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Boehmiano. En pos de la sabiduría, como arte de vivir

Conocimiento y espiritualidad. Un esbozo

 

Es cierto: amamos el conocimiento porque amamos la vida. Y es posible que no estemos del todo acostumbrados a vivir, pero hemos nacido para amar y para intentar ser felices. Ojalá la felicidad fuera algo inevitable para todos nosotros, como se pone en boca de Yudhistira, en el Mahabharata indio. Encontrar sentido al sufrimiento, al inmenso sufrimiento de tantos seres humanos, este es un verdadero problema para los filósofos.

 

“El que ame su vida la perderá, y el que pierda por mí su vida la hallará”. Palabras enigmáticas y difíciles, extrañamente hermosas, si bien es cierto que el mayor amor se muestra en la entrega de la propia vida: “Vivimos para entregar la vida, / otra razón no hay”, rezan los versos de Rumi. Nosotros las vemos relacionadas con la purificación y con el desprendimiento que nos alejan del hombre exterior, del viejo hombre; con la superación del ego, que no es lo mismo que la pérdida del yo personal. Dios no quiere nuestra aniquilación, sino nuestra transformación. En efecto, “el hombre es el ser que padece su propia transcendencia” (María Zambrano).

 

Conocemos para vivir más plenamente, aunque no puede olvidarse una objeción. Aquella del sabio hebreo que anuncia que en mucha ciencia hay aflicción y que aumenta sus padecimientos quien aumenta sus conocimientos. Sin necesidad de un sentimiento trágico, schopenhaueriano o excesivamente órfico de la vida, es cierto que aquí aprendemos muchas veces padeciendo (como enseña la tragedia griega) y está escrito: por la paciencia conquistaremos nuestra alma.

 

Hay algo de locura en el amor y el también algo de cordura en la locura, escribió Nietzsche, aquel filósofo que no entendía se pudiera despreciar esta vida en aras de otra vida por venir. Bien entendido que hablamos del delirio, de la theia manía, del entusiasmo divino -valga la redundancia-, de esa pizca de locura sin la cual no es posible entrar en el palacio de la sabiduría (W. Blake).

 

Pero sabemos que la sabiduría no consiste en la erudición (Heráclito). De ahí la necesidad o conveniencia de aprender el arte del desaprender, necesario vacío de lo que implican las palabras y las ideas para llegar al centro silencioso y sereno; o de la noche oscura, que purifica el espíritu -y no sólo en sentido-, los descensos a los ínferos; en fin, la pobreza de espíritu que a la que pertenece (o que atrae) el Reino de los cielos. Es bien sabido, la purgación (la obra al negro, en lenguaje alquímico) precede a la iluminación y a la unión.

 

Entonces, ¿qué conocimiento? Ante todo, el de que una sola cosa que es necesaria. Ésa en cuyo amor consiste la verdadera pureza del corazón (Kierkegaard). Es sabio el que conoce de veras esa única cosa, ese tesoro escondido, esa perla preciosa, esa chispa divina increada (Eckhart), don del amor donde de veras vivimos y somos. Otra cosa no han enseñado los sabios, si entendemos la sabiduría como el arte de vivir una vida plena y hermosa.

 

Conocimiento que se busca, que no se escribe, que se aprende y se guarda en el corazón... que está hecho de pasividad y actividad, como dos y bien distintos son los intelectos del mismo nombre que nos integran. Conocimiento que se pasma, en su misma certidumbre, del milagro de la vida y del prodigio (misterio en el misterio) de la posible divinización del ser. Por eso, doctrinarios y dogmáticos alejan al espíritu; meros teólogos o moralistas (válidos en su nivel) no pueden comprender lo que escapa a la razón, ni aquello que dice el místico de que para el justo no hay ley. Tampoco entienden muchas veces que la ley se hace o revela para el hombre y que Dios es un Dios de vida.

 

Conocer para nacer, para renacer, para ir en pos de ese segundo nacimiento que sabe a fuego del espíritu, ese que hace libre, ese que sabe a gloria porque su llama consume, pero no quema. Conocer para asimilar y asimilarse a la realidad cosmoteándrica (R. Pánikkar) pero no para apoderarse de ella (¡es imposible!), sino para buscarle un sentido y afirmarla.

 

Y nosotros la afirmamos como misterio, de modo análogo a esa realidad última que es su fundamento (theos) y su aliento, su centro invisible. Conocer, en sentido iniciático, debiera ser pues, también, un ahondar en lo insondable, un dar vueltas sobre lo inefable, un caminar sobre las aguas, un paso “en falso” allí donde no se hace pie… Y no quisiera que se entienda esto como una huida hacia delante, como una caída en el irracionalismo, sino como un límite necesario a toda pretensión que acaba siendo escolástica por confiar demasiado en la humana inteligencia. Por eso, en el océano del Misterio, la única lámpara que nos sirve es la fe.

 

De impresionante manera se nos muestra esta idea en la forma como, en sus últimos escritos, poco antes de morir "prematuramente", sor Isabel de la Trinidad alude a este abismarse en la divinidad, que reside en el fondo del alma, conforme a las enseñanzas de sus maestros Ruysbroec y Juan de la Cruz. Valgan estos ejemplos: “descender cada día por este sendero del abismo que es Dios. Dejémonos deslizar por esta pendiente con una confianza toda llena de amor”… y citando a Ruysbroec: “Sucede este fenómeno: es Dios quien en el fondo de nosotros recibe a Dios que viene a nosotros, y ¡Dios contempla a Dios!, Dios en quien consiste la bienaventuranza”. Y esa donación o autodonación de Dios es “una llegada incesante, una generación que no merma”. Como no merma el ascenso-descenso del abismamiento que es un verdadero retorno al Origen, recordando esta idea tan cara a Lao Tsé y que es susceptible de una interpretación cristiana o que se puede asumir desde esta perspectiva. En suma, experiencia abisal, que nos permite vislumbrar la vida en el presente eterno (otra idea tan esencial en el Maestro Eckhart), allí donde se encuentran el tiempo y la eternidad[1].

 

Es claro, pues, que pensamos en un conocimiento no meramente acumulativo o “intelectual”, sino que nos transforme. Ese conocimiento que va tan íntimamente unido al ser, que sabe de lo que habla y habla de lo que sabe porque lo ha experimentado y vivido.

 

Mística especulativa significa que, desde la fuente y el claro que supone la vivencia de amor y transformación, desde esa perspectiva a un tiempo abisal y humana, profundamente humana, se intenta progresar hacia un conocimiento de Dios (teosofía) y de lo real (ontología, en el mejor sentido de esta clásica e ilustre palabra).

 

Inútil e infecunda me parece, por tanto, la distinción que contrapone, subordina o separa mística de intelecto (así en René Guénon y sus seguidores) y que llega, acaso en un extremo de ceguera propiciado por la excesiva claridad del saber, a valorar y estimar más la tinta de los sabios que la sangre de los mártires. Desde luego que la tinta y la sangre no tienen por qué ser comparadas ni entrar en conflicto, que multiformes son los dones de lo alto y pretenden la unidad. Además, se ha sugerido que quien es capaz de escribir con su propia sangre se dará cuenta de que la sangre es también espíritu (Nietzsche). La mística especulativa (Eckhart, Plotino, el Pseudo-Dionisio, Rumi, Böhme, Swedenborg…) me parece que zanja este conflicto entre “intelectuales” y “cordiales”. Quien sea más cristiano apreciará seguro a S. Buenaventura, Guillermo de Saint-Thierry o Bernardo de Claraval, en quien por cierto aparece esa fórmula preciosa del “ojo del corazón”, tan grata a los sufíes, para referirse al órgano del conocimiento.

 

 Termino con una anécdota. No es literal, pero refiero bien la idea:

 

 Los discípulos del llamado S. Dionisio (o el Pseudo-Dionisio Areopagita) le preguntaron al maestro quién le entendía mejor, a quién estimaba como el mejor de sus discípulos o al más adecuado para sucederle. La respuesta no se hizo esperar:

 

-“Atanasio” [es un decir; el nombre no lo recuerdo].

-“¿Atanasio? No es el más inteligente, ni el que posee más conocimientos… ¿Por qué Atanasio?”.

-“Porque él experimenta a Dios”.

 

Esa experiencia de Dios que, bien entendida, nos parece la meta de todo conocimiento y el criterio o la clave de un discernimiento espiritual capaz de unir conocimiento y vida, capaz de buscar en el conocimiento lo que nos dé vida, porque pone aquél al servicio de ésta, ya que se vive para la auténtica filosofía. Así no puede haber escisión y se encuentra la luz que puede dar sentido y dirección a los anhelos y a la esperanza humana, la guía que armonice el fuego y el calor del corazón y de todas las potencias genuinamente humanas, pues, para decirlo con frase de María Zambrano, “nada de lo real ha de ser humillado”. Sí amado y comprendido, elevado, sanado o trascendido, vinculado a su centro y a su origen.



[1] Los textos y el conocimiento de Isabel de la Trinidad los debo a la generosidad de mi amigo el padre carmelita descalzo Enrique Lassa, autor de un precioso escrito, aún en prensa, que me ha facilitado y que se titula Sor Isabel o la ruta del amor, donde efectúa un paralelismo entre los escritos de la santa y las reflexiones sobre los diez grados de amor que Juan de la cruz expone en los capítulos 19 y 20 del libro II de la Noche oscura del alma. A propósito de lo que estábamos hablando escribe el P. Enrique:

“No tarda Isabel de la Trinidad en descubrir que su vivencia del infinito de Dios que la habita es la de no tocar nunca fondo, de ahí su traducción de dicha vivencia -que reitera una y otra vez como un estribillo incansablemente repetido- como un inacabable abismarse en el abismo asimismo inacabable de Dios, abismo u océano -traducirá en otras ocasiones- que tanto abarca cuanto penetra a quien en él se sumerge, que eso es la contemplación como carisma que Isabel recibe y ejercita, ejercicio de amor que no necesita -ni puede- formularse adecuadamente en conceptos o palabras, puesto que le basta, simplemente, la conciencia lúcida de la presencia real del Padre, del Hijo y del Espíritu, presencia informulable por ser por sí misma inefable. La contemplación, más que para ser formulada, está para ser vivida. No obstante, el teólogo Tomás de Aquino aventuró una formulación que para el profano o inexperto pudiera sonar como la explicación que se diera a un ciego de nacimiento sobre el azul del firmamento, el verde de los prados o el rojo del ocaso, pero que, sin embargo, y a falta de la experiencia vivida, contiene la verdad fundamental que un teórico puede expresar aun sin poseer dicha experiencia y que un contemplativo experimenta aunque ignore la teoría: es -dijo- la consecuencia o efecto de la caridad teologal que actúa mediante el don de sabiduría, esa sabiduría que -siempre según el mismo Tomás de Aquino- es conocimiento de Dios como por connaturalidad, ese que se genera en el amor compartido y que produce tal connaturalizad al colocar a los amantes en el mismo plano de igualdad. “A vosotros ya no os llamo siervos, sino amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn. 15, 15). Si no puede decirse que todos los amigos de Dios reciben el don de la contemplación, sí puede decirse que todos los contemplativos experimentan la amistad con Él. Juan de la Cruz relaciona asimismo ese conocimiento de Dios no conceptual, sino sapiencial, con el amor -la amistad de que habla Jesús en el texto citado- cuando escribe de “la sabiduría mística, la cual es por amor” (CE. Pról. 2), afirmación reiterada, como cuando afirma que “Nunca da Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde” (II N. 12, 2). Pareciera, según eso, que el conocimiento contemplativo de Dios invierte la dinámica del simple conocimiento mental, según el cual –tal como afirmaba la escolástica- nada puede ser deseado o amado sin que previamente haya sido conocido, puesto que en la contemplación es el amor deseante de Dios el que genera el conocimiento sapiencial”.

 

4 comentarios

Boehmiano -

Hola, Hiniare. Gracias. Me alegra mucho lo que dices, porque esta verdad se experimenta, se vive. Se padece y se goza. No hacen falta muchos comentarios, pero es gozoso saber que hay personas con anhelos parecidos.
Yo igual soy demasiado filósofo (de formación, quiero decir), pero es igual.
El conocimiento es la actividad más alta, para Aristóteles. Es "ergon" (obra), "energeia" (acto).
Yo creo que sólo se conoce de veras lo que se ama y se integra.
Me encanta que vengas por aquí y digas lo que quieras. Hasta luego:
B.

hiniare -

Hola, Boehmiano,
Voy leyendo tu blog y si no he hecho más comentarios es porque no tengo nada que añadir a lo que tú has escrito: estoy totalmente de acuerdo. Pero la primera frase con la que empieza este artículo me ha impresionado: amamos el conocimiento porque amamos la vida. Muchas veces me cuesta hacer entender a los demás la necesidad que tengo de aprender, que es tanto como respirar, crecer, vivir. Es cierto que el conocimiento puede traer afliciones, como las trae la libertad: obliga a hacerse responsable de uno mismo y del mundo. La ignorancia no puede ser felicidad, sólo vacío. Y también estoy de acuerdo en que el conocimiento no existe fuera de la vida. El conocimiento es aquello que se realiza cuando la persona lo pone en práctica, no es un objeto, es una acción.
Bueno, nada más, vuelvo por aquí a menudo, siempre encuentro algo interesante. Hasta otra,
h.

Boehmiano -

De nuevo decirte que eres muy amable. Comparto palabra por palabra lo que dices en tu comentario (bueno, al margen de los elogios, que atribuyo a tu generosidad).
Sin mirar sus posibles defectos, es un escrito sincero, que preparé para unos amigos. Me animas a seguir escribiendo y a buscar la forma de cuidar este blog.
Un abrazo cordial:
B.

Filô -

Es un artículo interesantísimo. Yo tampoco entiendo una mística lejana de la realidad -a la que quiere trascender a toda costa-. Al contrario, está dentro, muy dentro de ella. Tampoco es de recibo el dogmatismo científico. El conocimiento verdadero es inseparable, indivisible de la realidad/vida. Y esta realidad, aunque obedezca a leyes, no es exactamente, ni en su totalidad, "racional".
Fantástico texto, me alegra haber tenido la oportunidad de leerlo.
Un abrazo,
F.