Dos poemas de Tagore
La poesía, lo escribió Yevgeni Yevtushenko, es una especial sensibilidad y finura en la percepción de la vida. Yo no creo que pueda haber verdad sin belleza ni sabiduría sin poesía, sin palabra creadora, sin esenciales silencios. La música y el ritmo, la cadencia, la magia… Memoria del tiempo e inmemorial memoria.
Esa música que brota de las entrañas, de las cavernas del sentido, de los fuegos del alma o de la brisa del espíritu… Verbo que encanta, que confunde a la muerte aún sin temerla, palabra y testimonio de lo que somos, amamos y esperamos. Voz de los que no tienen voz.
Palabra, pasividad creadora; milagro. Vida.
Hoy evoco dos poemas, leídos ha mucho tiempo, de un escritor muy querido: Rabindranath Tagore.
Uno alude al Dios interior, cercano, al Dios de la experiencia, vivido y presentido.
Otro, a lo que significa un hijo para un padre. Un hijo pequeño, al que hemos acunado y dormido, al que hemos besado, con el que hemos jugado… Un niño, en fin, del que nos ha alimentado su risa, su mirada, su inocencia, su gracia, su ternura…
También lo dijo Tagore: siempre que nace un niño es como si Dios o la Vida volviera a confiar en el ser humano.
Aquí van y que el amable lector los disfrute.
“Fue tu voluntad hacerme infinito.
Este frágil vaso mío tú lo derramas una y otra vez,
y lo vuelves a llenar con nueva vida.
Tú has llevado por valles y colinas
esta flautilla de caña,
y has silbado en ella melodías eternamente nuevas.
Al contacto inmortal de tus manos,
mi corazón se dilata sin fin en la alegría,
y da vida a la expresión inefable.
Tu dádiva infinita sólo puedo cogerla
con estas pobres manitas mías.
Y pasan los siglos, y tú sigues derramando,
y siempre hay en ellas sitio que llenar”.
“Hijo mío, cuando te traigo juguetes de colores,
comprendo por qué hay tantos matices
en las nubes y en el agua,
y por qué están pintadas las flores tan variadamente...,
cuando te doy los juguetes de colores, hijo mío.
Cuando te canto para que tú bailes,
adivino por qué hay música en las hojas,
y por qué entran los coros de voces de las olas
hasta el corazón absorto de la tierra...,
cuando te canto para que tú bailes.
Cuando colmo de dulces tus ávidas manos,
entiendo por qué hay mieles en el cáliz de la flor,
y por qué los frutos se cargan,
secretamente, de ricos jugos...,
cuando colmo de dulces tus ávidas manitas.
Cuando beso tu cara, amor mío, para hacerte sonreír,
sé bien cuál es la alegría
que mana del cielo en la luz del amanecer,
y el deleite que traen a mi cuerpo las brisas del verano...,
cuando beso tu cara, amor mío, para hacerte sonreír”.
(De Ofrenda lírica, números 1 y 62. Traducción de Juan Ramón Jiménez
y Zenobia Camprubí).
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