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Boehmiano. En pos de la sabiduría, como arte de vivir

Textos de Fª para 1º de Bach.

Un antiguo artículo de prensa sobre los Presocráticos

Los Presocráticos, filósofos del universo[1]

Las ideas de los presocráticos -filósofos que vivieron en la Grecia del siglo VI antes de Cristo-, parecen asombrosas intuiciones de las teorías de la ciencia experimental, especialmente de la física moderna. Ellos fueron investigadores del Universo y no sólo de la Tierra y sus brillantes percepciones abarcan de lo más pequeño a lo más grande. Los átomos, la conservación de la materia..., nada escapó a estos griegos del siglo sexto a. C.

«En los orígenes mismos del pensamiento universalista, los presocráticos, esa pléyade de filósofos que vivieron en las costas de la antigua Jonia, en Grecia y en Sicilia, merece más bien ser llamados filósofos del universo, filósofos de las cuatro esquinas (los confines del mundo) o, incluso, filósofos del infinito.

De Alcmeón a Tales

Ya que su nombre empieza por A, empecemos por Alcmeón, que fue el primero en destacar la importancia del cerebro, la más perfecta de las computadoras. Discípulo de Pitágoras en la vejez de éste, proclama que el cerebro humano es un elemento primordial. Poco después, las ideas de otro filósofo presocrático, Demócrito, prefiguran el nacimiento del primer cerebro electrónico y la fisión del átomo. Pero hay que reconocer a Alcmeón el mérito de haber sido el primero que definió en occidente el yin y el yang de los chinos, al afirmar que la dualidad es la esencia de lo humano y que la “unicidad” (es decir, el uno sin su contrario) engendra la enfermedad. Las computadoras se basan en la dualidad del imput y el output.

Demócrito, junto con el Leucipo (fueron conocidos como los gemelos), concibe la primera hipótesis atómica. Fue el primero que sostuvo que lo único que existen son los átomos y el vacío. Su materialismo dialéctico, que presentaba la naturaleza como un todo cuyas partes están unidas entre sí, queda justificado por los descubrimientos de nuestro siglo, el siglo del átomo, de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica.

Heráclito introduce la noción de psicosomático, que tanto predicamento tiene hoy en día, pero una de sus afirmaciones esenciales era que la antítesis y el antagonismo generan el progreso y el desarrollo. “La guerra es la madre de todas las cosas”. Todo, menos la ley de la transformación, se derrumba y se transforma. Y una de sus tesis, paradójica para la época y precursora de los descubrimientos científicos modernos, era que universo muere y se reanima por periodos alternativos; que no tiene creador ni principio ni fin en el tiempo. ¿Acaso la ley de la conservación de la energía en física no es la confirmación más rotunda de que el universo es infinito e inmortal?

Unos años más tarde, Empédocles presiente la perennidad de la materia: “Estúpidos, ¿cómo es posible que algo proceda de la nada?”.

El movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte, sólo son dos caras de la misma realidad. 2500 años después Leibniz y Lavoisier descubrirán la ley de la indestructibilidad de la materia; la ciencia atómica contemporánea ha calculado que si bien la vida de algunas partículas del átomo es sumamente breve, cada electrón, protón o neutrón existe, por el contrario, desde siempre. El universo está hecho con estos materiales básicos de construcción y se sabe con certeza que nada surge de la nada. “Nada nace de nada y lo que es ha sido y será siempre” es también lo que afirma Meliso, para quien “no hay principio ni fin. Nada se va, porque nada vino nunca”.

Un pluralismo naciente

A principios del siglo VI a. C. Tales se trasladó en barco a Mileto y viajó a Egipto con intención de estudiar en los templos de Toth, o Hermes, dios de la ciencia. A su regreso dejó a sus compatriotas estupefactos al declarar: “El sol y las estrellas son simplemente esferas de fuego de dimensiones colosales”. Su discípulo Anaximandro creía que en sus orígenes el mundo era una masa indiferenciada de sustancia primitiva y árida. Explicaba que esa masa se había condensado poco a poco, pasando del estado gaseoso al líquido y después al sólido, e insistía en la función que había cumplido la temperatura en el nacimiento del mundo. Filolao sostenía que “todo es número. Sin el número no hay nada que se pueda conocer ni pensar”. Y, según él, la esencia del número, su fuerza, reside en la decena.

También aquí hay coincidencia con la física actual. A este respecto afirma Werner Heinsenberg: “Tal vez convenga poner de relieve que la pregunta de si la materia original es alguna de las materias conocidas o algo diferente y superior a ella se está planteando de distinta forma en la física moderna. Hoy en día los físicos, al igual que los filósofos presocráticos en su época, intentan encontrar una ley fundamental del movimiento de la materia de la que puedan depender matemáticamente todas las partículas elementales y sus singularidades. (...). Por consiguiente, son en última instancia las formas matemáticas las que sustituyen a los cuerpos regulares, siguiendo un proceso casi igual al de los Pitagóricos, según el cual pueden conseguirse vibraciones armónicas al modificar la tensión de las cuerdas”. Para Pitágoras “los números son los elementos primeros de la naturaleza”.

Tales, “el primer astrólogo predijo los eclipses de sol y explicó los solsticios”, fue, según Karl Popper, el fundador de una tradición nueva del librepensamiento. La actitud crítica del discípulo hacia la doctrina del maestro se convierte en la escuela jonia en uno de los elementos de la filosofía. Tales toleraba la crítica e incluso la fomentaba, lo que constituye una novedad, una fisura en la tradición de la doctrina única de la escuela y la introducción de un pluralismo doctrinal que lleva necesariamente a cobrar conciencia de que nuestros intentos de aprehender y explicar la verdad no son definitivos, sino que pueden mejorarse, de que nuestros conocimientos y nuestra doctrina son coyunturales.

La vida del diálogo

Parménides no es sólo el físico que afirmaba: “Todo obedece a la necesidad: la tierra, el sol, la luna, el éter común a todos, la Vía Láctea y la fuerza caliente de las estrellas”, sino también un poeta que escribió: “Por doquier suscita (Eros) el alumbramiento odioso y la unión, empujando a la hembra hacia el macho para unirse a él”.

El afán de unidad es idéntico en Anaxágoras: “Lo visible es el aspecto de lo invisible”, “la Inteligencia rige todas las cosas” y “lo que debía ser, lo que era y ya no es, cuanto es ahora y todo lo que se producirá, todo ello la Inteligencia lo ha conocido y lo ha dispuesto en buen orden por su rotación”; Jenófanes afirma: “El anchuroso mar ha engendrado las aguas, los vientos y los ríos”; y, por último, Anaximandro: “El calor se separó del frío en el nacimiento del mundo y formó en torno al aire del planeta, como la corteza alrededor del árbol, una esfera ardiente. Y la esfera, dividiéndose en dos, formó dos esferas, la del frío y la del calor generado por la matriz en el nacimiento del mundo”.

Así pues las ideas de los presocráticos parecen asombrosas intuiciones de las teorías de la ciencia experimental moderna. Karl Popper concluye su estudio con estas palabras: “Después de los presocráticos la humanidad cayó en el letargo invernal de la Edad Media que se ha prolongado hasta nuestra época, cuando Einstein, con sus descubrimientos sobre el movimiento, la masa, la energía y el tiempo, ha ofrecido una imagen nueva del viejo universo. La filosofía presocrática nos muestra la vía del diálogo, de donde puede surgir la verdad, en tanto que las religiones dogmáticas y las ideologías rígidas son monólogos en los que acapara la palabra un solo interlocutor, el que cree tener el monopolio de la verdad. Pero semejante monopolio no puede existir”. Como afirma Oppenheimer, la noción de complementariedad, que caracteriza la estructura atómica y los cuanta, supone reconocer que dos descripciones distintas de una experiencia son igualmente válidas, indispensables, aunque sean irreconciliables. Y yo agregaría que otro tanto cabe decir de la ley de la indeterminación.

Saberes e intuición

Los filósofos presocráticos fueron investigadores del universo y no sólo de la Tierra. El ámbito de sus investigaciones sería hoy en día la guerra de las galaxias. Como señala un estudioso norteamericano, “la psicología del hombre corriente del siglo XX es prácticamente la misma, en términos generales, que la de un comerciante del siglo XVI o un campesino del siglo XIV, aunque tenga automóvil y televisión. El abismo que separa los conocimientos de nuestra época de las concepciones anacrónicas que hemos heredado de la Edad Media provocará estupefacción en el futuro. Esta distancia es una de las causas de nuestra crisis actual, material y psicológica. Un buen ejemplo de rectitud en el juicio y el método nos lo brinda el siglo de oro de los presocráticos griegos, cuando la filosofía significaba pensamiento científico”. Y también, añadiría yo, cuando la tecnología no se reducía a las capacidades de una computadora. El hombre no puede vivir sin intuición. Todos los grandes sabios, al igual que los astronautas, han recurrido a la poesía para describir el milagro que tenían ante sus ojos. Y es precisamente esa poesía, junto con el conocimiento científico, lo que nos ofrecen los filósofos presocráticos».

Vassilis Vassilikos



[1] El 8 de Noviembre de 1992, en el diario Heraldo de Aragón, apareció publicado un artículo de Vassilis Vassilikos que llevaba por título: Los presocráticos, filósofos del universo. Me lo trajo a Covaleda, en Soria, un compañero del instituto que vivía en Zaragoza. Lo he conservado en papel y lo transcribo ahora para mis alumnos de 1º de bachillerato. No comparto todo lo que dice, pero creo que no carece de interés, sobre todo por su admiración a los Presocráticos y por su manera de traerlos a la actualidad y relacionarlos con la nueva física contemporánea.

Verdad y perspectiva, en El Espectador, de Ortega

El prospecto de El Espectador me ha valido numerosas cartas llenas de afecto, de interés, de curiosidad. Una de ellas concluye: “Pero siento que se dedique usted exclusivamente a ser espectador”.

Me urge tranquilizar a este amigo lejano, y para ello tengo que indicar algo de lo que yo pienso bajo el título de El Espectador. La integridad de los pensamientos tras esa palabra emboscados sólo puede desenvolverse en la vida misma de la obra.

Vuelva a la tranquilidad este lejano amigo que me escribe, y para el cual -¡gracias le sean dadas!- no es por completo indiferente lo que yo haga o deje de hacer: la vida española nos obliga, queramos o no, a la acción política. El inmediato porvenir, tiempo de sociales hervores, nos forzará a ella con mayor violencia. Precisamente por eso yo necesito acotar una parte de mí mismo para la contemplación. Y esto que me acontece, acontece a todos. Desde hace medio siglo, en España y fuera de España, la política -es decir, la supeditación de la teoría a la utilidad- ha invadido por completo el espíritu. La expresión extrema de ello puede hallarse en esa filosofía pragmatista que descubre la esencia de la verdad, de lo teórico por excelencia, en lo práctico, en lo útil. De tal suerte, queda reducido el pensamiento a la operación de buscar buenos medíos para los fines, sin preocuparse de éstos. He ahí la política: pensar utilitario.

La pasada centuria se ha afanado harto exclusivamente en allegar instrumentos: ha sido una cultura de medios. La guerra ha sorprendido al europeo sin nociones claras sobre las cuestiones últimas, aquellas que sólo puede aclarar un pensamiento puro e inútil. Nada más natural que, reaccionando contra ese exclusivismo, postulemos ahora frente a una cultura de medios una cultura de postrimerías.

Situada en su rango de actividad espiritual secundaria, la política o pensamiento de lo útil es una saludable fuerza de que no podemos prescindir. Si se me invita a escoger entre el comerciante y el bohemio, me quedo sin ninguno de los dos. Mas cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo, La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira.

De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno, con mirada suplicante de náufrago los hombres a quienes importase la verdad, la pura verdad, lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno. Los he buscado cerca y lejos, entre los artistas y entre los labradores, entre los ingenuos y los "sabios". Como Ibn-Batuta, he tomado el palo del peregrino y hecho vía por el mundo en busca, como él, de los santos de la tierra, de los hombres de alma especular y serena que reciben la pura reflexión del ser de las cosas. ¡Y he hallado tan pocos, tan pocos, que me ahogo!

Sí: congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas sólo a usar de las cosas como  les conviene. Política se hace en las academias y en las escuelas, en un libro de versos y en el libro de historia, en el gesto rígido del hombre  moral y en el gesto frívolo del libertino, en el salón de las damas y en  la celda del monje. Muy especialmente se hace política en los laboratorios: el químico y el histólogo llevan a sus experimentos un  secreto interés electoral. En fin, cierto día, ante uno de los libros más abstractos y más ilustres que han aparecido en Europa desde hace treinta años, oí decir en su lengua al autor: Yo soy ante todo un político. Aquel  hombre había compuesto una obra sobre el método infinitesimal contra el  partido militarista triunfante en su patria.

Hace falta, pues, afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el  derecho de la verdad.

En El libro de los Estados decía don Juan Manuel: "Todos los Estados del mundo se encierran en tres: al uno llaman defensores, et al otro oradores,  et al otro labradores". ¡Perdón, Infante; el mundo así resultaría incompleto! Yo pido en él un margen para el estado que llaman de los espectadores. El nombre goza de famosa genealogía: lo encontró Platón. En su República concede una misión especial a lo que él denomina filoqeamoneV -amigos de mirar; son los especulativos, y al frente de ellos los filósofos, los teorizadores-, que quiere decir los contemplativos.

El Espectador tiene, en consecuencia, una primera intención: elevar un reducto contra la política para mí y para los que compartan mi voluntad de pura visión, de teoría.

El escritor, para condensar su esfuerzo, necesita de un público, como el licor de la copa en que se vierte. Por esto es El Espectador la conmovida apelación a un público de amigos de mirar, de lectores a quienes interesen las cosas aparte de sus consecuencias, cualesquiera que ellas sean, morales inclusive. Lectores meditabundos que se complazcan en perseguir la fisonomía de los objetos en toda su delicada, compleja estructura. Lectores sin prisa, advertidos de que toda opinión justa es larga de expresar. Lectores que al leer repiensen por sí mismos los temas sobre que han leído. Lectores que no exijan ser convencidos, pero, a la vez, se hallen dispuestos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito. Lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico. En suma: lectores incapaces de oír un sermón, de apasionarse en un mitin y juzgar de personas y cosas en una tertulia de café.

A hombres y mujeres de tan rara índole se dirige El Espectador, que es un libro escrito en voz baja.

Suele, con Goethe, oponerse la gris teoría a la vida, al palpitante arco iris de la existencia. No discutiré ahora cuál sea el verdadero sentido de tal oposición[1]. Pero he de prevenir una mala inteligencia. Cuando leo que Aristóteles hace consistir la beatitud, esto es, la vida perfecta, en el ejercicio teórico, en el pensar, siento que dentro de mí la irritación perfora el respeto hacia el Estagirita. Me parece excesivamente casual que Dios, símbolo de todo movimiento cósmico, resulte un ser ocupado en pensar sobre el pensar. Este afán de divinizar el oficio y el menester que cumplimos sobre la Tierra, este prurito de no contentarse cada cual con lo que es, si esto que es no parece lo mejor y sumo, se me antoja un resto de política que perdura hasta en las más altas dialécticas. Aristóteles quiere hacer de Dios un profesor de filosofía en superlativo.

Yo ando muy lejos de pretender semejante cosa. No asevero que la actitud teórica sea la suprema; que debamos primero filosofar, y luego, si hay caso, vivir. Más bien creo lo contrarío. Lo único que afirmo es que sobre la vida espontánea debe abrir, de cuando en cuando, su clara pupila la teoría, y que entonces, al hacer teoría ha de hacerse con toda pureza, con toda tragedia. El mal -dice Platón- viene a las repúblicas de que no hace cada cual lo suyo. Esto es lo decisivo: ta eautou prattein. Me parece admirable, por ejemplo, que Don Juan deje resbalar su corazón sobre la múltiple feminidad. Lo que me enoja es que Don Juan teorice el amor. ¡No: que haga lo suyo! Una mujer te espera: puede renovar su perpetua aventura, dulce y amarga, en que se siembra la flor y nace la espina. Pero no se empeñe en conquistarnos la verdad con su empaque de gallo: sería inútil y además indecente.

Acentuar esta diferencia entre la contemplación y la vida -la vida, con su articulación política de intereses, deseos y conveniencias-, era necesario. Porque El Espectador lleva una segunda intención: él especula, mira- pero lo que quiere ver es la vida según fluye ante él.

Con razón se tachaba de gris la teoría, porque no se ocupaba más que de vagos, remotos y esquemáticos problemas. La historia de la ciencia del conocimiento nos muestra que la lógica, oscilando entre el escepticismo y el dogmatismo, ha solido partir siempre de esta errónea creencia: el punto de vista del individuo es falso. De aquí emanaban las dos opiniones contrapuestas: es así que no hay más punto de vista que el individual, luego no existe la verdad -escepticismo; es así que la verdad existe, luego ha de tomarse un punto de vista sobreindividual -racionalismo.

El Espectador intentará separarse igualmente de ambas soluciones, porque discrepa de la opinión donde se engendran. El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. Otra cosa es un artificio.

Leibniz dice: “Comme une même ville regardée de différents côtés parait toute autre et est comme multipliée perspectivement, il arrive de même, que par la multitude infinie des substances simples -es decir, de conciencias-, il y a comme autant de différents univers, qui ne sont pourtant que les perspectives d'un seul selon les différents points de vue de chaque monade”[2]. [“Igual que una misma ciudad parece del todo diferente mirada desde diferentes lados y está como multiplicada en perspectivas, sucede igual que, para la multitud infinita de las sustancias simples [mónadas; conciencias las llama Ortega], hay como otros tantos diferentes universos, que sin embargo no son sino las perspectivas de uno solo según los diferentes puntos de vista de cada mónada]. (Traducción mía).

La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces.

Desde este Escorial, rigoroso imperio de la piedra y la geometría, donde he asentado mi alma, veo en primer término el curvo brazo ciclópeo que extiende hacia Madrid la sierra de Guadarrama. El hombre de Segovia, desde su tierra roja, divisa la vertiente opuesta. ¿Tendría sentido que disputásemos los dos sobre cuál de ambas visiones es la verdadera? Ambas lo son ciertamente, y ciertamente por ser distintas. Si la sierra materna fuera una ficción o una abstracción o una alucinación, podrían coincidir la pupila del espectador segoviano y la mía. Pero la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista.

La verdad, lo real, el universo, la vida -como queráis llamarlo- se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, sí ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaría, lo que vi será un aspecto real del mundo.

Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mí pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituíbles, somos necesarios. "Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo humano" -dice Goethe-. Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles.

La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos. La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa vena del río, compongamos el torrente de lo real.

El chorro luminoso de la existencia pasa raudo: interceptemos su marcha con el prisma sensitivo de nuestra personalidad, y del otro lado, sobre el papel, sobre el libro, se proyectará un arco iris. Sólo de esta suerte se liberta la teoría de su tono en gris menor.

El Espectador mirará el panorama de la vida desde su corazón, como desde un promontorio. Quisiera hacer el ensayo de reproducir sin deformaciones su perspectiva particular. Lo que haya de noción clara irá como tal; pero irá también como ensueño lo que haya de ensueño. Porque una parte, una forma de lo real es lo imaginario, y en toda perspectiva completa hay un plano donde hacen su vida las cosas deseadas.

Voy, pues, a describir la vertiente que hacia mí envía la realidad. Si no es la más pintoresca, ¿tengo yo la culpa? Situado en El Escorial, claro es que toma para mí el mundo un semblante carpetovetónico.

Tal es la intención que me mueve. Como se advierte, excluye de una manera formal el deseo de imponer a nadie mis opiniones. Todo lo contrario: aspiro a contagiar a los demás para que sean fíeles cada cual a su perspectiva.

¿Servirá de algo a alguien El Espectador? No lo puedo asegurar; pero interpreto como buen augurio que su proyecto nació en una explosión de alegría impersonal, de confianza en el porvenir de los hombres. Antes y más allá del clarín que hacen resonar las batallas transitorias, los que hemos llegado al medio del camino de la vida habíamos percibido el tema de alborada que en su cuerno de caza modula el Destino. Pasaremos por horas de amargura individual y colectiva, pero en el fondo de nuestra conciencia hallamos como la seguridad de que, en suma, damos vista a una época mejor.

Entrevemos una edad más rica, más compleja, más sana, más noble, más quieta, con más ciencia y más religión y más placer -donde puedan desenvolverse mejor las diferencias personales e infinitas posibilidades de emoción se abran como alamedas donde circular.

Mas la sana esperanza parte de la voluntad como la flecha del arco. Esa edad mejor sazonada depende de nosotros, de nuestra generación. Tenemos el deber de presentir lo nuevo; tengamos también el valor de afirmarlo. Nada requiere tanta pureza y energía como esta misión. Porque dentro de nosotros se aferra lo viejo con todos sus privilegios de hábito, autoridad y ser concluso. Nuestras almas, como las vírgenes prudentes, necesitan vigilar con las lámparas encendidas y en actitud de inminencia. Lo viejo podemos encontrarlo dondequiera: en los libros, en las costumbres, en las palabras y los rostros de los demás. Pero lo nuevo, lo nuevo que hacia la vida viene, sólo podemos escrutarlo inclinando el oído pura y fielmente a los rumores de nuestro corazón. Escuchas de avanzada, en nuestro puesto se juntan el peligro y la gloria. Estamos entregados a nosotros mismos; nadie nos protege ni nos dirige. Si no tenemos confianza en nosotros, todo se habrá perdido. Si tenemos demasiada, no encontraremos cosa de provecho. Confiar, pues, sin fiarse. ¿Es esto posible? Yo no sé si es posible, pero veo que es necesario.

Hegel encontró una idea que refleja muy lindamente nuestra difícil situación, un imperativo que nos propone mezclar acertadamente la modestia y el orgullo: "Tened -dice- el valor de equivocaros".

Después de todo es el mismo principio que, según los biólogos recientes, gobierna los movimientos del infusorio en la gota de agua: Trial and error -ensayo y error.

1916. [El Espectador, tomo I, 1916].



[1] En algún número posterior aparecerá el ensayo Acción y contemplación, donde desarrollo el tema de las relaciones entre teoría y vida. La nueva biología ofrece material abundante para renovar este problema.

[2] Como ha de hablarse en estos tomos muy frecuentemente del perspectivismo, me importa advertir que nada tiene de común esta doctrina con lo que bajo el mismo nombre piensa Nietzsche en su obra póstuma La Voluntad de Poderío, ni con lo que, siguiéndole, ha sustentado Vaihinger en su libro, reciente La Filosofía del Como si. Es más, del párrafo transcrito de Leibniz apártese cuanto en él hay de referencias a un idealismo monadológico.

 

La Filosofía según Husserl y Unamuno

La Filosofía según Husserl y Unamuno

         Se trata de dos textos muy diferentes de estos dos grandes maestros. Permítasenos decir aquí que preferimos el de Unamuno.

 

        “Desde sus primeros comienzos, la filosofía pretendió ser una ciencia estricta... Esta pretensión fue sostenida en las diversas épocas de la historia con mayor o menor energía, pero jamás fue abandonada... Pero en ningún momento de su desarrollo pudo la filosofía cumplir esta exigencia de ciencia estricta... Kant solía decir que «no se puede aprender filosofía, sino sólo aprender a filosofar». ¿No es esto acaso admitir el carácter no científico de la filosofía? En la medida en que la ciencia es verdaderamente ciencia, se la puede enseñar y aprender, y siempre en el mismo sentido... Si no se puede aprender la filosofía es porque... todavía se carece de problemas, métodos y teorías nítidamente deslindados y cuyo sentido haya sido cabalmente aclarado. No quiero decir que la filosofía sea una ciencia imperfecta; digo simplemente que todavía no es ciencia, que no ha empezado a ser ciencia...”

 

(Edmund HUSSERL: “La filosofía como ciencia estricta”, 1910).

 

 

 

         “Cúmplenos decir, ante todo, que la filosofía se acuesta más a la poesía que a la ciencia. Cuantos sistemas filosóficos se han fraguado como suprema concinación de los resultados finales de las ciencias particulares, en un periodo cualquiera, han tenido mucha menos consistencia y menos vida que aquellos otros que representaban el anhelo integral del espíritu de su autor.

         Y es que las ciencias, importándonos tanto y siendo indispensables para nuestra vida y nuestro pensamiento, nos son, en cierto sentido, más extrañas que la filosofía. Cumplen un fin más objetivo, es decir, más fuera de nosotros...

         La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y ésta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez”.

 

         (Miguel de UNAMUNO: “Del sentimiento trágico de la vida”, 1913).

 

La Filosofía según Cicerón

La Filosofía según Cicerón

            “¿Quién negará que la filosofía no sólo en realidad es antigua, sino también por su nombre? Que por el conocimiento de las cosas divinas y humanas, y por el de los principios y la causa de todas las cosas, conseguía este bellísimo nombre entre los antiguos. Y así, los siete considerados y llamados por los griegos sophói, sabios por nosotros, y muchos siglos antes Licurgo, de cuyo contemporáneo, Homero, se dice incluso que fue anterior a la fundación de esta ciudad de Roma, y ya en los tiempos heroicos Ulises y Néstor, hemos oído que fueron sabios y que fueron considerados tales. Y ni se diría de Atlas que sostiene el cielo, ni de Prometeo que está encadenado al Cáucaso, ni que está convertido en estrella, de Cefeo, con su mujer, yerno e hija, si un divino conocimiento de las cosas celestes no hubiera transmitido sus nombres al extravío de la fábula. Pues bien, a imitación y continuación de éstos, todos los que ponían sus afanes en la contemplación de las cosas eran considerados y llamados sabios, y este su nombre duró hasta el tiempo de Pitágoras, quien, como escribe un oyente de Platón, el póntico Heráclides, varón docto entre los que más, refieren que estuvo en Fliunte y con León, príncipe de los Fliasios, trató docta y disertamente algunas cuestiones; y como León se hubiera quedado admirado de su talento y elocuencia, le preguntó de qué arte hacía principalmente profesión; a lo que Pitágoras respondió que, arte, él no sabía ninguno, sino que era filósofo.

            Admirado León de la novedad del nombre, le preguntó quiénes eran, pues, los filósofos y qué diferencia había entre ellos y los demás; y Pitágoras respondió que le parecían cosa semejante la vida del hombre y la feria que se celebraba con toda la pompa de los juegos ante el concurso de la Grecia entera; pues igual que allí unos aspiraban con la destreza de sus cuerpos a la gloria y nombre de una corona, otros eran atraídos por el lucro y el deseo de comprar y vender, pero había una clase, y precisamente la formada en mayor proporción de hombres libres, que no buscaba ni el aplauso, ni el lucro, sino que acudían por ver y observaban con afán lo que se hacía y de qué modo, también nosotros, como para concurrir a una feria desde una ciudad, así habríamos partido para esta vida desde otra vida y naturaleza, los unos para servir a la gloria, los otros al dinero, habiendo unos pocos que, teniendo todo lo demás por nada, consideraban con afán la naturaleza de las cosas, los cuales se llamaban afanosos de sabiduría, esto es, filósofos; e igual que allí lo más propio del hombre libre era ser espectador sin adquirir nada para sí, del mismo modo en la vida supera con mucho a todos los demás afanes la contemplación y el conocimiento de las cosas”.

 

 (MARCO TULIO CICERÓN: Cuestiones Tusculanas, libro V).

 

Introducción a la Filosofía. Tot y Thamus en el Fedro platónico

            Para saber qué es filosofía es indispensable adentrarse en ella y explorarla. No es posible hacerse una idea de lo que es filosofía “desde lejos”, “de oídas”, sino que es necesaria una aproximación propia, un recorrido personal por sus regiones, por sus cimas y sus oscuridades. Y para no perderse en lo que, tal vez, desde lejos se divise como una selva inextricable, lo aconsejable es recurrir a guías expertos, aproximarse a la experiencia filosófica a través de quienes vivieron intensamente esa experiencia, esto es, los maestros pensadores.

 

            Gabriel Marcel ha dicho que “la verdadera experiencia filosófica, tal como Platón no sólo la definió sino que la vivió, es como una llama que despierta otra llama”. El camino hacia la sabiduría sería, pues, según Platón -uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos-, el diálogo, en el que palabras que aluden a vicisitudes del espíritu tienen el poder de despertar otras palabras, en un intercambio participativo, vivo y conjuntamente inventivo hacia (diá) la razón (lógos).

 

            Claro que el saber, aun el conseguido por vía de la discusión, de la interrogación o del diálogo, corre a cristalizarse sedimentándose en sistemas y teorías. Es así como la filosofía, que en su sentido originario no era otra cosa que “amor a la sabiduría”, “afán de saber” desahogado en discusiones dialécticas, se ha convertido hoy en sinónimo de “exposiciones escritas de temas abstractos y racionales”. El acceso a la experiencia filosófica tiene ahora lugar, fundamentalmente, mediante la meditación reposada de los escritos donde los filósofos dejaron plasmado su pensamiento.

 

            En este sentido conviene recordar una advertencia que en uno de sus diálogos hace Platón respecto al modo adecuado de “aspirar a la sabiduría”. En él, el personaje Sócrates narra el siguiente mito: “En Naucratis de Egipto vivió uno de los antiguos dioses de allá, aquél cuya ave sagrada es la que llaman ibis y cuyo nombre era Theuth. Este fue el primero que, entre otras cosas, inventó la escritura. Era entonces rey de todo el Egipto Thamus, cuya corte estaba en Tebas. Theuth vino al rey y le mostró su arte, afirmando que debía ser comunicado a los demás egipcios. Thamus le preguntó entonces qué utilidad tenía, y Theuth le replicó: «Este conocimiento, ¡oh rey!, hará más sabios a los egipcios; es el elixir de la memoria y de la sabiduría lo que con él he descubierto». Entonces Thamus le dijo: «¡Oh Theuth!, por ser el padre de la escritura le atribuyes facultades contrarias a las que posee, pues ella producirá en el alma de los hombres el olvido de la sabiduría, ya que, fiándose de la escritura, recordarán de un modo externo, no desde su propio interior. Será, por tanto, la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que la escritura procurará a los hombres; y una vez que haya hecho de ellos eruditos sin verdadera instrucción, su compañía será difícil de soportar, porque se creerán sabios en lugar de serlo»” (Fedro).

 

(DIEGO SÁNCHEZ MECA: Aproximación a la Filosofía, Salvat, 1982, pp. 4-5)

La Filosofía según Karl Jaspers

La Filosofía según Karl Jaspers

         “La palabra griega filósofo (philósophos) se formó en oposición a sophós. Se trata del amante del conocimiento (del saber) a diferencia de aquel que estando en posesión del conocimiento se llamaba sapiente o sabio. Este sentido de la palabra ha persistido hasta hoy: la busca de la verdad, no la posesión de ella, es la esencia de la filosofía, por frecuentemente que se la traicione en el dogmatismo, esto es, en un saber enunciado en proposiciones, definitivo, perfecto y enseñable. Filosofía quiere decir: ir de camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas, y toda respuesta se convierte en una nueva pregunta.

 

         Pero este ir de camino -el destino del hombre en el tiempo- alberga en su seno la posibilidad de una honda satisfacción, más aún, de la plenitud en algunos levantados momentos. Esta plenitud no estriba nunca en una certeza enunciable, no en proposiciones ni confesiones, sino en la realización histórica del ser del hombre, al que se le abre el ser mismo. Lograr esta realidad dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar.

 

         Ir de camino buscando, o bien hallar el reposo y la plenitud del momento, no son definiciones de la filosofía. Esta no tiene nada encima ni al lado. No es derivable de ninguna otra cosa. Toda filosofía se define ella misma con su realización. Qué sea la filosofía hay que intentarlo. Según esto es la filosofía a una la actividad viva del pensamiento y la reflexión sobre este pensamiento, o bien el hacer y el hablar de él. Sólo sobre la base de los propios intentos puede percibirse qué es lo que en el mundo nos hace frente como filosofía.

 

         Pero podemos dar otras fórmulas del sentido de la filosofía. Ninguna agota este sentido, ni prueba ninguna ser la única. Oímos en la antigüedad: la filosofía es (según su objeto) el conocimiento de las cosas divinas y humanas, el conocimiento de lo ente en cuanto ente, es (por su fin) aprender a morir, es el esfuerzo reflexivo por alcanzar la felicidad; asimilación a lo divino, es finalmente (por su sentido universal) el saber de todo saber, el arte de todas las artes, la ciencia en general, que no se limita a ningún dominio determinado.

 

         Hoy es dable hablar de la filosofía quizá en las siguientes fórmulas; su sentido es:

 

-Ver la realidad en su origen;

-apresar la realidad conversando mentalmente conmigo mismo, en la actividad interior;

-abrirnos a la vastedad de lo que nos circunvala;

-osar la comunicación de hombre a hombre sirviéndose de todo espíritu de verdad en una lucha amorosa;

-mantener despierta con paciencia y sin cesar la razón, incluso ante lo más extraño y ante lo que se rehúsa;

 

         La filosofía es aquella concentración mediante la cual el hombre llega a ser él mismo, al hacerse partícipe de la realidad”.

 

                   (KARL JASPERS: La Filosofía, F.C.E., pp. 11-12)