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Aproximación a la idea de realidad en Leibniz

Aproximación a la idea de realidad en Leibniz

Basándome sobre todo en F. Copleston he preparado este resumen de la metafísica de Leibniz, un gran filósofo, menos racionalista de lo que se piensa y al que conviene redescubrir. Fue llamado el último pitagórico de Occidente (aunque deseamos que queden más). Este es el trabajo, preparado para mis alumnos, que ofrezco al amable lector:

 

Hablar del ser o la realidad en Leibniz, el gran filósofo alemán de la segunda mitad del siglo XVII, supone hablar de su concepción de la sustancia y más precisamente aún de su teoría de las mónadas o monadología.

En un breve libro del año 1714, titulado Monadología, expone su concepción de lo real: el elemento básico de todas las cosas lo constituyen una especie de átomos inmateriales que denomina mónadas (del griego monas, que significa unidad, “o aquello que es uno”).

Ésas mónadas son las sustancias o constituyentes últimos de la realidad. Pero es importante observar ya que esta idea de sustancia tiene un origen psicológico y está íntimamente relacionada con la conciencia de sí: en efecto, yo tengo conciencia de mí mismo como un ser unitario.

Veamos lo que son estas mónadas. “La mónada, escribe Leibniz, que no tiene partes, no posee extensión, figura ni divisibilidad”. Además, las mónadas no pueden entrar en la existencia sino por creación, ni pueden perecer o ser destruidas si no es por aniquilación.

Leibniz concibió la mónada por comparación y analogía con el alma: cada mónada es de alguna forma una sustancia espiritual.

Pero las mónadas son cualitativamente diferentes unas de otras; existen en número casi infinito y se diferencian por el grado que tienen de percepción (de conocimiento) y de apetición o deseo. Leibniz concibe el universo como un sistema organizado y armónico en el que hay una variedad infinita de sustancias que se combinan para formar una armonía perfecta.

Por eso cada mónada se desarrolla según su propia ley y conforme a su constitución interior. Ninguna de ellas es susceptible de aumento o disminución por la actividad de otras. “Las mónadas no tienen ventanas”, escribe Leibniz, y no se comunican unas con otras ni se influyen unas a otras.

Cada mónada refleja el universo entero desde su propio punto de vista, conforme a su modo propio de percibir. Cada una ofrece una perspectiva diferente de lo mismo.

Leibniz conocía la teoría atómica de los griegos, de Demócrito y Epicuro. Pero los átomos de estos filósofos, al poseer tamaño y figura, no podían ser para Leibniz los constituyentes últimos de la realidad: tendrían que seguir siendo en principio divisibles, ¿hasta cuándo? Los verdaderos átomos de la realidad tendrían que ser como puntos metafísicos (no puntos físicos, sólo en apariencia indivisibles, ni puntos matemáticos, que no existen y no se pueden juntar para formar cuerpos), inmateriales.

Es importante tener en cuenta que cada sustancia o mónada es el principio y la fuente de sus actividades. No se trata de algo inerte, sino que tiene una tendencia interna, (un conato) a la actividad y al autodesarrollo. A la esencia de las mónadas pertenecen las nociones de fuerza, energía y actividad. La sustancia puede ser definida como “un ser capaz de acción”. En la sustancia o mónada hay un principio de actividad, una fuerza primitiva, una actividad original.

Además, Leibniz da a las mónadas el nombre de entelequias (se trata, en el fondo, de la vieja noción aristotélica de la forma sustancial, repensada por Leibniz), al considerar que cada una de ellas tiene una cierta perfección, una suficiencia, una autarquía (las mónadas se bastan y gobiernan a sí mismas). Leibniz llega a llamarlas “autómatas incorpóreos”[1].

Pero además, Leibniz incluye en su concepción de la mónada la idea, igualmente aristotélica, de la materia prima concebida como pura potencialidad. Así, en las mónadas creadas habría un componente pasivo que no hay que confundir con ningún tipo de corporeidad o materialidad en el sentido más usual. Pero esto equivale a decir que las mónadas son limitadas e imperfectas y esa imperfección o pasividad significa que tienen igualmente percepciones confusas. Entonces hay que pensar que las mónadas “no son puras fuerzas”, como escribe el mismo Leibniz. Son, pues, los fundamentos tanto de acciones como de resistencias o pasividades.

Las mónadas se combinan para formar las sustancias compuestas. Pero aquí podíamos preguntar: ¿cómo es que un cuerpo extenso puede ser el resultado de la unión de mónadas inextensas? Y la respuesta de Leibniz tiene algo de oscuro que omitimos deliberadamente aquí; diremos, sin embargo, que para Leibniz la extensión es más el modo en que percibimos las cosas que un atributo de las cosas mismas, pues la extensión pertenece al orden fenoménico. Esto es un anticipo de la teoría de Kant, como hemos de estudiar.

El cuerpo orgánico es para Leibniz, desde luego, un agregado de mónadas en el que destaca una que llama la mónada dominante, que actúa como la entelequia o forma sustancial de dicho cuerpo orgánico[2].

En cada sustancia corpórea hay pues un número infinito o indefinido de mónadas: “Estoy tan en favor del infinito actual que, en lugar de admitir que la naturaleza le tiene horror, como suele decirse, yo sostengo que la afecta por todas partes, para realizar mejor las perfecciones de su autor. Así, creo que no hay parte alguna de la materia que no sea, no digo ya divisible, sino real y actualmente dividida; y, en consecuencia, la menor de las partículas tiene que ser considerada como mundo lleno de una infinidad de criaturas diferentes”. Por eso escribe en su Monadología:

“Hay un mundo de criaturas, de vivientes, de animales, de entelequias, de almas, en la menor parte de la materia.

Cada porción de la materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de una planta, cada miembro de un animal, cada gota de sus humores, es todavía un jardín o un estanque…”[3].

El problema del infinito es realmente complejo: el verdadero infinito es el ser absoluto; Leibniz no admite ni siquiera la existencia de un número realmente infinito (a pesar de haber inventado el cálculo infinitesimal). “En vez de un número infinito [por ejemplo de mónadas], deberíamos decir que hay más de lo que cualquier número puede expresar”. Por otra parte, el espacio y el tiempo son para Leibniz relativos: son ideas abstractas con alguna base o fundamento en la realidad, a saber, las relaciones que se establecen entre cosas o fenómenos; el espacio es un orden de coexistencias, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones. El filósofo alemán Immanuel Kant profundizará, pocos años después, en estas ideas.

La concepción pluralista que de lo real tiene Leibniz viene a consistir en una concepción del universo como una armonía preestablecida por Dios. El universo es un sistema ordenado en el que cada mónada tiene su función particular. Cada mónada es como un sujeto que virtualmente contiene todo lo que de él puede decirse o predicarse, siendo su fuerza primitiva o su entelequia la ley de sus variaciones y cambios.

Por eso se comprende que, para Leibniz, el presente esté preñado de futuro y la posibilidad de la libertad aparece en su filosofía como un problema realmente complejo. Pero la libertad de la criatura espiritual nunca es negada. Su concepción nos recuerda la de San Agustín: somos verdaderamente libres en la medida en que elegimos el mayor bien. Por eso la historia debería progresar hacia el establecimiento de “un mundo moral dentro del mundo natural”. La causalidad final, el reino ético de los fines, es distinto y está por encima de la causalidad física o mecánica; además, como ya dijera Tomás de Aquino, la gracia perfecciona la naturaleza. En palabras de Leibniz: “la naturaleza conduce a la gracia, y la gracia, al hacer uso de la naturaleza, la perfecciona”.

Como ya hemos dicho antes, cada mónada tiene una tendencia natural a reflejar el sistema infinito del que forma parte. Las mónadas tienen percepción y apetición[4]. Pero en las mónadas hay también una jerarquía y algunas de ellas gozan también de apercepción, esto es, de un grado de conciencia o conocimiento reflexivo de sus estados internos. La memoria o el sentimiento constituyen también esos grados. El más alto es la consciencia espiritual.

El alma espiritual y Dios mismo pueden ser considerados mónadas en esta original concepción metafísica de la realidad, una concepción pluralista que quiere superar tanto el mecanicismo de la física moderna como el monismo de Spinoza y el dualismo (espíritu-materia) de Descartes.



[1] Cuando Leibniz volvió a introducir la teoría de las formas sustanciales o entelequias aristotélicas, concebidas eso sí de manera dinámica, no volvió la espalda a la reciente concepción mecanicista y moderna de la naturaleza, si bien la consideró insuficiente: Leibniz pensaba que había que complementar una concepción finalista y una concepción mecanicista de la naturaleza.

[2] “Distingo, escribe Leibniz, (1) el alma o entelequia primitiva; (2) la materia primaria o fuerza pasiva primitiva; (3) la mónada, completada por aquellas dos; (4) la masa o materia secundaria, o máquina orgánica, a la que concurren innumerables monada subordinadas; (5) el animal o sustancia corpórea, del que la monada dominante hace una sola máquina”.

[3] Monadología, 66-67. Este sugerente texto nos hace pensar en la vieja idea, hoy repensada, de que todo está en todo y forma parte de todo y en él influye.

[4] “La acción del principio interno [en cada mónada] que causa el cambio o el paso de una percepción a otra puede llamarse apetición”.

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