cierto: omnia vincit veritas (la verdad vence a todo, todo lo puede). También lo es que Dios será todo (uno) en todas las cosas, como lo escribiera San Pablo.



[i]Cf. el frag. 50: El Logos nos hace reconocer que todo es uno.

     Heráclito de Éfeso, uno de los principales filósofos presocráticos. Tenía fama de oscuro, difícil de entender, pues a la profundidad de su pensamiento habría que añadir su afición a los símbolos (“El maestro cuyo oráculo está en Delfos no dice ni oculta nada, sino que solamente significa”, afirma el frag. 93). Como de los demás presocráticos, sólo conservamos fragmentos y citas de autores antiguos. Platón también aprendió con un discípulo de Heráclito (Cratilo), pero parece que prefirió la doctrina de Parménides y los Pitagóricos. Los fragmentos que se citen sueltos corresponden a este filósofo, según una numeración ya clásica.

[ii]De este modo, se trata de intentar superar intelectualmente toda dualidad. La inteligencia tiende a la unidad, como el propio ser humano. Pero la inteligencia también tiende a la muerte (lo dice Unamuno y lo vio Platón) y para llegar a la verdad, para llegar a la unidad, a la unión, hay que saber morir primero a sí mismo.

     Dice Tomás de Kempis: “Aquel para quien todas las cosas sean una sola cosa y todas las reduzca a una, y todo lo vea en una sola, podrá vivir con firmeza de corazón y permanecer en paz con Dios”.

     El problema de cierta gnosis, en mi opinión, radica en el modo como afirman que “el mal forma parte del orden del todo”, o incluso que en Dios hay un aspecto oscuro y maligno (así, en la cábala. Ver, por ejemplo, al respecto el interesante e inquietante estudio de G. Scholem: “El bien y el mal en la cábala”, publicado en Eranos Jahrbuch en 1961 y que forma parte del libro: “Arquetipos y símbolos colectivos. Círculo Eranos Y”, editorial Anthropos, 1994, pp. 97-133.

     Hay que hilar muy fino en todo esto para no hacer del mal o la caída algo necesario (esto último, aparece por ejemplo en algunos escritos de un autor tan importante para los estudios tradicionales como Frithjof Schuon).

     Por otra parte, hacer simétricos al bien y al mal no sólo no es hilar fino, sino mostrar una rudeza intelectual considerable.

[iii]Platón ya escribió con enorme convicción que Dios (el Uno) no es, como muchos creen, causa “de todas las cosas”, sino sólo de las cosas buenas y bellas. En la República puede leerse esto, justo antes de su crítica a Homero y otros poetas que transmitían los mitos.

     Hegel es demasiado complicado para despacharlo en una nota. Pero creo que en él aparecen claros estos aspectos gnósticos que rechazamos. Así, por ejemplo, en sus lecciones de Filosofía de la Historia, acaba justificando las guerras y la destrucción como algo necesario y aceptable racionalmente. Su racionalismo o intelectualismo exacerbado, que pretende estar por encima de todo y comprenderlo todo, me parece un tan ilustre como indeseable ejemplo del “prometeísmo filosófico” que yerra el camino o que no traza un camino del todo recto, que mezcla grandes verdades con algunos errores.

[iv]En Nietzsche el problema es otro: su incomprensión del cristianismo, al no saber o querer disociarlo de sus formas decadentes (moral puritana, burguesa, etc.), le lleva a una visión del mundo y de la vida más o menos rica, pero en la que ambos -mundo y vida- quedan reducidos a sí mismos. En Nietzsche me parece ver cómo el espíritu se enfrenta consigo mismo: spiritus contra spiritum. Recomiendo al lector los escritos de María Zambrano sobre este filósofo alemán (se encuentran, por ejemplo en “El hombre y lo divino”, ediciones de F.C.E. y Siruela).

[v]El panteísmo es, en apariencia, lo más parecido -pero, en el fondo y a mi entender, lo más alejado- a la verdad, que sería una unión sin confusión, última y sobrenatural, de Dios y el mundo. Si pudiésemos situarnos en el plano divino se resolvería el problema, pero aquí, en este mundo (y en estos tiempos) nuestra visión es más confusa.

[vi]Para Santo Tomás, en Dios todo es uno: no hay en El distinción real entre su ser, su esencia, su existencia o sus atributos: su ser es su conocer, así como son El mismo su voluntad o su acción creadora, el acto de crear el Universo, tanto lo manifestado como lo no manifestado.

 

 

La religión del Amor en Ibn Arabî

 

 

            Citamos a continuación un párrafo de Henri Corbin, extraído de su precioso libro La imaginación creadora en el sufismo de Ibn ’Arabî, editado por Destino, en Barcelona, febrero de 2003. La traducción, excelente, es de Agustín López y María Tabuyo.

            Íbamos a citar sólo el célebre fragmento del Diván, que aparece aquí al final, para hacer de él un breve comentario, pero pensamos que así está mejor introducido. Que lo disfruten y lo entiendan los amables lectores. Aquí va:

 

                        “La vida en simpatía con los seres, capaz de dar una dimensión transcendente a su ser, a su belleza, a las formas de su creencia, es función de esta teopatía que hace del espiritual un ser de Compasión (un Rahmân), y que realiza por él este Compadecimiento divino (Nafas Rahmânî) cuyo significado es compasión del amor creador por ser simultáneamente pasión y acción. ¿Con qué imagen se presentan y pueden ser contemplados el tipo y el objeto de esta devotio sympathetica? ¿Qué modo de ser invita a realizar esta contemplación? Éste será el tema de la segunda parte de este estudio.  Pero podemos introducirlo ya indicando lo siguiente: es en el centro de su gran poema sofiánico, es decir, en ese Dîwân secretamente dominado en su totalidad por la figura que, en el curso de una estancia memorable en La Meca, se apareció a lbn’Arabî como figura de la Sabiduría o Sophia divina, donde brota la profesión de fe de un fiel de amor capaz de asumir toda la transcendencia que se abre a lo que está más allá de cada forma, porque su amor la transmuta en el resplandor de un «Fuego que no se consume ni le consume, pues su llama se alimenta de su nostalgia y de su búsqueda, indestructibles al fuego como la salamandra»:

 

 

«¡Oh maravilla!  Un jardín entre las llamas...

 

Mi corazón se ha hecho capaz de todas las formas.

 

Es pradera para las gacelas y monasterio para los monjes,

 

Templo para los ídolos y Ka’ba del peregrino,

 

Tablas de la Torá y Libro del Corán.

 

Profeso la religión del Amor y cualquier dirección

                   que tome su montura, el Amor es mi religión y mi fe»[1]

 

 

Comentario:

 

Sabiduría activa y pasiva que brota del amor. Verdadera y divina compasión o misericordia, sabedora de lo que es y fomenta verdadera unidad entre los seres.

Capacidad metafísica de trascender las formas, sin negarlas; de asumir en la propia búsqueda los anhelos y creencias ajenos, que no se sienten tales.

Verdadera “llama que consume y no da pena”, pues renace cada día, en cada instante.

Plenitud del corazón que ya no juzga, que suspende el juicio, que se sabe amado. Amor a los que aman, cualesquiera que pudieran ser sus limitaciones, que asumimos como propias de cierta manera.

Maravilla de la dilatación del corazón, que no controlamos; que no es mero efluvio sentimental, ni repudia el sentimiento.

Sabedores de algo esencial: el que de veras ama no hace daño, no peca, no obra mal... pues, ciertamente, ya ha nacido de Dios.

 



[1] O.c., pp. 160-161. El subrayado es nuestro.

 

 

Sobre la teosofía del zapatero de Görlitz

Como es mi primer artículo en un blog que acabo de iniciar, se lo dedicaré al filósofo del que he tomado mi nombre o pseudónimo: Jacob Böhme, el genial pensador-visionario alemán que vivió entre 1575 y 1624.

Bueno, no es el tipo de artículo que el teósofo se merecería, pero por algo se empieza.

 

Filósofo alemán nacido en Altseidenberg, en el distrito de Görlitz, junto a la frontera de Boehmia. Llamado por Hegel el ''filósofo teutónico'', su ''teosofía'' tuvo importante influencia en la filosofía del romanticismo alemán; no es de desdeñar su influencia en países como Inglaterra, Holanda y Francia.

Autor de difícil lectura, por emplear un lenguaje más simbólico y figurativo que puramente conceptual, es poco y mal conocido en el ámbito hispanoamericano, entre otras cosas por las deplorables traducciones en que se han vertido algunas de sus obras. En seguida hay que decir que constituye una honrosa excepción a esto que decimos la traducción de Agustín Andréu del primer libro de Böhme, ''Aurora'', realizada en la editorial Alfaguara en 1979. El único libro, que conozcamos, en español lo escribió el profesor Isidoro Reguera. Se trata de un libro original, documentado, bien escrito y muy sugerente por la pasión e inteligencia que el autor pone en su trabajo; sin duda constituye un punto de vista personal, discutible en algunas interpretaciones, pero valioso.

Entre las principales obras de Boehme, además de ''Aurora'', podemos citar: ''Sobre los tres principios de la esencia divina'', ''La triple vida del hombre'', ''Misterium magnum'', ''De signatura rerum'' o ''El camino hacia Cristo''.

Como toda ''teosofía'', Böehme intenta ahondar en el conocimiento de Dios a la luz de una inteligencia superior, iluminada o inspirada. Cristiano sincero, se apoya en la Escritura, pero no separa a Dios de la naturaleza, donde encuentra un reflejo de lo que llamará la ''naturaleza eterna'' o primera ''emanación'' o manifestación de Dios.

De alguna manera ''Dios'' (que no la ''pura divinidad'' o ''Nada'' -esto es importante-) se hace creatural y toma cuerpo en la naturaleza creada, pues todo lo que existe ha surgido de los 7 ''espíritus manantiales'' de Dios.

Y en todo lo creado operan dos fuerzas contrarias, cólerica una, dulce y luminosa la otra. De esa lucha incesante se genera la vida, más o menos al modo heracliteano. Y esa lucha plantea en nosotros la elección decisiva.

Qué duda cabe de que uno de los problemas esenciales de esta filosofía o ''teosofía'' es el del origen del mal, problema que agobió al joven filósofo zapatero, sumido en depresiones hasta que tuvo una célebre visión en el año 1600: vislumbró en el reflejo de la luz en el fondo de una vasija de estaño el centro o fondo de la naturaleza y dijo aprender más en esos instantes que en años de estudio en universidades. Doce años necesito para asimilar y expresar por escrito la experiencia originaria.

Especialmente preocupado por defender la libertad humana, frente a la doctrina de la predestinación, por ver a Dios en la naturaleza y no en los libros, por la regeneración espiritual e integral del hombre, fue considerado hereje ya en su tiempo por los luteranos pero tuvo discípulos entre personas influyentes o acomodadas y no cesó de censurar a su modo a la que llamaba iglesia del Anticristo.

Hombre de pocos estudios pero que leyó a Paracelso y Schwenckfeld, cristiano piadoso y sincero, aficionado a la alquimia y la cábala, con un estilo torrencial no apto para lógicos ni analistas del lenguaje ordinario, visionario, el ''filósofo zapatero'', realizando el oficio que según la tradición también fuera el de Enoc, constituye un reto y un enigma para la historia de las ideas y es de indudable atractivo, pese a su dificultad, para todos los que busquen recuperar la palabra perdida, acaso aquel ''lenguaje natural'' que nos permita el acceso al corazón de las cosas.