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Boehmiano. En pos de la sabiduría, como arte de vivir

Verdad y perspectiva, en El Espectador, de Ortega

El prospecto de El Espectador me ha valido numerosas cartas llenas de afecto, de interés, de curiosidad. Una de ellas concluye: “Pero siento que se dedique usted exclusivamente a ser espectador”.

Me urge tranquilizar a este amigo lejano, y para ello tengo que indicar algo de lo que yo pienso bajo el título de El Espectador. La integridad de los pensamientos tras esa palabra emboscados sólo puede desenvolverse en la vida misma de la obra.

Vuelva a la tranquilidad este lejano amigo que me escribe, y para el cual -¡gracias le sean dadas!- no es por completo indiferente lo que yo haga o deje de hacer: la vida española nos obliga, queramos o no, a la acción política. El inmediato porvenir, tiempo de sociales hervores, nos forzará a ella con mayor violencia. Precisamente por eso yo necesito acotar una parte de mí mismo para la contemplación. Y esto que me acontece, acontece a todos. Desde hace medio siglo, en España y fuera de España, la política -es decir, la supeditación de la teoría a la utilidad- ha invadido por completo el espíritu. La expresión extrema de ello puede hallarse en esa filosofía pragmatista que descubre la esencia de la verdad, de lo teórico por excelencia, en lo práctico, en lo útil. De tal suerte, queda reducido el pensamiento a la operación de buscar buenos medíos para los fines, sin preocuparse de éstos. He ahí la política: pensar utilitario.

La pasada centuria se ha afanado harto exclusivamente en allegar instrumentos: ha sido una cultura de medios. La guerra ha sorprendido al europeo sin nociones claras sobre las cuestiones últimas, aquellas que sólo puede aclarar un pensamiento puro e inútil. Nada más natural que, reaccionando contra ese exclusivismo, postulemos ahora frente a una cultura de medios una cultura de postrimerías.

Situada en su rango de actividad espiritual secundaria, la política o pensamiento de lo útil es una saludable fuerza de que no podemos prescindir. Si se me invita a escoger entre el comerciante y el bohemio, me quedo sin ninguno de los dos. Mas cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo, La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira.

De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Los he buscado cerca y lejos, entre los artistas y entre los labradores, entre los ingenuos y los "sabios". Como Ibn-Batuta, he tomado el palo del peregrino y hecho vía por el mundo en busca, como él, de los santos de la tierra, de los hombres de alma especular y serena que reciben la pura reflexión del ser de las cosas. ¡Y he hallado tan pocos, tan pocos, que me ahogo!

Sí: congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas sólo a usar de las cosas como  les conviene. Política se hace en las academias y en las escuelas, en un libro de versos y en el libro de historia, en el gesto rígido del hombre  moral y en el gesto frívolo del libertino, en el salón de las damas y en  la celda del monje. Muy especialmente se hace política en los laboratorios: el químico y el histólogo llevan a sus experimentos un  secreto interés electoral. En fin, cierto día, ante uno de los libros más abstractos y más ilustres que han aparecido en Europa desde hace treinta años, oí decir en su lengua al autor: Yo soy ante todo un político. Aquel  hombre había compuesto una obra sobre el método infinitesimal contra el  partido militarista triunfante en su patria.

Hace falta, pues, afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el  derecho de la verdad.

En El libro de los Estados decía don Juan Manuel: "Todos los Estados del mundo se encierran en tres: al uno llaman defensores, et al otro oradores,  et al otro labradores". ¡Perdón, Infante; el mundo así resultaría incompleto! Yo pido en él un margen para el estado que llaman de los espectadores. El nombre goza de famosa genealogía: lo encontró Platón. En su República concede una misión especial a lo que él denomina filoqeamoneV -amigos de mirar; son los especulativos, y al frente de ellos los filósofos, los teorizadores-, que quiere decir los contemplativos.

El Espectador tiene, en consecuencia, una primera intención: elevar un reducto contra la política para mí y para los que compartan mi voluntad de pura visión, de teoría.

El escritor, para condensar su esfuerzo, necesita de un público, como el licor de la copa en que se vierte. Por esto es El Espectador la conmovida apelación a un público de amigos de mirar, de lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive. Lectores meditabundos que se complazcan en perseguir la fisonomía de los objetos en toda su delicada, compleja estructura. Lectores sin prisa, advertidos de que toda opinión justa es larga de expresar. Lectores que al leer repiensen por sí mismos los temas sobre que han leído. Lectores que no exijan ser convencidos, pero, a la vez, se hallen dispuestos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito. Lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico. En suma: lectores incapaces de oír un sermón, de apasionarse en un mitin y juzgar de personas y cosas en una tertulia de café.

A hombres y mujeres de tan rara índole se dirige El Espectador, que es un libro escrito en voz baja.

Suele, con Goethe, oponerse la gris teoría a la vida, al palpitante arco iris de la existencia. No discutiré ahora cuál sea el verdadero sentido de tal oposición[1]. Pero he de prevenir una mala inteligencia. Cuando leo que Aristóteles hace consistir la beatitud, esto es, la vida perfecta, en el ejercicio teórico, en el pensar, siento que dentro de mí la irritación perfora el respeto hacia el Estagirita. Me parece excesivamente casual que Dios, símbolo de todo movimiento cósmico, resulte un ser ocupado en pensar sobre el pensar. Este afán de divinizar el oficio y el menester que cumplimos sobre la Tierra, este prurito de no contentarse cada cual con lo que es, si esto que es no parece lo mejor y sumo, se me antoja un resto de política que perdura hasta en las más altas dialécticas. Aristóteles quiere hacer de Dios un profesor de filosofía en superlativo.

Yo ando muy lejos de pretender semejante cosa. No asevero que la actitud teórica sea la suprema; que debamos primero filosofar, y luego, si hay caso, vivir. Más bien creo lo contrarío. Lo único que afirmo es que sobre la vida espontánea debe abrir, de cuando en cuando, su clara pupila la teoría, y que entonces, al hacer teoría ha de hacerse con toda pureza, con toda tragedia. El mal -dice Platón- viene a las repúblicas de que no hace cada cual lo suyo. Esto es lo decisivo: ta eautou prattein. Me parece admirable, por ejemplo, que Don Juan deje resbalar su corazón sobre la múltiple feminidad. Lo que me enoja es que Don Juan teorice el amor. ¡No: que haga lo suyo! Una mujer te espera: puede renovar su perpetua aventura, dulce y amarga, en que se siembra la flor y nace la espina. Pero no se empeñe en conquistarnos la verdad con su empaque de gallo: sería inútil y además indecente.

Acentuar esta diferencia entre la contemplación y la vida -la vida, con su articulación política de intereses, deseos y conveniencias-, era necesario. Porque El Espectador lleva una segunda intención: él especula, mira- pero lo que quiere ver es la vida según fluye ante él.

Con razón se tachaba de gris la teoría, porque no se ocupaba más que de vagos, remotos y esquemáticos problemas. La historia de la ciencia del conocimiento nos muestra que la lógica, oscilando entre el escepticismo y el dogmatismo, ha solido partir siempre de esta errónea creencia: el punto de vista del individuo es falso. De aquí emanaban las dos opiniones contrapuestas: es así que no hay más punto de vista que el individual, luego no existe la verdad -escepticismo; es así que la verdad existe, luego ha de tomarse un punto de vista sobreindividual -racionalismo.

El Espectador intentará separarse igualmente de ambas soluciones, porque discrepa de la opinión donde se engendran. El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. Otra cosa es un artificio.

Leibniz dice: “Comme une même ville regardée de différents côtés parait toute autre et est comme multipliée perspectivement, il arrive de même, que par la multitude infinie des substances simples -es decir, de conciencias-, il y a comme autant de différents univers, qui ne sont pourtant que les perspectives d'un seul selon les différents points de vue de chaque monade”[2]. [“Igual que una misma ciudad parece del todo diferente mirada desde diferentes lados y está como multiplicada en perspectivas, sucede igual que, para la multitud infinita de las sustancias simples [mónadas; conciencias las llama Ortega], hay como otros tantos diferentes universos, que sin embargo no son sino las perspectivas de uno solo según los diferentes puntos de vista de cada mónada]. (Traducción mía).

La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces.

Desde este Escorial, rigoroso imperio de la piedra y la geometría, donde he asentado mi alma, veo en primer término el curvo brazo ciclópeo que extiende hacia Madrid la sierra de Guadarrama. El hombre de Segovia, desde su tierra roja, divisa la vertiente opuesta. ¿Tendría sentido que disputásemos los dos sobre cuál de ambas visiones es la verdadera? Ambas lo son ciertamente, y ciertamente por ser distintas. Si la sierra materna fuera una ficción o una abstracción o una alucinación, podrían coincidir la pupila del espectador segoviano y la mía. Pero la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista.

La verdad, lo real, el universo, la vida -como queráis llamarlo- se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, sí ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaría, lo que vi será un aspecto real del mundo.

Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mí pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituíbles, somos necesarios. "Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo humano" -dice Goethe-. Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles.

La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos. La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa vena del río, compongamos el torrente de lo real.

El chorro luminoso de la existencia pasa raudo: interceptemos su marcha con el prisma sensitivo de nuestra personalidad, y del otro lado, sobre el papel, sobre el libro, se proyectará un arco iris. Sólo de esta suerte se liberta la teoría de su tono en gris menor.

El Espectador mirará el panorama de la vida desde su corazón, como desde un promontorio. Quisiera hacer el ensayo de reproducir sin deformaciones su perspectiva particular. Lo que haya de noción clara irá como tal; pero irá también como ensueño lo que haya de ensueño. Porque una parte, una forma de lo real es lo imaginario, y en toda perspectiva completa hay un plano donde hacen su vida las cosas deseadas.

Voy, pues, a describir la vertiente que hacia mí envía la realidad. Si no es la más pintoresca, ¿tengo yo la culpa? Situado en El Escorial, claro es que toma para mí el mundo un semblante carpetovetónico.

Tal es la intención que me mueve. Como se advierte, excluye de una manera formal el deseo de imponer a nadie mis opiniones. Todo lo contrario: aspiro a contagiar a los demás para que sean fíeles cada cual a su perspectiva.

¿Servirá de algo a alguien El Espectador? No lo puedo asegurar; pero interpreto como buen augurio que su proyecto nació en una explosión de alegría impersonal, de confianza en el porvenir de los hombres. Antes y más allá del clarín que hacen resonar las batallas transitorias, los que hemos llegado al medio del camino de la vida habíamos percibido el tema de alborada que en su cuerno de caza modula el Destino. Pasaremos por horas de amargura individual y colectiva, pero en el fondo de nuestra conciencia hallamos como la seguridad de que, en suma, damos vista a una época mejor.

Entrevemos una edad más rica, más compleja, más sana, más noble, más quieta, con más ciencia y más religión y más placer -donde puedan desenvolverse mejor las diferencias personales e infinitas posibilidades de emoción se abran como alamedas donde circular.

Mas la sana esperanza parte de la voluntad como la flecha del arco. Esa edad mejor sazonada depende de nosotros, de nuestra generación. Tenemos el deber de presentir lo nuevo; tengamos también el valor de afirmarlo. Nada requiere tanta pureza y energía como esta misión. Porque dentro de nosotros se aferra lo viejo con todos sus privilegios de hábito, autoridad y ser concluso. Nuestras almas, como las vírgenes prudentes, necesitan vigilar con las lámparas encendidas y en actitud de inminencia. Lo viejo podemos encontrarlo dondequiera: en los libros, en las costumbres, en las palabras y los rostros de los demás. Pero lo nuevo, lo nuevo que hacia la vida viene, sólo podemos escrutarlo inclinando el oído pura y fielmente a los rumores de nuestro corazón. Escuchas de avanzada, en nuestro puesto se juntan el peligro y la gloria. Estamos entregados a nosotros mismos; nadie nos protege ni nos dirige. Si no tenemos confianza en nosotros, todo se habrá perdido. Si tenemos demasiada, no encontraremos cosa de provecho. Confiar, pues, sin fiarse. ¿Es esto posible? Yo no sé si es posible, pero veo que es necesario.

Hegel encontró una idea que refleja muy lindamente nuestra difícil situación, un imperativo que nos propone mezclar acertadamente la modestia y el orgullo: "Tened -dice- el valor de equivocaros".

Después de todo es el mismo principio que, según los biólogos recientes, gobierna los movimientos del infusorio en la gota de agua: Trial and error -ensayo y error.

1916. [El Espectador, tomo I, 1916].



[1] En algún número posterior aparecerá el ensayo Acción y contemplación, donde desarrollo el tema de las relaciones entre teoría y vida. La nueva biología ofrece material abundante para renovar este problema.

[2] Como ha de hablarse en estos tomos muy frecuentemente del perspectivismo, me importa advertir que nada tiene de común esta doctrina con lo que bajo el mismo nombre piensa Nietzsche en su obra póstuma La Voluntad de Poderío, ni con lo que, siguiéndole, ha sustentado Vaihinger en su libro, reciente La Filosofía del Como si. Es más, del párrafo transcrito de Leibniz apártese cuanto en él hay de referencias a un idealismo monadológico.

 

Un intento de hacer a Hegel algo más comprensible

Un intento de hacer a Hegel algo más comprensible

           Nos proponemos en pocas páginas trazar un esbozo comprensible de las ideas fundamentales de Hegel, sin duda uno de los filósofos más complicados de leer y entender. Esta inevitable simplificación quiere introducir y hacer de entrada más asequible (aun a riesgo de algunas imprecisiones) un pensamiento que luego puede ser completado y profundizado.

 

            Se trata sobre todo de comprender bien tres conceptos fundamentales: la realidad, el espíritu y la historia, los tres entendidos como procesos dialécticos.

 

            Introducción. Hegel como madurez de la filosofía occidental.

 

            La filosofía de Hegel supone la madurez del pensamiento occidental (o, cuanto menos, del pensamiento moderno). Madurez no quiere decir simplemente “cima”, pero sí “final” de una andadura. Es la culminación del racionalismo moderno, de la razón moderna, así como de una determinada manera de hacer metafísica. Después de Hegel, sintomáticamente, la metafísica como sistema de pensamiento que abarque y explique toda la realidad será algo raro, algo cada vez menos posible.

            Sabemos que Hegel intenta asimilar e incluir en su filosofía (eso sí, superada) toda la tradición, esto es toda la historia anterior de la filosofía. Pero, concretando más, se podría decir que él intenta hacer la síntesis del pensamiento griego y el pensamiento moderno. La filosofía griega pensó especialmente la naturaleza (physis), culminando en el concepto aristotélico de sustancia; la filosofía moderna, desde Descartes y en su línea de inspiración cristiana, se propuso comprender el espíritu, la conciencia, el sujeto del conocimiento. Pues bien, Hegel quiere pensar la síntesis de estos dos conceptos (su unión y no sólo su separación) de naturaleza y espíritu.

            Si queremos caracterizar de modo sencillo en qué consiste lo que distingue, según Hegel, la Naturaleza del Espíritu, nos encontramos con una fórmula simple. La naturaleza es eso que está ahí. Y el espíritu es esto que soy yo mismo. Naturaleza es, por tanto, estar ahí; como diría Hegel ser en sí. Espíritu es ser para mí, ser para sí, mismidad.

            Pensar la síntesis de naturaleza y espíritu quiere decir también pensar la unión entre realidad y conciencia, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo exterior y lo interior, entre sentidos y razón. En suma, entre lo finito y lo infinito, entre Dios y el mundo, entre el Creador y su creación.

 

            La dialéctica como unión y superación de los contrarios.

 

            Para pensar y comprender la unión de los contrarios se hace necesario, según Hegel, un nuevo tipo de pensamiento, se hace necesaria una nueva lógica: no ya la lógica tradicional, aristotélica, asentada sobre el principio de no contradicción (no se puede afirmar y negar una cosa al mismo tiempo y en el mismo sentido), sino la lógica dialéctica. Esta lógica hegeliana afirma que, más allá del entendimiento, que procede oponiendo conceptos (viendo el límite en todas las cosas), está el poder dialéctico y especulativo de la razón que primero niega para afirmar después en un nivel más alto: primero niega lo que afirma el entendimiento y, posteriormente, afirma o asume tanto la primera tesis o afirmación del entendimiento como la negación de esa tesis (antítesis), llegando así a la síntesis donde son superadas y conservadas a un tiempo tanto la verdad de la tesis como la de la antítesis. Un ejemplo vivo de esto podría ser: a) Tesis: yo soy yo (identidad); b) Antítesis: yo no soy yo, yo no soy nunca el mismo (carezco de identidad como algo fijo, permanente); c) Síntesis: yo soy yo y no soy yo. Yo soy el que seré (mi identidad es un perpetuo hacerse o devenir). Dicho de otro modo: lo que soy ahora es un momento necesario e insustituible de mi realidad; pero eso que soy tiene que ser negado, pues eso es finito y pasajero; finalmente, seré plenamente al final de mi proceso vital (acaso un proceso infinito) o cuando sepa que soy, yo también, absoluto.

 

            El Absoluto como síntesis donde se resuelve, sin aniquilarse, toda dualidad.

 

            Para comprender toda la realidad (toda la realidad y cualquier realidad) hay que comprenderla en relación con lo Absoluto. Para comprender cualquier cosa finita, hay que ponerla en relación con lo infinito. En seguida hablamos de ello, pero antes recordaremos que lo real es para Hegel lo activo, lo que tiene capacidad para desplegarse a partir de sí mismo. Por eso lo real es un proceso u devenir o llegar a ser. La realidad es sustancia pero también sujeto. Como sustancia es lo permanente, lo esencial, lo que se objetiva o exterioriza (en lenguaje religioso: El mundo como la objetivación o exteriorización –o la negación- de Dios); como sujeto, es conciencia, espíritu que conoce, capacidad de interiorización, vuelta a sí mismo.

            Pues bien, para Hegel el Absoluto es sustancia y es sujeto. Su mejor definición es decir que es espíritu infinito (el buen infinito, que no está separado de lo finito, sino que lo incluye dentro de sí. Pues, en efecto, lo finito no puede limitar o poner límites a lo Absoluto). Lo Absoluto es Dios o, como también lo llama Hegel, la Idea (la Idea es el concepto adecuado del Absoluto).

            Hay que darse cuenta de que para Hegel no conocemos de verdad ninguna cosa si no es en su relación con el Absoluto (saliendo, por así decir del Absoluto, como un momento –finito pero necesario- del Absoluto). La verdad es la totalidad. Por tanto, el Absoluto sólo existe concretándose y encarnándose en todas las cosas (en la naturaleza y el espíritu finitos). Por eso no se puede definir el Absoluto, ni hay que pensar que el Absoluto sea una cosa absoluta, sino el fundamento absoluto de todas las cosas.

            Decir que todo es espíritu absoluto, que todo es el absoluto, quiere decir que nada tiene ser, ni es por tanto verdaderamente conocido, repetimos, si no es entendido en su última raíz, como un momento de la vida infinita. Por eso dice Hegel que la verdad no se encuentra en la cosa, nunca se encuentra en el resultado concreto, provisional (esto es decisivo para entender la historia en Hegel). El resultado sería como el cadáver que ha dejado en pos de sí la tendencia que lo engendró. Lo verdadero –dice Hegel- no es el resultado sino el todo; aquello que vincula el resultado a su principio o fundamento.

 

            El sistema hegeliano.

 

            A esa relación o articulación que guarda cada cosa con su fundamento absoluto lo llama Hegel sistema. La filosofía ha de ser sistemática, ha de ser un sistema de todos los conocimientos, si quiere ser un saber absoluto o total del Absoluto. Pues bien, el sistema hegeliano tiene tres partes: LÓGICA, FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA y FILOSOFÍA DEL ESPÍRITU.

            La Lógica, que es como la Metafísica hegeliana, pues expone y desarrolla las determinaciones conceptuales del Ser (los modos en que se puede y debe pensar lo real), del Absoluto. Sería la Idea estudiada en sí misma (Dios antes de crear el mundo, dice Hegel). [Esto correspondería al momento abstracto del entendimiento. Tesis, en el proceso dialéctico].

            La Filosofía de la Naturaleza o estudio del mundo en diferentes niveles (mecánica, química, física, biología, geología, etc.), pero del mundo o naturaleza como lo otro del espíritu, como la autonegación o alienación de Dios. Sería la Idea fuera de sí misma (el resultado de la creación, como algo finito). [Momento negativo-racional. Antítesis].

            La Filosofía del Espíritu o la exposición de la toma de conciencia que hace el espíritu de sí propio, desde su emerger en y desde la naturaleza hasta convertirse en espíritu absoluto. Es la parte más importante, sin despreciar la primera, del sistema hegeliano. Sería la Idea para sí, o mejor, en sí y para sí (Dios realizado y realizándose en y más allá de su Creación). [Momento positivo-racional o especulativo. Síntesis].

 

            El concepto de Espíritu.

 

            Hegel define el Espíritu como libertad. Esta es la esencia del espíritu. Bien entendido que la libertad supone o implica la autoconciencia, el conocimiento de sí mismo, pues, para Hegel, somos lo que de verdad conocemos. La voluntad racional que quiere la libertad, para uno mismo y para todos los demás, porque sabe que todos somos esencialmente libres, libres por derecho propio, es la expresión cabal del espíritu. Ese querer racional es la unión de teoría y praxis, de conocimiento y acción, de esencia y existencia, de ser y deber-ser. El Espíritu es la Razón que sabe que no hay oposición insuperable entre lo que existe y lo que debe existir, entre lo imperfecto y lo perfecto, entre lo que nos exige la conciencia moral y lo que de hecho pasa en el mundo, en la historia. Ahora bien, la Razón que sabe esto es la Razón o Espíritu Absoluto, síntesis del Espíritu subjetivo y del espíritu objetivo.

            El espíritu subjetivo comienza siendo alma y luego conciencia. El alma siente, pero no conoce; la conciencia se desdobla (es conciencia de algo) para llegar a la autoconciencia universal. El espíritu es voluntad racional, capaz de llegar al conocimiento perfecto o absoluto.

            Respecto al espíritu objetivo, importa fijarse en la noción o concepto del Estado, verdadera síntesis del derecho y la moralidad, lugar donde se manifiesta plenamente la divinidad y donde se hace posible, real y efectivamente, la libertad. Pero bien entendido que Hegel se refiere a la idea del Estado y no sólo a los estados que han existido históricamente, que son finitos e imperfectos.

            El espíritu absoluto comprende en Hegel el arte, la religión y la filosofía. La historia de estas disciplinas nos muestra un progreso dialéctico hasta culminar en la perfecta toma de conciencia de lo que el Absoluto mismo es y de lo que es todo (cualquier realidad) en relación al Absoluto. La filosofía, no lo olvidemos, es saber absoluto del Absoluto.

 

            La idea de la historia.

           

            La concepción hegeliana de la historia no es difícil. Con todo, no hay que perder de vista que la historia es un despliegue necesario del Espíritu Universal o Espíritu del Mundo, que se encarna en los Espíritus de los pueblos que han tenido un papel relevante en la historia de la humanidad (son pueblos que se han constituido en Estados). La historia ha transcurrido racionalmente, los hechos históricos tienen un sentido que desciframos, en última instancia, como un esfuerzo poderoso y astuto del Espíritu divino por realizar la libertad. Pese a la insistencia de Hegel en señalar la libertad como el propósito, la meta y el fin de la historia, no queda demasiado claro el papel de la libertad individual en este sistema.

 

            Conclusión.

 

            Panlogismo: todo es lógica, todo se reduce a concepto. El Absoluto, Dios, es la Idea. Sí, pero como Vida infinita, como movimiento y devenir sin término. Esto plantea algunas aporías, algunos callejones sin salida, algunas contradicciones... ¿Podrán todas ellas resolverse dialécticamente? El fondo último de la realidad, de cuanto existe, ¿es él mismo racional? ¿O es irracional? ¿O ninguna de las dos cosas? Pero no es este el lugar de críticas ni mayores especulaciones.

            Hegel quiere convertir el misterio en algo comprensible, traducirlo a conceptos racionales. La religión encuentra, para él, su sentido en la filosofía. Hay algo muy loable en intentar unir el amor y el conocimiento. Pero el joven Hegel, el teólogo, ponía el amor por encima del conocimiento (ese amor que hace que nos veamos en el amado); la unión con lo Infinito se producía por vía religiosa y no podía comprenderse: la filosofía no podía realizarla. El Hegel maduro invierte los términos de esta relación: la razón por encima del amor. Es la culminación (y el agotamiento al mismo tiempo) del racionalismo moderno, del pensamiento que define al ser humano como animal racional, pensante.

            “La verdadera naturaleza de lo finito –escribe Hegel- es esta: que es infinito”. Ahora bien, lo Absoluto (que comprende ambos conceptos, “finito” e “infinito”) no es para Hegel una unidad abstracta más allá de todas la limitaciones y allende todo saber, sino la totalidad concreta que se despliega como naturaleza y espíritu. Los dos conceptos claves de la filosofía occidental.

Realidad y dialéctica en Hegel

Realidad y dialéctica en Hegel

Guste más o guste menos, hay que reconocer que Hegel es uno de los más grandes filósofos de la historia. Siguiendo sobre todo a Reale y Antiseri, en su excelente Historia de la Filosofía, he seleccionado y elaborado estas reflexiones acerca de su concepto de dialéctico de la realidad y sobre el conocimiento especulativo.

María Zambrano escribió bella y, en mi opinión, certeramente que en Hegel “lo divino ya no es una forma incógnita. Es [Hegel] la pretensión de acabar con el Dios desconocido, con lo desconocido de Dios, pues todo, la historia en el centro de todo, es revelación. Mas aceptar lo divino de verdad es aceptar el misterio último, lo inaccesible de Dios, el «Deus absconditus» [Dios escondido] , subsistente en el seno del Dios revelado. El hombre no padece ya a Dios ni a lo divino que en sí lleva...” (el subrayado es nuestro). 

 

“La proposición según la cual lo finito es ideal [carece de realidad por sí mismo] constituye el idealismo. El idealismo de la filosofía sólo consiste en esto, en no reconocer lo finito como un verdadero ser” (Hegel)

 

“En un granito de mostaza, si así quieres entenderlo, hay una imagen de todas las cosas superiores e inferiores” (Angelus Silesius)

 

                1. El concepto hegeliano de realidad.

 

                Nos proponemos en estas pocas páginas trazar las líneas maestras del sistema hegeliano en torno a los conceptos de realidad y dialéctica, esenciales para comprender su filosofía del espíritu y su visión de la historia, que suponen la culminación de su sistema o idealismo absoluto. También suponen la culminación de la metafísica racionalista moderna.

                La filosofía de Hegel es rica y compleja y, desde luego, una de las más difíciles. Sin embargo, toda ella puede resumirse en estas tres líneas esenciales:

                1ª) La realidad en cuanto tal es espíritu infinito.

                2ª) La realidad es dialéctica. La estructura o la vida misma del espíritu (y por tanto el procedimiento a través del cual se desarrolla el saber filosófico) es la dialéctica.

                3ª) El rasgo peculiar de esta dialéctica, que la diferencia de todas las anteriores, es lo que Hegel denominó con el término técnico de elemento especulativo, auténtica clave de nuestro filósofo.

                La comprensión plena de estos tres puntos requeriría un conocimiento del desarrollo del sistema hegeliano hasta su culminación; es decir, recorrer todo el camino hasta el final (y, por tanto, las tres partes de su filosofía: Lógica, Filosofía de la naturaleza y Filosofía del espíritu). Pues, como dice el propio Hegel, en filosofía no hay atajos que acorten el camino. Aquí queremos aludir, sobre todo y en primer lugar, a la concepción dialéctica de la realidad que tiene Hegel para referirnos luego, en un segundo apartado, a las líneas maestras de su teoría (igualmente dialéctica) del conocimiento. Dicho con brevedad, la lógica se ocupa de pensar el ser (el absoluto) tal como es en mismo. La filosofía de la naturaleza lo considera en su exteriorización o manifestación física (alienación del absoluto), esto es, el ser fuera de sí. Por último, la filosofía del espíritu nos muestra el retorno del espíritu a sí mismo, la plena toma de conciencia del espíritu con respecto a sí mismo: el ser en sí y para sí[1].

                La afirmación básica de la que hay que partir para entender a Hegel es que la realidad no es sólo sustancia (es decir, un ser más o menos fijo, permanente, “solidificado”, como se había pensado tradicionalmente en la mayoría de los casos) sino sujeto, es decir, pensamiento, conciencia, espíritu[2] Y esto es para Hegel una adquisición reciente, del pensamiento moderno (sobre todo a partir de Kant y de sus continuadores y superadores -así lo cree el propio Hegel- Fichte y Schelling.

                La realidad, no como sustancia sino como sujeto y espíritu, equivale a decir también que es vida, actividad, dinamismo, proceso, movimiento o devenir, mejor aún: automovimiento[3]. Pero esta realidad es todo, es infinita o mejor absoluta[4]. El espíritu se genera a sí mismo, generando su propia determinación (su concreción, su límite, su negación) y, al mismo tiempo, superándola plenamente. El espíritu es infinito, de modo que siempre se actualiza y se realiza a sí mismo: genera lo finito y lo supera infinitamente, evolutivamente, en un proceso que implica al misto tiempo un progreso y que puede representarse como una espiral. De este modo, la realidad infinita es la eliminación y superación (eso es la dialéctica) siempre activa de lo finito. Lo finito, en realidad, posee para Hegel una existencia puramente ideal o abstracta (no real y concreta), en el sentido de que no existe por sí mismo como algo opuesto a lo infinito o fuera de este. Esta idea es muy importante, pues supone, según Hegel: “la principal proposición de toda filosofía”.

                El espíritu (la realidad) no es sólo algo uno e idéntico (como quería Schelling, otro de los grandes filósofos idealistas, a quien Hegel debe mucho), sino algo uno e idéntico que se configura de manera siempre diferente. No es la repetición de algo idéntico, carente de real diversidad. El espíritu es una unidad que se hace justamente a través de lo múltiple. El espíritu absoluto es identidad en la diferencia[5].

                Todo esto que hemos dicho se aplica a la realidad toda: se aplica a lo absoluto y también a cada momento individual de la realidad; se aplica al todo y a cada una de sus partes. El absoluto hegeliano no excluye nada. Cada momento de lo real es un momento indispensable para lo absoluto, porque este se hace y se realiza en todos y cada uno de estos momentos suyos necesarios. A lo largo del proceso de la vida infinita (o del desarrollo infinito del ser absoluto o Dios) cada momento es esencial para los demás, se implica dialécticamente con ellos: no existirían unos sin los otros[6].

                El movimiento de lo real posee un ritmo dialéctico, triádico (posición, negación de la posición y negación y superación de ambas). Y el movimiento propio del espíritu es el “movimiento del reflexionar en sí mismo”. En esta reflexión, como sabemos, Hegel distingue tres momentos: 1º) Un primer momento que denomina del ser en sí (la idea[7] en sí o logos) estudiado por la lógica. Se trata de la consideración del absoluto tal como es en sí mismo. Hegel dice que la lógica es “la ciencia eterna de Dios”. 2º) Un segundo momento que llama el “ser otro” o ser fuera de sí (la idea fuera de sí o la naturaleza, el mundo en tanto que alienación o exteriorización del Absoluto) y que es estudiado por la filosofía de la naturaleza. 3º) Un tercer momento correspondiente a la idea que retorna a sí, o al ser en sí y para sí (el espíritu consciente de sí mismo) que es el objeto de la filosofía del espíritu.

                Hegel habla del absoluto como un “círculo de círculos”. Y estos tres momentos que acabamos de nombrar son llamados, respectivamente: “IDEA”, “NATURALEZA” y “ESPÍRITU”. El Absoluto (la Idea, Dios) posee en sí mismo el principio de su propio desarrollo y por eso se objetiva (se hace cosa, objeto para sí mismo o frente a sí mismo), se aliena (esto es, se vuelve otro) y se hace naturaleza; y luego, superando dicha alienación, llega a ser él mismo y toma plena conciencia de sí mismo una vez cumplido su propio despliegue. Por eso afirma Hegel que el espíritu es la idea que se realiza y se contempla a través de su propio desarrollo.

                En su obra sobre la filosofía del derecho Hegel escribió: “Todo lo que es real es racional y todo lo que es racional es real”. Hegel, tal vez para atenuar el carácter paradójico de sus afirmaciones, explicó que esta frase suya, tan conocida y citada, expresa de manera filosófica lo mismo que afirma la religión cuando dice que existe un gobierno divino del mundo, que lo que ocurre ha sido querido por Dios y que éste es lo más real que existe. Sin embargo, el sentido de esta importante afirmación se comprende si se tiene en cuenta que para Hegel todo lo que existe o sucede no está fuera de lo absoluto, sino que es un momento imposible de suprimir de éste. El mismo significado posee la afirmación según la cual “coinciden el ser y el deber ser”: lo que es, lo que pasa, es lo que debía ser, porque todo lo que es constituye un momento de la idea y de su desarrollo: lo que acontece siempre es lo que merecía acontecer[8]. Estas ideas las encontraremos plenamente reflejadas en la interpretación hegeliana de la historia, pues la historia es el verdadero rostro de Dios, la manifestación poderosa de la divinidad en pos de su meta más alta: el pleno desarrollo y la plena conquista de la libertad.

                Así podemos entender el sentido del llamado “panlogismo” hegeliano, su identificación de la lógica con la metafísica o teoría del ser y la afirmación de que “todo es pensamiento” (idealismo absoluto). Esto no significa, claro está, que todas las cosas tengan un pensamiento como el nuestro o una conciencia como la nuestra, sino que todo es racional en la medida en que es determinación del pensamiento (en la medida en que es pensado y comprendido conceptualmente, pues no hay realidad sino para la conciencia, según el idealismo filosófico)[9]. Esta afirmación, que todo es racional, explica Hegel, corresponde a la de los antiguos que afirmaban que el nous (la inteligencia) gobernaba el mundo.

                Por último, en este apartado, hay que mencionar la importancia de lo negativo dentro de la concepción hegeliana del espíritu, pues ello está íntimamente relacionado con la dialéctica. La vida del espíritu no es aquella que rehúye la muerte, sino la que “soporta la muerte y se conserva en ella”. Hegel sostiene que el espíritu “consigue su verdad únicamente con la condición de que se encuentre a sí mismo en la devastación absoluta”. Añade que el espíritu es esta potencia y esta fuerza, porque “sabe mirar a la cara a lo negativo y plantarse ante él”, y concluye: “Este afirmarse es la fuerza mágica que desempeña lo negativo en el ser”.

 

                2. La dialéctica, método del pensamiento y estructura de lo real.

 

                Anticipada de otra manera por Kant y por la filosofía griega (Zenón de Elea, discípulo de Parménides, Heráclito de Éfeso, muy especialmente, y Platón, sobre todo en sus diálogos llamados “dialécticos”: el Parménides, el Sofista y el Filebo) la dialéctica es el método capaz de elevar a la filosofía al rango de ciencia y hacer posible el deseo romántico de alcanzar un conocimiento pleno de lo infinito (de lo real en su totalidad). Este método no será para Hegel la intuición o el sentimiento o la fe, tan caros a los románticos, sino el puro dinamismo del pensar que tensa los límites del entendimiento y va más lejos del principio lógico de no contradicción[10].

                Hegel pensaba que los filósofos griegos dieron un gran paso en el camino de la ciencia al elevarse de lo particular hasta lo universal. Sin embargo, las ideas platónicas y los conceptos aristotélicos permanecían, según Hegel, congelados en un rígido reposo, casi solidificados. Como la realidad es devenir, movimiento y dinamicidad, el pensamiento que aspire a captarla tiene que transformarse en esa misma dirección para convertirse en un instrumento adecuado. Imprimir dinamismo en las esencias eso es la dialéctica: cada concepto pide su contrario, se convierte en su contrario y ello hace posible una síntesis de ambos. Escribe Hegel: “Mediante este movimiento, los puros pensamientos se convierten en conceptos, y sólo entonces son lo que verdaderamente son: automovimientos, círculos... esencias espirituales”.

                La comprensión de los tres lados o momentos del movimiento dialéctico nos llevará a entender el elemento más íntimo, el auténtico fundamento del pensamiento de Hegel. Se suele indicar estos tres momentos empleando los términos 1) tesis, 2) antítesis y 3)síntesis, pero simplificando la cuestión, porque Hegel los utiliza en escasas ocasiones y prefiere un lenguaje mucho más complejo y articulado. 1) Hegel llama al primer momento “lado abstracto o intelectivo”; 2) en cambio, al segundo momento lo llama “lado dialéctico (en sentido estricto) o negativamente racional”; 3) el tercer momento es para él el “lado especulativo o positivamente racional”. Comentamos un poco esto.

                1) El intelecto es la facultad que abstrae conceptos determinados, distingue, separa y define, deteniéndose en estas separaciones y distinciones, que considera de algún modo definitivas. En la medida en que el intelecto actúa, en relación con sus objetos, separando y abstrayendo, es lo contrario de la intuición inmediata y de la sensación. La potencia abstractiva (formar conceptos abstractos, separados de lo sensible y concreto o inmediato y particular) del intelecto es vasta y admirable, y Hegel no escatima elogios al intelecto, como potencia que desvincula y separa de lo particular y eleva hasta lo universal. Por lo tanto, la filosofía no puede hacer caso omiso del intelecto y de su labor, y debe partir justamente de ésta (como se parte de una TESIS). Sin embargo, el intelecto como tal suministra un conocimiento inadecuado, que permanece encerrado en lo finito (o por lo menos, se dirige hacia el falso infinito)[11], en lo abstracto solidificado, y por consiguiente es víctima de las oposiciones que él mismo crea cuando distingue y separa. Por lo tanto, el pensamiento filosófico debe ir más allá de los límites del intelecto.

                2) Ir más allá de los límites del intelecto constituye lo peculiar de la razón, que posee un momento negativo y otro positivo. El momento negativo, que es el que Hegel califica de “dialéctico” en sentido estricto (puesto que la dialéctica en sentido amplio son los tres momentos que estamos describiendo), consiste en sacudir la rigidez del intelecto y de sus productos. Otorgar fluidez a los conceptos del intelecto implica que salgan a la luz una serie de contradicciones  y de oposiciones de diversos géneros (ANTÍTESIS), que habían quedado ahogadas por la rigidez del intelecto. De este modo, cada determinación del intelecto se invierte en la determinación contraria (y viceversa). El concepto de “uno”, apenas se vea privado de su rigidez abstracta, evoca el concepto de “muchos” y muestra un estrecho nexo con éste: no podríamos pensar de manera rigurosa y adecuada lo uno sin el vínculo que lo conecta con los muchos. Lo mismo cabe decir de los conceptos de “semejante” y “desemejante”, “igual” y “desigual”, “particular” y “universal”, “finito” e “infinito”, y así sucesivamente. Más aún, cada uno de estos conceptos -considerados desde el punto de vista dialéctico- parece invertirse en su propio contrario y casi disolverse en él. Hegel tiene buen cuidado en señalar que el movimiento dialéctico no constituye una prerrogativa del pensamiento filosófico, sino que está presente en todos los momentos de la realidad: “...el procedimiento dialéctico, escribe nuestro filósofo, se encuentra asimismo en todas las demás formas de conciencia y en la experiencia general. Todo lo que nos rodea puede ser pensado como un ejemplo de dialéctica. Sabemos que todo lo finito, en vez de ser un término fijo y definitivo, es mudable y transitorio, y esto no es otra cosa que la dialéctica de lo finito, mediante la cual éste -en cuanto que es en sí mismo algo distinto de sí- llega más allá de lo que es de manera inmediata y se convierte en su contrario”. La semilla debe convertirse en su contrario para transformarse en retoño de una planta; el niño debe morir como tal y convertirse en su contrario para transformarse progresivamente en adulto, y así sucesivamente. Lo negativo que emerge en el momento dialéctico consiste, de un modo general, en la carencia que revela cada uno de los contrarios cuando se lo compara con el otro. Empero, justamente esta carencia actúa como mecanismo que impulsa, más allá de la mera oposición, hacia una síntesis superior, que es el momento especulativo, el momento culminante del proceso dialéctico.

                3) El momento especulativo o positivamente racional es el que capta la unidad de las determinaciones contrapuestas, lo positivo que surge de la disolución de los opuestos (la SÍNTESIS de los opuestos). “El elemento especulativo en su sentido auténtico -escribe Hegel- es lo que contiene en sí, como algo superado, aquellas oposiciones ante las que se detiene el intelecto (y por lo tanto, también la oposición entre subjetivo y objetivo), y precisamente de esta manera muestra que es algo concreto y que es una totalidad”.

                La dialéctica -al igual que la realidad en general y, por lo tanto, lo verdadero (“La verdad es la totalidad”, dice Hegel)- consiste en este movimiento circular que hemos descrito, y que no se detiene jamás, como tampoco se detiene ese proceso-progreso en que consiste lo real. Hegel llega incluso a comparar este movimiento del pensar con una especie de “exaltación báquica”, en un texto que vale la pena citar: “Por ello, lo verdadero es una exaltación báquica en la que todos los miembros están ebrios; y puesto que todo miembro que se aísla de forma inmediata deja de existir, la exaltación es asimismo un reposo transparente y sencillo”.

                El momento de lo especulativo es la reafirmación de lo positivo que se realiza mediante la negación de lo negativo que es propio de las antítesis dialécticas, y por lo tanto constituye una elevación de lo positivo de las tesis hasta un nivel más alto. Si tomamos por ejemplo el estado puro de inocencia, éste representa un momento (o tesis) que el intelecto solidifica en sí mismo y al que contrapone como antítesis el conocimiento y la conciencia del mal, que es la negación del estado de inocencia (su antítesis). Ahora bien, la virtud es exactamente la negación de lo negativo de la antítesis (el mal) y la recuperación de lo positivo de la inocencia a un grado más alto, que sólo se hace posible si se pasa a través de la negación de la rigidez que le era propia, y pasando por lo tanto a través de la antítesis (el conocimiento del mal), que adquiere así un valor positivo, en la medida en que impulsa a eliminar aquella rigidez. En consecuencia, el momento especulativo es un “superar” en el sentido de que al mismo tiempo es un “suprimir y conservar”. Para expresar el momento especulativo, Hegel utiliza dos términos que se han hecho muy famosos y se han convertido en términos técnicos: aufheben (superar) y Aufhebung (superación). Esta palabra significa a la vez anular y potenciar, rechazar y resaltar, desechar y conservar. Expresa perfectamente el sentido de la síntesis dialéctica que conserva y supera a un tiempo los dos momentos o verdades de la tesis y la antítesis[12].

                Lo especulativo constituye, pues, el vértice al que llega la razón, la dimensión de lo absoluto. En la Gran Enciclopedia Hegel llega a comparar lo especulativo (lo racional en su grado más alto) con lo que en épocas pasadas se había llamado lo “místico”, es decir, lo que capta lo absoluto atravesando los límites del intelecto raciocinador. Esta es la interesante página hegeliana, con la que concluimos este apartado:

                “A propósito del significado de lo especulativo, hay que recordar asimismo que se entiende por «especulativo» lo que en otros tiempos, sobre todo en relación con la conciencia religiosa y su contenido, se solía definir como «místico». Cuando hoy se habla de mística, se acostumbra a hacerlo en el sentido de considerar este término como equivalente a algo misterioso e incomprensible, y luego, según la diversidad de la propia formación y del propio talante, se acostumbra a considerar que esto que es misterioso e incomprensible es algo auténtico y verdadero, o bien se trata de una superstición y una ilusión. A este respecto hay que observar, antes que nada, que lo místico es sin duda misterioso, pero sólo para el intelecto, y sencillamente porque la identidad abstracta es el principio del intelecto, mientras que lo místico (como equivalente a lo especulativo) es la unidad concreta de aquellas determinaciones que sólo valen para el intelecto en la medida en que se hallan separadas y contrapuestas... Ahora bien, tal como hemos visto, el pensamiento intelectivo abstracto es algo tan poco fijo y definitivo que se nos muestra más bien como un continuo superarse a sí mismo y convertirse en su opuesto; lo racional, como tal, consiste en cambio en abarcar los opuestos en sí mismo, como momentos ideales. Por lo tanto, todo lo racional hay que definirlo al mismo tiempo como místico, lo cual significa únicamente que va más allá del intelecto, pero en absoluto que haya que considerarlo como algo inaccesible e incomprensible para el pensamiento”.

 



[1]La filosofía hegeliana se desarrolla, según el método y modelo de la dialéctica, en momentos y despliegues triádicos. Así, acabamos de decir que la filosofía tiene tres partes; pues bien, cada una a su vez se divide en otras tres: la lógica en doctrina del ser, de la esencia y del concepto; la filosofía de la naturaleza en mecánica, física inorgánica y física orgánica... En cuanto a la filosofía del espíritu, que es la que más nos interesa aquí, también está desarrollada en tres partes que corresponden respectivamente al espíritu subjetivo (el espíritu considerado en su dimensión individual, personal, o mejor: el espíritu en cuanto se halla en el camino de su propia autorrealización y autoconocimiento), al espíritu objetivo [la automanifestación del espíritu, consciente de su libertad, en los tres momentos del derecho, la moralidad y la ética (la eticidad, como escribe Hegel. Si la moral es individual y se refiere a la conciencia del deber de cada persona, la ética o el momento de la eticidad alcanza la armonía del querer o voluntad individual y del querer colectivo. Los tres momentos o partes dialécticos de la eticidad son para Hegel la familia, la sociedad civil y el estado] y, finalmente, al espíritu absoluto (el ser o la idea que se conoce perfectamente a sí mismo). El espíritu absoluto abarca tres momentos: arte (manifestación sensible de la Idea o Ser o Absoluto), religión (representación simbólica o figurada de la verdad) y filosofía (que es el saber absoluto del Absoluto).

[2]Espíritu es para Hegel capacidad de conocerse a sí mismo; autoconciencia, pues, pero también libertad o autodeterminación. El espíritu, como sujeto que se conoce a sí mismo, que es objeto para sí mismo, es la síntesis de lo subjetivo y lo objetivo.

[3]Real es para Hegel aquello capaz de crecer, de superarse, de devenir ascensionalmente. Lo real (wirklich, en alemán, de wirken que significa actuar) es lo que tiene fuerza energética y capacidad de acción. También es lo que tiene en sí capacidad de universalizarse; es la realidad penetrada por el concepto, por la autoconciencia, por el pensar profundo.

[4]El absoluto es para Hegel la síntesis de lo finito y lo infinito. Ambos, finito e infinito, son dos momentos, fases o manifestaciones de lo absoluto que lo es todo, lo abarca todo.

[5]El reposo, según esta concepción, sería sólo “el conjunto del movimiento”. El reposo o la identidad, sin movimiento, de ser realmente posible, sería el reposo de la muerte, y no vida. La totalidad del despliegue es vida infinita. La permanencia del ser no es una fijeza sino la verdad del desvanecerse.

[6]Así, en un ejemplo sencillo del propio Hegel, podemos considerar en una planta el pimpollo, la flor y el fruto. En el desarrollo de la planta, el pimpollo es una determinación (y, por lo mismo, una concreción, un límite, una negación); pero tal determinación es eliminada (esto es, superada) por la floración, la cual, sin embargo, al negar esta determinación del capullo la verifica, ya que la flor es la positividad del pimpollo. A su vez, la flor es una determinación, que por lo tanto implica una negatividad, la cual a su vez resulta eliminada y superada por el fruto. Este es un simple ejemplo de lo que es la dialéctica, pues la realidad es dialéctica. A lo largo de este proceso, cada momento es esencial para los demás y la vida de la planta consiste en este proceso mismo que de manera gradual va poniendo sus diversos momentos y los va superando. Lo real, pues, repetimos, es un proceso que se autocrea mientras va recorriendo sus momentos sucesivos, y en el cual lo positivo es el movimiento mismo, que constituye un progresivo autoenriquecimiento.

[7]Pensar lo real es pensar el concepto. El concepto absoluto (no sólo subjetivo u objetivo, sino su síntesis) es lo que llama Hegel la idea.

[8]Una vez más vemos aquí el propósito hegeliano de superar las dualidades kantianas: Kant oponía sujeto y objeto, fenómeno y cosa en sí, razón teórica y razón práctica, ser y deber ser, necesidad natural y libertad, moralidad y legalidad. Hegel, aceptando estas distinciones a nivel del entendimiento, pretende superarlas y unirlas dialécticamente en el plano superior del conocimiento, esto es, a nivel especulativo de la razón.

[9]La coincidencia de concepto y realidad se da únicamente en lo absoluto mismo. Recordemos que la filosofía (como suprema expresión del espíritu absoluto) es el saber absoluto acerca del absoluto.

[10]Este principio básico de la lógica tradicional, junto al principio de identidad (A=A), constituía la base de todo pensar racional: no se pueden afirmar al mismo tiempo y en el mismo sentido dos proposiciones contradictorias. Hegel, en cambio, piensa que la razón especulativa puede unir los contrarios y superarlos, trascendiéndolos en un sentido superior.

[11]Hegel distinguió el “falso infinito” o “infinito negativo” del “verdadero infinito” o “infinito positivo”. Dicho con brevedad, la infinitud negativa o mala no es sino la negación de lo finito. El infinito negativo es el que es susceptible de crecer indefinidamente. El verdadero infinito no niega lo finito sino que lo asume en sí mismo. Es cierto que el Espíritu se manifiesta asimismo como finito, ya que de algún modo el Espíritu es “lo infinito en finitud”. Pero el manifestarse como finito no le impide ser él mismo, en cuanto es en sí mismo, positivamente infinito. La positividad completa de lo infinito se da cuando la razón absorbe los momentos de lo abstracto y de lo concreto, de lo universal y lo particular; por eso el verdadero infinito surge sólo, como proclama Hegel en la Lógica, cuando se ha absorbido completamente en lo positivo y absoluto no sólo el infinito abstracto del entendimiento (Verstand, en alemán), mas también el infinito concreto de la razón (Vernunft).

[12]Merece la pena citar aquí por extenso al propio Hegel: “Nos hallamos en el sitio oportuno para recordar el doble significado de nuestra expresión alemana aufheben (superar). Por un lado, aufheben significa quitar, negar, y en ese sentido decimos por ejemplo que una ley, una institución, etc., han sido suprimidas, superadas (aufgehoben). Por otra parte, empero, aufheben también significa conservar, y en este sentido decimos que algo está bien conservado mediante la expresión wohl aufgehoben. Esta ambivalencia del uso lingüístico del término, por la cual la misma palabra posee un sentido negativo y otro positivo, no hay que considerarla como algo casual ni se debe extraer de ella un motivo para acusar al lenguaje, como si fuese una causa de confusión. Al contrario, en tal ambivalencia hay que reconocer el espíritu especulativo de nuestra lengua, que va más allá de la simple alternativa «o... o», que es la propia del intelecto” (Gran Enciclopedia de las ciencias filosóficas).

Aproximación a la idea de realidad en Leibniz

Aproximación a la idea de realidad en Leibniz

Basándome sobre todo en F. Copleston he preparado este resumen de la metafísica de Leibniz, un gran filósofo, menos racionalista de lo que se piensa y al que conviene redescubrir. Fue llamado el último pitagórico de Occidente (aunque deseamos que queden más). Este es el trabajo, preparado para mis alumnos, que ofrezco al amable lector:

 

Hablar del ser o la realidad en Leibniz, el gran filósofo alemán de la segunda mitad del siglo XVII, supone hablar de su concepción de la sustancia y más precisamente aún de su teoría de las mónadas o monadología.

En un breve libro del año 1714, titulado Monadología, expone su concepción de lo real: el elemento básico de todas las cosas lo constituyen una especie de átomos inmateriales que denomina mónadas (del griego monas, que significa unidad, “o aquello que es uno”).

Ésas mónadas son las sustancias o constituyentes últimos de la realidad. Pero es importante observar ya que esta idea de sustancia tiene un origen psicológico y está íntimamente relacionada con la conciencia de sí: en efecto, yo tengo conciencia de mí mismo como un ser unitario.

Veamos lo que son estas mónadas. “La mónada, escribe Leibniz, que no tiene partes, no posee extensión, figura ni divisibilidad”. Además, las mónadas no pueden entrar en la existencia sino por creación, ni pueden perecer o ser destruidas si no es por aniquilación.

Leibniz concibió la mónada por comparación y analogía con el alma: cada mónada es de alguna forma una sustancia espiritual.

Pero las mónadas son cualitativamente diferentes unas de otras; existen en número casi infinito y se diferencian por el grado que tienen de percepción (de conocimiento) y de apetición o deseo. Leibniz concibe el universo como un sistema organizado y armónico en el que hay una variedad infinita de sustancias que se combinan para formar una armonía perfecta.

Por eso cada mónada se desarrolla según su propia ley y conforme a su constitución interior. Ninguna de ellas es susceptible de aumento o disminución por la actividad de otras. “Las mónadas no tienen ventanas”, escribe Leibniz, y no se comunican unas con otras ni se influyen unas a otras.

Cada mónada refleja el universo entero desde su propio punto de vista, conforme a su modo propio de percibir. Cada una ofrece una perspectiva diferente de lo mismo.

Leibniz conocía la teoría atómica de los griegos, de Demócrito y Epicuro. Pero los átomos de estos filósofos, al poseer tamaño y figura, no podían ser para Leibniz los constituyentes últimos de la realidad: tendrían que seguir siendo en principio divisibles, ¿hasta cuándo? Los verdaderos átomos de la realidad tendrían que ser como puntos metafísicos (no puntos físicos, sólo en apariencia indivisibles, ni puntos matemáticos, que no existen y no se pueden juntar para formar cuerpos), inmateriales.

Es importante tener en cuenta que cada sustancia o mónada es el principio y la fuente de sus actividades. No se trata de algo inerte, sino que tiene una tendencia interna, (un conato) a la actividad y al autodesarrollo. A la esencia de las mónadas pertenecen las nociones de fuerza, energía y actividad. La sustancia puede ser definida como “un ser capaz de acción”. En la sustancia o mónada hay un principio de actividad, una fuerza primitiva, una actividad original.

Además, Leibniz da a las mónadas el nombre de entelequias (se trata, en el fondo, de la vieja noción aristotélica de la forma sustancial, repensada por Leibniz), al considerar que cada una de ellas tiene una cierta perfección, una suficiencia, una autarquía (las mónadas se bastan y gobiernan a sí mismas). Leibniz llega a llamarlas “autómatas incorpóreos”[1].

Pero además, Leibniz incluye en su concepción de la mónada la idea, igualmente aristotélica, de la materia prima concebida como pura potencialidad. Así, en las mónadas creadas habría un componente pasivo que no hay que confundir con ningún tipo de corporeidad o materialidad en el sentido más usual. Pero esto equivale a decir que las mónadas son limitadas e imperfectas y esa imperfección o pasividad significa que tienen igualmente percepciones confusas. Entonces hay que pensar que las mónadas “no son puras fuerzas”, como escribe el mismo Leibniz. Son, pues, los fundamentos tanto de acciones como de resistencias o pasividades.

Las mónadas se combinan para formar las sustancias compuestas. Pero aquí podíamos preguntar: ¿cómo es que un cuerpo extenso puede ser el resultado de la unión de mónadas inextensas? Y la respuesta de Leibniz tiene algo de oscuro que omitimos deliberadamente aquí; diremos, sin embargo, que para Leibniz la extensión es más el modo en que percibimos las cosas que un atributo de las cosas mismas, pues la extensión pertenece al orden fenoménico. Esto es un anticipo de la teoría de Kant, como hemos de estudiar.

El cuerpo orgánico es para Leibniz, desde luego, un agregado de mónadas en el que destaca una que llama la mónada dominante, que actúa como la entelequia o forma sustancial de dicho cuerpo orgánico[2].

En cada sustancia corpórea hay pues un número infinito o indefinido de mónadas: “Estoy tan en favor del infinito actual que, en lugar de admitir que la naturaleza le tiene horror, como suele decirse, yo sostengo que la afecta por todas partes, para realizar mejor las perfecciones de su autor. Así, creo que no hay parte alguna de la materia que no sea, no digo ya divisible, sino real y actualmente dividida; y, en consecuencia, la menor de las partículas tiene que ser considerada como mundo lleno de una infinidad de criaturas diferentes”. Por eso escribe en su Monadología:

“Hay un mundo de criaturas, de vivientes, de animales, de entelequias, de almas, en la menor parte de la materia.

Cada porción de la materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de una planta, cada miembro de un animal, cada gota de sus humores, es todavía un jardín o un estanque…”[3].

El problema del infinito es realmente complejo: el verdadero infinito es el ser absoluto; Leibniz no admite ni siquiera la existencia de un número realmente infinito (a pesar de haber inventado el cálculo infinitesimal). “En vez de un número infinito [por ejemplo de mónadas], deberíamos decir que hay más de lo que cualquier número puede expresar”. Por otra parte, el espacio y el tiempo son para Leibniz relativos: son ideas abstractas con alguna base o fundamento en la realidad, a saber, las relaciones que se establecen entre cosas o fenómenos; el espacio es un orden de coexistencias, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones. El filósofo alemán Immanuel Kant profundizará, pocos años después, en estas ideas.

La concepción pluralista que de lo real tiene Leibniz viene a consistir en una concepción del universo como una armonía preestablecida por Dios. El universo es un sistema ordenado en el que cada mónada tiene su función particular. Cada mónada es como un sujeto que virtualmente contiene todo lo que de él puede decirse o predicarse, siendo su fuerza primitiva o su entelequia la ley de sus variaciones y cambios.

Por eso se comprende que, para Leibniz, el presente esté preñado de futuro y la posibilidad de la libertad aparece en su filosofía como un problema realmente complejo. Pero la libertad de la criatura espiritual nunca es negada. Su concepción nos recuerda la de San Agustín: somos verdaderamente libres en la medida en que elegimos el mayor bien. Por eso la historia debería progresar hacia el establecimiento de “un mundo moral dentro del mundo natural”. La causalidad final, el reino ético de los fines, es distinto y está por encima de la causalidad física o mecánica; además, como ya dijera Tomás de Aquino, la gracia perfecciona la naturaleza. En palabras de Leibniz: “la naturaleza conduce a la gracia, y la gracia, al hacer uso de la naturaleza, la perfecciona”.

Como ya hemos dicho antes, cada mónada tiene una tendencia natural a reflejar el sistema infinito del que forma parte. Las mónadas tienen percepción y apetición[4]. Pero en las mónadas hay también una jerarquía y algunas de ellas gozan también de apercepción, esto es, de un grado de conciencia o conocimiento reflexivo de sus estados internos. La memoria o el sentimiento constituyen también esos grados. El más alto es la consciencia espiritual.

El alma espiritual y Dios mismo pueden ser considerados mónadas en esta original concepción metafísica de la realidad, una concepción pluralista que quiere superar tanto el mecanicismo de la física moderna como el monismo de Spinoza y el dualismo (espíritu-materia) de Descartes.



[1] Cuando Leibniz volvió a introducir la teoría de las formas sustanciales o entelequias aristotélicas, concebidas eso sí de manera dinámica, no volvió la espalda a la reciente concepción mecanicista y moderna de la naturaleza, si bien la consideró insuficiente: Leibniz pensaba que había que complementar una concepción finalista y una concepción mecanicista de la naturaleza.

[2] “Distingo, escribe Leibniz, (1) el alma o entelequia primitiva; (2) la materia primaria o fuerza pasiva primitiva; (3) la mónada, completada por aquellas dos; (4) la masa o materia secundaria, o máquina orgánica, a la que concurren innumerables monada subordinadas; (5) el animal o sustancia corpórea, del que la monada dominante hace una sola máquina”.

[3] Monadología, 66-67. Este sugerente texto nos hace pensar en la vieja idea, hoy repensada, de que todo está en todo y forma parte de todo y en él influye.

[4] “La acción del principio interno [en cada mónada] que causa el cambio o el paso de una percepción a otra puede llamarse apetición”.

Una introducción sencilla a la filosofía de Platón

Una introducción sencilla a la filosofía de Platón

1. Introducción.

Acercarse a la filosofía de Platón supone aproximarse a uno de los pensamientos más y vigorosos y de mayor influencia en la historia de nuestra cultura occidental. Discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles vivió en Atenas entre los siglos V y IV a. C., ciudad en la que fundó su escuela, la célebre Academia que le sobreviviría casi 10 siglos, lugar en el que se conservaron y copiaron sus escritos, los primeros textos casi completos que se conservan de filosofía.

El pensamiento de Platón, el platonismo, recibió un renovado impulso de manos de Plotino, en el siglo III de nuestra era, y a esta corriente se la denominó neoplatonismo. Ambos, platonismo y neoplatonismo, influyeron poderosamente en los primeros teólogos cristianos y después en toda la edad media: en las filosofías árabe, judía y cristiana. Los pensadores árabes fueron los primeros en recuperar la obra de Aristóteles, cuya influencia creció a partir de los siglos XII y XIII. Ambos, Platón y Aristóteles, constituyen por tanto las dos columnas de toda la filosofía occidental.

Es cierto que el pensamiento moderno y contemporáneo se ha ido alejando cada vez más de los presupuestos metafísicos y religiosos del platonismo. Pero a Platón se le sigue leyendo y estudiando y sin duda puede afirmarse que la lectura de sus Diálogos (Fedón, Gorgías, la República, Fedro, el Banquete, etc.), verdaderas obras maestras del pensamiento y la literatura universales, es una de las más aconsejables maneras de iniciarse en la filosofía.

Por los primeros diálogos platónicos, de juventud (Apología de Sócrates, Critón, Eutifrón…), conocemos, además, el pensamiento y la personalidad de Sócrates, que no escribió nada. Platón le conoció siendo bastante joven y tenía 27 años cuando su maestro fue injustamente condenado a morir. Esto hizo que temporalmente se alejará de Atenas y viajase a Sicilia donde habría de conocer a algunos importantes filósofos pitagóricos.

En este escrito vamos a exponer, de manera sencilla, resumida y lo más clara posible, las líneas maestras y los temas principales de la filosofía platónica. Una filosofía, como veremos, centrada en la metafísica, de fuerte inspiración religiosa (el orfismo), espiritualista, que concede un gran valor a la argumentación y al diálogo y que pretendía poner las bases de una comunidad justa e ideal (la utopía platónica que se nos ofrece en la República, una de sus obras más extensas y seguramente la más importante) gobernada por personas sabias.

El mito de la caverna, en el que nos detendremos más adelante, ofrece una síntesis plástica de todo el pensamiento Platónico, un pensamiento que suele calificarse de dualista en un triple sentido: en relación con lo real, con el conocimiento y con el ser humano; los llamados dualismo ontológico, gnoseológico y antropológico a los que hemos de referirnos. El gran discípulo de Platón, Aristóteles, que vivió y estudió en la Academia platónica durante 20 años (tenía 18 cuando ingresó), hasta la muerte del maestro, elaboró su propia filosofía intentando mitigar o corregir precisamente esos dualismos, buscando una concepción más unitaria o integrada de lo real.

Vamos a comenzar refiriéndonos a la visión que tiene Platón del ser humano, en conexión con la ética y la política, y aludiremos luego a la importancia que para él tiene la educación. Consideraremos su teoría de la realidad, mientras que el mito de la caverna nos servirá para perfilar una visión de conjunto. Finalmente, intentaremos rozar siquiera algunos otros temas importantes en su filosofía.

2. El alma y los fundamentos de la ética y política platónicas.

El alma constituye para Platón nuestra verdadera identidad. El alma es lo que realmente somos. Un alma inmaterial, espiritual, simple (no sujeta a división o descomposición) y por ello inmortal. El alma tiene un origen y naturaleza divinos (ha sido formada por el Demiurgo, una especie de Inteligencia divina o un Arquitecto y configurador del mundo) y transmigra después de la muerte: si no consigue regresar al mundo superior del que procede y del que cayó, por una especie de culpa originaria, se ve obligada a reencarnarse hasta que se libere de su prisión corporal.

En esta concepción del alma humana laten las creencias órficas que el propio Platón recibió de los Pitagóricos. Es interesante también destacar que Platón se refiere a tres “partes” del alma, a tres tipos o facultades del alma: la intelectual, la impulsiva y la pasional. Se trata de tres niveles claramente jerarquizados, pues el alma intelectual o racional es la que propiamente no muere, la impulsiva o irascible (el coraje o el corazón) tiene que ver con la fogosidad propia del guerrero y tal vez con el ímpetu de la voluntad, mientras que el alma pasional o de deseo estaría más apegada al cuerpo y a los instintos más propiamente animales o irracionales. Cabeza, pecho y vientre son los lugares físicos asociados jerárquicamente a las tres facultades. Esta triple distinción referida al alma es muy importante en Platón ya que se relaciona con su concepción de las virtudes fundamentales y su organización de la sociedad.

En efecto, la capacidad intelectual está perfeccionada por la virtud (areté) de la prudencia o sabiduría (frónesis, en griego); el valor o la fortaleza (andreía) modera y perfecciona la facultad impulsiva; la templanza o autodominio (sofrosýne), en fin, es la virtud encargada de moderar las pasiones y rige por tanto el alma inferior. La justicia (dikaiosýne), virtud principal, no sería otra cosa que la síntesis de las tres virtudes o excelencias anteriores: el orden y la armonía propios del alma prudente, valerosa y templada. Es evidente que Platón creía en un orden del mundo y que para él la justicia representaba, en las sociedades humanas, ese mismo orden y belleza.

Pero el predominio en la persona de cada uno de estos tres tipos de alma es lo que determina la personalidad y el consiguiente estatus social en la polis o ciudad-estado que Platón diseña minuciosamente en su República. Así, en los filósofos, que han de ser los gobernantes y magistrados, domina la inteligencia y han de ser poseedores de sabiduría. Aquellos ciudadanos en los que predomine la fogosidad o el coraje habrán de ser los guerreros y su virtud propia es el valor y la fortaleza. El resto de ciudadanos, la mayoría, se ocupará en las demás artes y oficios necesarios para la comunidad; representan el estamento inferior y por ello su virtud es la moderación, que tiene que ver, para Platón, con el adecuado sometimiento de lo inferior a lo superior.

Mucho se ha criticado la filosofía política de Platón, evidentemente aristocrática y poco partidaria de la democracia, mas hay que decir, en honor a la verdad, que Platón piensa en la felicidad y el bien de todos y no sólo de unos pocos, cuando diseña su ciudad ideal; que establece el primer comunismo de bienes de la historia; que pone a los guardianes (gobernantes y guerreros) al servicio de la mayoría de los ciudadanos, de manera que estos últimos podrán gozar de familia y de bienes, mientras que los primeros carecerán de ambas cosas, viviendo en grandes casas comunes, sin dinero ni propiedades.

Finalmente, retomando el tema del alma, queremos señalar la significación de los diferentes mitos que aparecen en las obras platónicas. Mientras en el diálogo Fedón el tema principal lo constituye el problema de la inmortalidad del alma, al tiempo que se narran las últimas horas de la vida de Sócrates en la prisión, el Fedro nos expone el célebre mito que compara el alma con un carro alado: El auriga representa la razón y los dos caballos, uno blanco y dócil, negro y díscolo el otro, simbolizan respectivamente el alma impulsiva y el alma pasional. Las últimas páginas de la República nos narran con todo detalle el célebre mito de Er, que cayó muerto en el campo de batalla, realizó el viaje del alma al más allá y luego los dioses le permitieron regresar a la vida para que contase lo que había visto. Es tan sólo un mito y Platón lo propone no como una verdad racional, sino como un relato antiguo que puede ser objeto de creencia. De todos modos, nos parece al menos, en Platón, cuando la razón calla o se detiene hablan los mitos.

3. La importancia de la educación.

En el conjunto de la filosofía platónica la educación ocupa un lugar de especial relevancia. El mito de la caverna, al que luego aludiremos, comienza precisamente con estas palabras: “Y a continuación -seguí- [quien habla es Sócrates], compara con la siguiente escena el estado en que, con respeto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza…”. Y en uno de sus últimos libros, Las Leyes, escribe: “Si con una buena educación y un natural recto [el hombre] llega a ser de ordinario el más divino y el más dulce de los seres, cuando le falta una educación buena y bien llevada se convierte en el ser más salvaje de todos los seres que produce la tierra”.

Educar es orientar al alma en la dirección correcta; no consiste tanto en aportar a la persona nuevos conocimientos (por la tesis de la preexistencia del alma y por la teoría del conocimiento como recuerdo, anamnesis, a la que hemos de aludir), cuanto en prepararla para que reconozca y descubra lo que en el fondo ya sabe.

En cuanto a la finalidad de la educación, hemos de decir que es doble: de un lado, proporcionar la armonía y el orden necesario a la persona, cuidando tanto del alma como del cuerpo; de otro, formar a los futuros guardianes y gobernantes de la ciudad.

En su obra República expone Platón minuciosamente su programa educativo que aquí no podemos sino resumir. Hombres y mujeres se educan igual desde pequeños, primero con juegos y luego con una progresiva exigencia que atenderá, ante todo, a la gimnasia y a la música: a la disciplina física y al aprendizaje de la poesía, la lengua y la música propiamente dicha. La educación comporta una exigencia, pero nada se enseñará a la fuerza. Cada uno, según sus capacidades naturales y sus preferencias, irá decidiendo respecto de su ocupación futura. Algunos preferirán el ejercicio y la disciplina físicos, y esos serán los guerreros y guardianes. Otros dejarán los estudios y se dedicarán a algún arte u oficio. Otros, en fin, proseguirán su formación en las matemáticas y en las ciencias hasta los 30 años. Finalmente, los más cualificados, culminarán otros cinco años de estudio en la filosofía y la dialéctica, preparándose para ser así los gobernantes y magistrados de la polis. En todo caso, Platón considera que los gobernantes no estarán preparados hasta cumplir los 50 años y luego de haber superado distintas pruebas para mostrar su aptitud y honestidad.

4. La concepción platónica de lo real. La teoría de las Ideas.

Platón considera que la auténtica realidad no la constituyen los seres de nuestra experiencia ordinaria, las cosas materiales, que son múltiples y cambiantes, ni siquiera el mundo físico en el que nos encontramos. Este mundo le parece semi-real o semi-irreal, por estar hecho de materia; de él no cabría tener pleno conocimiento (episteme, ciencia) sino tan sólo opinión (doxa, en griego).

Lo verdadera y auténticamente real (to ontos on) ha de ser permanente, ha de ser siempre y no podría cambiar. Identidad e inmutabilidad son las características básicas del ser, según Platón, que no está sometido al tiempo ni al espacio, no comporta materialidad alguna y, por eso, no se puede descomponer ni desaparecer.

Vemos, por tanto, que lo auténticamente real comporta cierta necesidad y unidad, pero además es de naturaleza universal (y no particular o individual). El ser es captado por la inteligencia, no por los sentidos; es inteligible, no sensible. Por eso, dirá Platón, que la verdadera realidad la constituyen las Ideas.

Pero lo primero que hay que decir de las Ideas platónicas es que no debemos confundirlas con lo que nosotros normalmente entendemos por ideas (pensamientos, conceptos, contenidos o representaciones mentales). Las Ideas son géneros que abarcan una infinidad de individuos que las expresan o manifiestan, que participan de ellas. Platón habla como dando a entender que por cada clase o género de cosas (por ejemplo, árboles, caballos, seres humanos, objetos bellos...) existe una Idea genérica universal que los contiene y abarca a todos ellos y sin la cual estos individuos no serían posibles. Las cosas de nuestra experiencia imitan a las Ideas, se asemejan a ellas, son copias imperfectas de ellas.

Las ideas son esencias (modos de ser, naturalezas) eternas e inmutables, inmateriales; pertenecen, por así decirlo, a otra dimensión, a otro mundo, a otro nivel de realidad. Se suele decir que el filósofo griego separa las Ideas de las cosas (esto se lo critica especialmente Aristóteles, para quien la idea, que él llama forma, constituye, junto con la materia, una unidad en cada ser individual o sustancia). Puede ser; es posible que se dé, en efecto, esta trascendencia o separación (chorismós) de las Ideas, pero hemos de decir que ello no significa que las Ideas, que son inmateriales por definición, estén situadas en lugar alguno. Por eso podrían ser consideradas tanto inmanentes (como quiere Aristóteles) como trascendentes respecto de las cosas que de ellas participan. Estar tanto dentro como fuera de los seres que las imitan.

Las ideas son los arquetipos o modelos, las causas ejemplares, los prototipos a partir de los cuales han sido configurados los diferentes seres. En uno de sus libros, el Timeo, nos expone en lenguaje mítico cómo el Demiurgo, el divino Arquitecto del mundo, ha ido formando los seres, conformando la materia como un poderoso artesano y fijándose en las Ideas eternas, que serían su modelo. Las cosas estarían hechas, por tanto, de una mezcla de materia imperfecta y de esencia o forma divina; de cambio e inmutabilidad; de tiempo y eternidad.

Platón no desarrolla de un modo sistemático y completo esta su teoría de las Ideas, que constituye el eje, el núcleo, de toda su filosofía y su concepción del mundo. Acaso porque estos principios metafísicos de la realidad consienten mal el ser descritos por el lenguaje, sobre todo por la escritura. Y es muy claro que Platón prefería la enseñanza oral a la palabra escrita. De la escritura nos dice, por ejemplo, que sirve propiamente para recordar lo ya sabido. El célebre mito de Thamus y Tot, que aparece en el diálogo Fedro, es bien significativo al respecto: la escritura no proporciona sabiduría sino que favorece un conocimiento desde el exterior, no un conocimiento interior, hecho de verdadera experiencia y grabado a fuego en el alma.

Pero en los diferentes diálogos de Platón encontramos diversas alusiones a la teoría de las Ideas. Particularmente interesante, aunque difícil, es el diálogo de madurez llamado Parménides, donde el propio Platón revisa su teoría y se pone a sí mismo objeciones o dificultades. La teoría no es rechazada, pero se concluye que las Ideas constituyen otro tipo muy diferente de realidad, no comparable a las cosas a que estamos habituados. Allí mismo, Platón asegura que no sabe si debe aceptar Ideas para todas las cosas; que no existen Ideas de realidades insignificantes o defectuosas (uña, barro, suciedad), pero que sí está seguro de que existen las Ideas a las que habitualmente se refiere: la justicia, la belleza, la igualdad, lo uno y lo múltiple...

El alma, lo hemos dicho antes, es afín a las Ideas, pertenece a su mundo, las ha contemplado en una vida anterior, antes de unirse a un cuerpo. Por eso, la experiencia en esta vida de las realidades sensibles supone una ocasión para el recuerdo de esas verdades eternas, que subsisten por sí mismas y dan sentido a todas las realidades efímeras y cambiantes. Conocer es, para nuestro filósofo, recordar.

Finalmente, indicar tan sólo que, para Platón, la Idea del Bien es la suprema realidad, equiparable a la Belleza absoluta de la que nos habla en el diálogo el Banquete. El Bien sería la fuente y la causa de las demás Ideas, incluso estaría por encima de ellas (por encima del ser y de la esencia, afirma Platón) y podría equipararse a la Divinidad. El Dios de Platón es el Bien. Es la causa de la verdad y del conocimiento y no puede simplemente equipararse a ellos, pues sobrepasa y trasciende todo conocimiento, como el propio Platón nos dice al final del libro o capítulo sexto de su obra la República, poco antes de exponer su célebre mito de la caverna. El Bien no es propiamente una Idea, una Forma o Esencia, pero puede expresarse con tres de ellas: verdad, belleza y armonía.

5. El llamado mito de la caverna.

En efecto, el mito de la caverna se expone al inicio del libro séptimo de la República. Lo hemos escenificado o lo vamos escenificar en clase, pero lo resumo y explico someramente también aquí.

Lo que Platón nos propone, por boca de su maestro Sócrates, que es el protagonista de la obra y que está dialogando con algunos de sus discípulos, es que nos imaginemos el fondo de una caverna subterránea en la que viven atados y prisioneros desde niños unos seres que nunca han visto ni conocido otra cosa que las sombras que se proyectan sobre una pared ante la que están sentados. Esas sombras las proyecta un fuego que arde a cierta distancia por detrás de ellos y en un plano superior, puesto que entre dicho fuego y los prisioneros está situado un camino por el que transitan diversas personas y animales que transportan muy diferentes objetos; unos van hablando y otros están callados. Un pequeño muro delante del camino es lo que permite que las sombras se proyecten en el fondo de la gruta.

Los prisioneros, por tanto, sólo ven sombras y perciben los ecos lejanos, ecos que confunden con las voces, atribuidas a esas sombras inanes. Así, esos prisioneros no consideran real más que las sombras que siempre han percibido, a las que siempre han estado acostumbrados. Por supuesto, no sospechan lo que hay detrás de ellos, ya que no pueden girarse ni levantarse de sus asientos, igual que no pueden suponer que fuera de la cueva se extiende un mundo infinitamente más grande, más luminoso, más bello y más real.

Es evidente que Platón nos quiere sugerir que nosotros mismos nos parecemos a estos prisioneros, en la medida en que sólo consideramos verdadera la realidad material, el mundo que captamos por nuestros sentidos.

Platón nos pide que imaginemos lo que sucedería, si uno de los prisioneros fuera liberado y obligado a subir la áspera y escarpada pendiente (ascenso que representa todo el proceso educativo y el ascenso y la liberación del alma hasta alcanzar la virtud y el pleno conocimiento). Nos dice también cómo, al salir al exterior, ese prisionero necesitaría tiempo para acostumbrarse a la luz, mas acabaría distinguiendo los objetos y sería capaz de contemplar el cielo y las estrellas (que simbolizan aquí las Ideas). Finalmente, incluso sería capaz de mirar al sol (que en el mito simboliza al Bien, a la Idea del Bien) y comprendería la importancia que tiene el sol para la vida, siendo en cierto modo la causa de todos los seres que calienta e ilumina.

El relato concluye proponiéndonos que nos imaginemos lo que sucedería si el prisionero liberado decidiese, por compasión, volver al interior de la cueva para informar a sus antiguos compañeros y animarles a salir. Le costaría acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, lo notarían raro y torpe, se burlarían de él e incluso lo mataría si insistiera en desatarles y ayudarles a salir. Seguramente una clara alusión a la muerte de Sócrates que tanto le impactó.

Este llamado mito de la caverna, no es propiamente un mito. Ya nos hemos referido antes, brevemente, a la importancia que tienen los mitos en los diálogos platónicos[1]. El mito es un relato tradicional que viene de antiguo y expresa, en un lenguaje simbólico, verdades sagradas que tienen que ver con un tiempo primordial, con la proximidad de los dioses, o con realidades o acontecimientos que están en el límite de lo humano. No sabemos quiénes son los autores de los mitos; se atribuyen a los antiguos (hoi palai, en griego). En cambio, el relato de la caverna es obra de Platón y constituye un perfecto ejemplo de su concepción órfica de la vida, de su teoría del alma impedida por el cuerpo y de su dualismo ontológico: los dos mundos o niveles de realidad, el aparente, material, cambiante y semi-real mundo de los sentidos, de un lado, y el mundo verdadero, inmaterial e inteligible, el mundo de las Ideas, de otro.

En el mito la luz y simboliza la verdad y el conocimiento, mientras que las sombras y las tinieblas representan, respectivamente, los niveles ínfimos de realidad y los males propios de la ignorancia. En él también están presentes los grados de realidad y de conocimiento, pues ambos son correlativos: en el mundo sensible, a las sombras y a las cosas materiales les corresponden los grados de conocimiento sensible (u opinión, doxa, en griego), que son la conjetura y la creencia; en el ámbito inteligible, a las proporciones matemáticas y a las Ideas les corresponden los grados de conocimiento intelectual (o ciencia, episteme, en griego), que son el razonamiento (o conocimiento demostrativo, discursivo, en griego dianoia) y la intuición intelectual (en griego noesis).

6. Otros temas de la filosofía platónica, a modo de conclusión.

Tenemos que terminar ya este resumen, esta breve, sencilla y esperemos que clara exposición de la filosofía platónica. Son muchas las cosas que nos dejamos en el tintero y por eso animamos a la lectura de los diálogos platónicos, siempre sugerentes, magníficamente escritos y que constituyen un verdadero placer intelectual. Es verdad que es muy posible que todo Platón no esté sólo en sus escritos. En nuestro tiempo sigue cobrando fuerza y vigencia la idea de que es preciso interpretar toda la obra platónica a la luz de la llamada tradición indirecta, los testimonios que aluden a una doctrina no escrita, a una enseñanza oral de Platón. Pero creemos, como afirma el gran especialista que es Giovanni Reale, que ambos, los diálogos y la tradición oral que alude a la protología, a los principios metafísicos de la realidad (el Uno y la Díada indefinida), pueden perfectamente integrarse.

Todos hemos oído hablar del amor platónico. Es el sublime amor a la belleza, a lo inalcanzable, a lo imposible. El amor ocupa un lugar muy importante en el pensamiento de Platón. Implica un deseo y un anhelo de saciar una carencia, de alcanzar una plenitud. Hijo, simbólicamente, de la riqueza y la pobreza, participa de lo superior y de lo inferior, ora languidece, ora se entusiasma. Divino y humano, es inseparable de la búsqueda de la sabiduría. Por eso el amor es el deseo de engendrar en la belleza. Y hemos de ser conscientes de que la belleza comporta diferentes grados o niveles. Esta filosofía nos invita a recorrer su ascensión.

El amor es para Platón una de las cuatro formas en que se manifiestan los principales dones divinos: las cuatro formas de locura divina (theia manía) según nos dice en el Fedro: además del amor, estarían la inspiración poética, la capacidad de sanar y el don profético. Pero el principal de estos dones es el amor. Amor que busca la unidad, la integridad, la complementariedad, la armonía. Platón también solía decir que es más hermosa la locura que procede de los dioses, el entusiasmo divino de las personas daimónicas, a las que alude en ese mismo diálogo, que la cordura que procede de los hombres.

Suele decirse que Platón condena la poesía. Pero él amaba la poesía igual que se sentía inclinado a la política, con una vocación de servir al bien de todos, a la felicidad de todos. Lo que Platón rechaza y condena en la República es la descripción inmoral que los poetas hacen de los dioses, cometiendo estos injusticias y obrando toda suerte de maldades. Platón afirma, en cambio, que Dios no es causa de todas las cosas, como muchos suponen, sino sólo de las cosas buenas. El Bien es causa de todo lo bueno y recto que hay en todas las cosas, y debe conocerlo quien quiera llevar una vida honesta y bella, tanto en lo público como en lo privado. Es verdad que el poeta, en la medida en que recibe una inspiración, puede que no entienda lo que dice o escribe, mas no por ello su palabra es menos necesaria y valiosa.

Si, para terminar, quisiéramos someramente referirnos a la influencia histórica de Platón, habría ante todo que decir que es extraordinaria y difícil de cuantificar. La primera patrística cristiana (Clemente y Orígenes de Alejandría, siglos II y III); el neoplatonismo, de Plotino, Porfirio y Jámblico, a partir del siglo III; San Agustín de Hipona (s. IV-V); el Pseudo-Dionisio (s. V-VI); casi toda la filosofía, teología y mística medievales; la escuela de Marsilio Ficino en la Florencia de los Medicis, en el Renacimiento italiano; o la escuela llamada los Platónicos de Cambridge, a mediados del siglo XVII, todos ellos constituyen algunos hitos fundamentales de esta influencia. Nietzsche fue, en la segunda mitad del siglo XIX, el gran crítico y detractor de Platón, a quien había leído desde muy joven y conocía perfectamente. Pero el propio Nietzsche escribe, en cierta ocasión, que él mismo se da cuenta cómo desconoce a Platón y cuánto platoniza su Zaratustra. Schopenhauer, Emerson, Heidegger y Gadamer -los dos últimos más recientemente- dejan claro testimonio de su interés por la filosofía platónica.

A. N. Whitehead fue quien afirmó que el conjunto de las obras filosóficas posteriores constituyen tan solo notas a pie de página de las obras de Platón. Afirmación, sin duda, exagerada, pero que pone de relieve su enorme significación como filósofo. “Las cosas bellas son difíciles”, suele repetir el gran ateniense en diferentes lugares de sus diálogos. Su intento de aproximar e identificar la belleza con el bien y la verdad no ha tenido parangón en toda la historia de la filosofía occidental.

 



[1] Varios libros tratan de este tema. Recomiendo dos relativamente breves: el de Josef Pieper, titulado Sobre los mitos platónicos, editado en Herder (Barcelona, 1984) y el de Geneviève Droz, Los mitos platónicos, publicado en Labor (Barcelona, 1993).

La ética de Sócrates

La ética de Sócrates

Sócrates vivió en Atenas durante el siglo quinto a. C. Es la época de Pericles, de la democracia y del esplendor de Atenas (el arte griego). Filosóficamente es también la época de Sócrates y de los Sofistas.

Sócrates fue el maestro de Platón, considerado este último uno de los más grandes filósofos que han existido, y ha pasado a la historia como el modelo o prototipo del filósofo, pese a que nunca escribió nada. Sabemos de él por los escritos y los testimonios de Platón, sobre todo, pero también de Jenofonte y Aristófanes.

No era hombre físicamente hermoso, ni de familia noble o rica, ni era tampoco un gran orador, al menos según el gusto antiguo, sin embargo su influencia ha sido extraordinariamente importante. Seguramente por el retrato, magnífico, que de él realiza en sus obras, en sus Diálogos, su discípulo Platón, quien le hace aparecer como protagonista en casi todos sus escritos. En los primeros escritos de juventud, a decir de los especialistas, podemos rastrear el genuino pensamiento socrático sin confundirlo con el del propio Platón. Algunas de estas obras son: la Apología de Sócrates, el Critón, el Eutifrón y el Gorgias.

Además de la devoción de Platón por su maestro, la condena a muerte de éste, tras una acusación injusta, y su posterior ejecución, sin duda contribuyeron a engrandecer su figura. La de un hombre sabio e íntegro, incorruptible, generoso, consciente de su misión y que supo mostrar con su vida y con su muerte una de sus enseñanzas fundamentales: que es preferible sufrir la injusticia antes que cometerla[1]. Su respeto por la ley, por las leyes de la ciudad en la que siempre vivió, le hizo rehusar la huida de la cárcel (no hubiese sido difícil, a sus amigos y discípulos ricos, sobornar al carcelero, pues hubo tiempo[2] y oportunidades para ello), el exilio, igual que su honestidad y sinceridad (acaso también su testarudez) le llevaron a defenderse a sí mismo, en vez de utilizar los recursos y triquiñuelas habituales en su época para ablandar a los jueces. Un jurado de quinientas personas le declaró culpable por un margen de unos 60 votos; una prueba de que la mayoría no siempre tiene la razón.

¿De qué se le acusaba? Dos ciudadanos, de cuyo nombre no deseo ahora ni acordarme, presentaron la acusación formal: introducir dioses nuevos en la ciudad y corromper a la juventud. Dice Jeanne Hersch que la verdadera razón era, sin embargo, “que lo cuestionaba todo: la naturaleza y el derecho del poder, la autoridad, la religión, la idea que se tenía de los dioses, de la virtud, del bien y de la justicia, del mal y de la injusticia. Su crítica no escatimaba nada y tenía evidentemente un alcance político. Por ello fue juzgado peligroso”[3].

Pero Sócrates hablaba también de una voz divina que escuchaba en su interior, el aviso de un daimon o divinidad particular; un “genio” o un “ángel”, un ser intermedio entre los dioses y los hombres, que generalmente le disuadía de realizar alguna acción o, en menor medida, le animaba a llevarla a cabo. Como nos dice Jenofonte, esta señal divina tenía, para Sócrates, un papel análogo al que cumplían los oráculos, los augurios o las formas tradicionales de adivinación.

El llamado demonio socrático, que algunos interpretan como la voz de la conciencia, en todo caso tiene que ver con la convicción del propio Sócrates de haber recibido un encargo divino: incitar y despertar a sus conciudadanos aconsejándoles que se cuidasen ante todo de su alma, de los bienes propios del alma que la mejoran y embellecen, en vez de perseguir con tanto afán los bienes externos, las riquezas, los honores y la fama, el poder y las influencias, o el disfrute de placeres sin límite.

La frase: “sólo sé que no sé nada” también se atribuye al Sócrates histórico. En ella puede haber un poco de ironía, pues la ironía era algo muy propio de Sócrates, pero seguramente también la convicción de que las verdades no se alcanzan fácilmente, que deben buscarse de manera incansable y con la mente abierta, que uno debe estar alerta ante el autoengaño (los seres humanos aceptamos con facilidad el propio engaño, bien para justificar nuestras acciones, bien para eludir responsabilidades), que deben buscarse siempre las mejores razones para fundamentar nuestra acción, que hay que ser dialogante y estar dispuesto a aceptar los argumentos de los demás si son más convincentes que los nuestros.

La belleza de la verdad y de la sabiduría es tal que nunca cabe en un pensamiento cerrado o dogmático. Cuando el amigo de Sócrates, Querefonte, preguntó al oráculo de Apolo, en la ciudad de Delfos, si había alguien más sabio que Sócrates y la voz divina le respondió que no, el propio Sócrates, que no se consideraba sabio, pero que creía que la divinidad no puede mentir, interpretó las palabras del oráculo en el sentido siguiente: los seres humanos de ordinario creen saber lo que en realidad desconocen, mientras que yo, Sócrates, soy consciente de mi propia ignorancia. Es sólo por esto por lo que el oráculo me considera más sabio que ellos.

Sócrates pensaba que una vida sin búsqueda, sin investigación, sin inquietud por conocer, no era una vida digna del ser humano. Maestro en el arte del diálogo, preguntaba una y otra vez a sus interlocutores qué entendían por la justicia, la piedad, el valor, la amistad o cualquier otra cosa; preferentemente, eso sí, asuntos morales. Buscaba Sócrates con ello encontrar una definición universal, objetiva, acerca de los valores, de lo que es bueno o excelente en sí mismo. Mediante la técnica de la refutación mostraba, conduciendo el debate, que las definiciones que se proponían eran insuficientes y que había que seguir reflexionando; mostraba a los interlocutores que las ideas que tenían no eran suficientemente ciertas y, desde luego, al ponerlos en evidencia, Sócrates debió ganarse más de un enemigo: personas recelosas, envidiosas o resentidas, que más tarde se alegrarían de su procesamiento. A Sócrates le llamaban el tábano, ya que no dejaba de insistir y apremiar, de sacudir las conciencias y aguijonearlas, de incordiar a los cómodos, satisfechos y egoístas, para que se cuestionasen a sí mismos y cambiasen y mejorasen su forma de vida.

Por lo que acabamos de decir, se comprenderá que un rasgo esencial de la filosofía de Sócrates es el de ahondar en el propio conocimiento, profundizar en el propio interior. “Nos ordena conocer el alma aquel que nos dice conócete a ti mismo”, afirmaba. El lema del frontispicio del templo de Apolo en Delfos es también la máxima fundamental del pensamiento socrático.

Centrémonos ahora en los principios de su Ética. Ya hemos dicho que, para Sócrates, en manera alguna es lícito cometer una injusticia; que hemos de estar dispuestos, incluso, a sufrirla si no hay más remedio, pero que el mayor mal es ser uno mismo injusto con los demás, hacerles algún tipo de daño. En términos positivos, la búsqueda de la justicia, la integridad y honestidad personales, la práctica de las virtudes o excelencias (areté, en griego) morales -pues para Sócrates todas ellas constituyen en el fondo una unidad- es el objetivo de la vida, lo que hace a una vida humana digna de ser vivida.

Cinco son para Sócrates y las virtudes principales: prudencia, justicia, piedad, fortaleza y templanza. La prudencia, sensatez o sabiduría, para acertar en lo que debe hacerse, para tomar las decisiones adecuadas y elegir los mejores medios que convengan un fin; la justicia en todos los intercambios y relaciones humanas, cumpliendo con los acuerdos y con la palabra dada; la piedad para con los dioses y en todo lo concerniente a las obligaciones religiosas; la fortaleza o el valor para afrontar las situaciones difíciles o peligrosas y para tener el coraje de no ceder ante la injusticia, antes bien denunciarla; la templanza o moderación, en fin, que es la base de la virtud y consiste en el dominio de uno mismo, el debido control sobre las pasiones, deseos inmoderados o ambiciones excesivas o irracionales.

Cinco virtudes o excelencias que se requieren mutuamente y que en el fondo constituyen, como hemos dicho, una sola virtud: el orden, la armonía y la integridad de la propia persona que vive del aprecio y la práctica de lo que es verdaderamente hermoso, noble y bueno. Esta es la buena condición del alma. La persona sabia es la que comprende estas verdades y es capaz de vivir conforme a ellas. Por eso mismo es, para Sócrates, la persona más feliz, puesto que la práctica de las virtudes no es un simple medio para alcanzar la felicidad, sino que la virtud constituye la misma felicidad.

Apreciamos, por tanto, que la vida buena es la vida inteligente, la vida guiada por la razón, pues uno es verdaderamente racional cuando elige lo que es mejor para él mismo y para los demás. Por eso no hay que confundir el bien con el propio interés o la mera conveniencia personal. Sólo los bienes morales, la práctica de las virtudes, constituyen el genuino bien de la persona. De igual manera, el verdadero mal que debemos rechazar no es otra cosa que los males morales: la injusticia, violencia y depravación en todas sus formas.

Sócrates creía en la existencia de un orden universal (thémis, en griego), que ni siquiera los dioses podían transgredir. Y este orden es el que fundamenta valores y verdades objetivas, universales, válidas para todo ser humano y que nosotros podemos conocer. Una acción moral es buena si es conforme a este orden cósmico o natural, un orden del que participa la naturaleza humana, tal como acabamos de decir, cuando se rige por la razón. Por eso la justicia representa, en al ámbito de la vida y las relaciones humanas, dicho orden de la Naturaleza u orden del mundo.

Un especialista en Sócrates, Alfonso Gómez-Lobo, ha resumido muy bien los principios de la ética socrática[4]. Yo resumo y modifico un poco aquí su propio resumen:

1º. Una elección es racional cuando elige lo que es mejor para el agente.

2º. Para todo ser humano, es bueno ser un buen ser humano y lo mejor es ser un excelente (virtuoso) ser humano.

3º. Toda persona, antes de actuar, debe considerar exclusivamente si lo que va hacer es justo o injusto. Pues algo es bueno para nosotros sólo en el caso de que sea moralmente justo.

4º. Uno no debe de ningún modo cometer una injusticia, pues ello es siempre algo malo y vergonzoso. Tampoco se puede cometer una injusticia como respuesta a otra injusticia sufrida.

5º. Debe valorarse, por encima de todo, no la vida, sino la vida buena. La virtud es, así, considerada más valiosa que la vida misma.

6º. El mayor bien, la felicidad, consiste en actuar de manera noble y buena. El mayor de los males, en cambio, es la acción injusta.

7º. Toda persona racional quiere su verdadero bien, aunque a veces lo desconoce. Por eso hemos de buscarlo con toda sinceridad y honestidad.

8º. Algo es realmente bueno si posee el orden que le es propio.

De estos principios se sigue que la persona sensata, sabía y prudente es la que conoce lo que es bueno y lo practica; la que vive conforme a sus ideales y verdades o convicciones más esenciales. Por eso el sabio no obra mal y por eso, también, la persona malvada es un profundo ignorante: de su verdadera naturaleza y de las cosas que hacen hermosa y plena la vida. El llamado intelectualismo moral socrático, que hace coincidir el bien con el conocimiento y asocia a ambos con la felicidad, acaso no sea siempre bien entendido, pues no puede ignorar nuestras limitaciones y debilidades, ni desconocer tampoco que no basta simplemente con saber que algo es bueno para elegirlo siempre.

Sócrates concedía una gran importancia la educación y quiso decirnos que la propia vida y el propio conocimiento han de ir de la mano, que no pueden separarse el ser y el conocer, que ser es siempre más importante que tener y que la propia experiencia y vivencia de los bienes verdaderos, de aquellos que realmente contribuyen a la excelencia y a la plena realización de un ser humano, es inseparable de nuestro conocimiento acerca de los mismos, constituye el genuino conocimiento.

Sócrates no enseñaba propiamente nada; tampoco cobraba a sus discípulos, ni era partidario de los largos discursos o de la retórica, del arte de la persuasión. Por el contrario, animaba a sus amigos, discípulos e interlocutores a que buscasen por sí mismos y en sí mismos las verdades esenciales; les ayudaba dialogando, formulando preguntas y orientándoles para que se hiciese la luz en sus propias almas, en sus propias inteligencias. Él, hijo de una partera, fue maestro en el arte de alumbrar las verdades. Partiendo de la docta ignorancia, como se la llamará más tarde, de la búsqueda común e incesante, de la apertura intelectual y el aprecio por la argumentación racional, del amor por la belleza en todas sus formas, sobre todo espirituales y morales, este hombre modesto, sencillo, del pueblo, este sabio que no escribió nunca nada, ha tenido una influencia histórica inestimable y permanece todavía como modelo del filósofo, así como paradigma de la integridad ética y de la estimación de la justicia.



[1] En su propia vida apreciamos que actuó siempre conforme a sus ideas y principios. Demostró valor, entereza y sobriedad en múltiples circunstancias, y su carácter íntegro e insobornable cuando se opuso a participar en el arresto de León de Salamina, ya que pensaba que un arresto al que iba a seguir una ejecución sin juicio es algo injusto (ver Apología de Sócrates 32 c 3 – d 7). Un excelente estudio biográfico es el libro de Antonio Tovar: Vida de Sócrates, Alianza, Madrid, 1999.

[2] La víspera del juicio a Sócrates se inició precisamente un período que vendría a durar 30 días y en el que no se podía ejecutar a nadie, para mantener pura la ciudad, pues se conmemoraba el aniversario del viaje de Teseo hasta Creta y la liberación de los jóvenes que debían sacrificarse al Minotauro. En cumplimiento de una promesa a Apolo, todos los años se fletaba un barco en peregrinación a Delos, la isla del mar Egeo, cuna de Apolo y Artemisa. Platón se refiere esto en su diálogo Fedón y lo interpreta como una coincidencia afortunada y como un favor que el propio Apolo concediera a Sócrates (ver Fedón, 58 a 6 – c 5).

[3] Hersch, J.: El gran asombro. La curiosidad como estímulo en la historia de la filosofía, Acantilado, Barcelona, 2010, p. 25.

[4] Gómez-Lobo, A.: La ética de Sócrates, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1999, pp. 209-210.

La Filosofía según Husserl y Unamuno

La Filosofía según Husserl y Unamuno

         Se trata de dos textos muy diferentes de estos dos grandes maestros. Permítasenos decir aquí que preferimos el de Unamuno.

 

        “Desde sus primeros comienzos, la filosofía pretendió ser una ciencia estricta... Esta pretensión fue sostenida en las diversas épocas de la historia con mayor o menor energía, pero jamás fue abandonada... Pero en ningún momento de su desarrollo pudo la filosofía cumplir esta exigencia de ciencia estricta... Kant solía decir que «no se puede aprender filosofía, sino sólo aprender a filosofar». ¿No es esto acaso admitir el carácter no científico de la filosofía? En la medida en que la ciencia es verdaderamente ciencia, se la puede enseñar y aprender, y siempre en el mismo sentido... Si no se puede aprender la filosofía es porque... todavía se carece de problemas, métodos y teorías nítidamente deslindados y cuyo sentido haya sido cabalmente aclarado. No quiero decir que la filosofía sea una ciencia imperfecta; digo simplemente que todavía no es ciencia, que no ha empezado a ser ciencia...”

 

(Edmund HUSSERL: “La filosofía como ciencia estricta”, 1910).

 

 

 

         “Cúmplenos decir, ante todo, que la filosofía se acuesta más a la poesía que a la ciencia. Cuantos sistemas filosóficos se han fraguado como suprema concinación de los resultados finales de las ciencias particulares, en un periodo cualquiera, han tenido mucha menos consistencia y menos vida que aquellos otros que representaban el anhelo integral del espíritu de su autor.

         Y es que las ciencias, importándonos tanto y siendo indispensables para nuestra vida y nuestro pensamiento, nos son, en cierto sentido, más extrañas que la filosofía. Cumplen un fin más objetivo, es decir, más fuera de nosotros...

         La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y ésta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez”.

 

         (Miguel de UNAMUNO: “Del sentimiento trágico de la vida”, 1913).

 

La Filosofía según Cicerón

La Filosofía según Cicerón

            “¿Quién negará que la filosofía no sólo en realidad es antigua, sino también por su nombre? Que por el conocimiento de las cosas divinas y humanas, y por el de los principios y la causa de todas las cosas, conseguía este bellísimo nombre entre los antiguos. Y así, los siete considerados y llamados por los griegos sophói, sabios por nosotros, y muchos siglos antes Licurgo, de cuyo contemporáneo, Homero, se dice incluso que fue anterior a la fundación de esta ciudad de Roma, y ya en los tiempos heroicos Ulises y Néstor, hemos oído que fueron sabios y que fueron considerados tales. Y ni se diría de Atlas que sostiene el cielo, ni de Prometeo que está encadenado al Cáucaso, ni que está convertido en estrella, de Cefeo, con su mujer, yerno e hija, si un divino conocimiento de las cosas celestes no hubiera transmitido sus nombres al extravío de la fábula. Pues bien, a imitación y continuación de éstos, todos los que ponían sus afanes en la contemplación de las cosas eran considerados y llamados sabios, y este su nombre duró hasta el tiempo de Pitágoras, quien, como escribe un oyente de Platón, el póntico Heráclides, varón docto entre los que más, refieren que estuvo en Fliunte y con León, príncipe de los Fliasios, trató docta y disertamente algunas cuestiones; y como León se hubiera quedado admirado de su talento y elocuencia, le preguntó de qué arte hacía principalmente profesión; a lo que Pitágoras respondió que, arte, él no sabía ninguno, sino que era filósofo.

            Admirado León de la novedad del nombre, le preguntó quiénes eran, pues, los filósofos y qué diferencia había entre ellos y los demás; y Pitágoras respondió que le parecían cosa semejante la vida del hombre y la feria que se celebraba con toda la pompa de los juegos ante el concurso de la Grecia entera; pues igual que allí unos aspiraban con la destreza de sus cuerpos a la gloria y nombre de una corona, otros eran atraídos por el lucro y el deseo de comprar y vender, pero había una clase, y precisamente la formada en mayor proporción de hombres libres, que no buscaba ni el aplauso, ni el lucro, sino que acudían por ver y observaban con afán lo que se hacía y de qué modo, también nosotros, como para concurrir a una feria desde una ciudad, así habríamos partido para esta vida desde otra vida y naturaleza, los unos para servir a la gloria, los otros al dinero, habiendo unos pocos que, teniendo todo lo demás por nada, consideraban con afán la naturaleza de las cosas, los cuales se llamaban afanosos de sabiduría, esto es, filósofos; e igual que allí lo más propio del hombre libre era ser espectador sin adquirir nada para sí, del mismo modo en la vida supera con mucho a todos los demás afanes la contemplación y el conocimiento de las cosas”.

 

 (MARCO TULIO CICERÓN: Cuestiones Tusculanas, libro V).