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Boehmiano. En pos de la sabiduría, como arte de vivir

Sobre la educación

Sobre la educación integral

Hace años escribí un texto en el que reflejaba mis ideas y experiencias sobre la educación, una educación integral, de la que tanto se habla pero por la que tan poco se hace, y ese texto quiero compartirlo ahora. Acaso debiera corregirlo para limitar sus errores, pero prefiero dejarlo así. Se escribió en 1996 y, ahora que tantos debates se dan a propósito de la educación en nuestro país (España), puede que no carezca de interés a pesar de sus pretensiones un tanto utópicas.

Sólo una observación preliminar. Cuando hemos podido apreciar, incluso aquellos que leímos y valoramos la LOGSE, que varios males se han derivado de la aplicación de aquella ley, males que han dejado la enseñanza en una situación difícil y que requiere de todo nuestro esfuerzo, dedicación y entusiasmo para intentar mejorarla o “resucitarla”, quiero señalar que me parece superable el enfrentamiento de dos posiciones respecto a la enseñanza: la que todo lo quiere basar en el esfuerzo (y se insiste en el esfuerzo y estudio de los alumnos) y la que pone el acento en los procedimientos, los recursos, la motivación, la atención a la diversidad o el aprendizaje significativo –por citar algunos elementos típicos de la LOGSE.

Creo que esa tensión se podría resolver en una síntesis, aunque no sea fácil. Yo, desde luego, no reniego del esfuerzo del alumno ni de su correcta actitud en clase, pero no creo que deba ser un esfuerzo competitivo, que sólo piense en las notas y que, en definitiva fomente el enfrentamiento, los recelos o la envidia entre compañeros (porque vivamos en una sociedad competitiva y meritocrática, amén de enchufista). Además, el esfuerzo del alumno no está reñido con que los profesores acepten estudiar nuevos métodos o se preocupen –en la medida en que puedan y deban- por la formación humana de los alumnos. No olvidemos que trabajamos –los profesores- con personas, no con cosas o con papeles…

En fin, aquí va el artículo. Espero que a alguien le guste (o le gusten algunas cosas que en él se dicen):

Un importante crítico literario escribía el pasado 5 de Octubre a propósito de la nueva E.S.O. (educación secundaria obligatoria) y, junto a ideas bastante razonables, se lamentaba de que en la reciente reforma educativa la formación y la educación humana primase (al parecer) sobre el esfuerzo en aprender los contenidos científicos. No veo por qué tienen que enfrentarse ambas cosas, pero lo asombroso del artículo de este crítico es que se sorprendiera e hiciese la sorprendente pregunta de qué significa eso de formación humana[1]. Me temo que pudiera pensar esta persona que la formación es un concepto ambiguo o demasiado sutil, o quizás entendiera que la formación consiste sin más es la ordenada acumulación de los más diversos saberes: una cabeza enciclopédica sería sinónimo de persona formada y bien educada.

Yo creo que, en nuestro sistema educativo, sucede todavía más bien lo contrario de lo que preocupaba a nuestro crítico. No hace mucho, un joven jefe de estudios de un instituto castellano, hombre responsable, exigente y riguroso, al comentarle yo en una ocasión -y luego de varias conversaciones al respecto con él y con otros profesores- que la ciencia sin conciencia es la ruina del alma, me contestó sinceramente (y para no seguir hablando del tema) que él no se creía preparado para semejante tarea de formación.

Pero ¿negará alguien que la formación integral es el objetivo primero (y único, pues con él se lograrían todos los demás) de la educación?

El caso es que, al parecer, se espera mucho de la escuela: todos los problemas (droga, violencia, irresponsabilidad, sectas, etc.) se remiten a la educación. Se dice: “es muy importante la educación” o “deben prevenirse estos problemas y evitar su aparición ya desde la escuela”. Muy bien, pero ¿y la sociedad? ¿Es consciente, de verdad, de la importancia de la formación de los niños y jóvenes? ¿Reclama los medios necesarios? ¿Exige y valora por igual el trabajo de los profesionales?

Pensamos que la verdadera educación es aún una utopía, como es una utopía en Occidente una sociedad que quiera, porque sepa, el bien de las personas, en vez de engañarse y distorsionarse con espejismos y vanidades. Por otra parte, también hay motivos para la esperanza: se han producido avances incuestionables en la práctica educativa en nuestro país y en las últimas décadas, la pedagogía teórica ha realizado aportaciones dignas de tenerse en cuenta y en nuestro siglo se han dado significativos ejemplos de lo que podría ser un centro educativo: R. Tagore, en la India, con su escuela Morada de paz, me parece uno de los más hermosos que conozco. Nuestro siglo ha sido pródigo en renovaciones y revoluciones educativas, con sus logros y equivocaciones. Además están los escritos de personas como Ernesto Sábato, Lanza del Vasto, Gandhi, el propio Tagore, etc.

Educar es un arte. Requiere vocación, conocimiento, dedicación, preparación, consciencia, entrega, búsqueda, entusiasmo, paciencia, constancia... ¿Es necesario seguir? En suma, todo un cúmulo de virtudes y cualidades que pueden cifrarse en esa actitud amorosa y despierta, exigente y generosa, pronta a aprender , dispuesta a compartir.

Educar es hermoso. Esencialmente tiene que ver con la inestimable capacidad para orientar, guiar y sugerir: conducir y acompañar en el camino de la vida verdadera, de las experiencias auténticamente reveladoras. Pero también, y al mismo tiempo, se trata de la capacidad para entender al discípulo, descubrir y potenciar sus capacidades, permitirle y proporcionarle los medios para que pueda extraer de sí, por sí mismo y con la ayuda de los demás, todas las virtualidades y potencialidades que cada ser humano encierra.

Educar es difícil. Precisa una dedicación plena: todo el tiempo se está uno preparando para su tarea educativa, todo sirve para la enseñanza. Yo creo que el verdadero maestro, en un sentido cierto, vive para educar y no hace otra cosa, no aspira a hacer nada distinto o más “importante”.

Ahora bien, la sociedad no parece consciente ni de la dificultad, ni de la importancia, ni de la belleza de la tarea educativa. Y creo que es un problema, sobre todo, de conciencia, pues las cosas no se hacen mal a propósito. Si no somos capaces de proporcionar una auténtica educación a los niños y jóvenes es porque realmente no somos capaces: no vemos otros fines, no encontramos los medios y los procedimientos adecuados, no valoramos bien, no evaluamos correctamente los procesos [2], no atisbamos un posible cambio. En suma, no concebimos, globalmente, otra manera más hermosa de vivir o estamos demasiado atrapados en esta.

Un sistema educativo es un reflejo de la sociedad de la que forma parte y la nuestra, con sus logros, parece haber perdido el sentido del Norte y del Centro. Está dejando de creer en (y de vivir de) las verdades y valores del espíritu; se encuentra demasiado orientada a lo exterior, lo pragmático y rentable, lo perecedero, lo insustancial. Así, es fácil decir, sin saber lo que se dice, que “la educación ha de preparar para la vida” o “para insertarse en el mercado laboral”. Palabras que no desmerecerían en la boca de un ministro, que quedan muy bien. Pero ¿es que se trata sin más de adaptarse a lo establecido? ¿Acaso de integrarse como un elemento más en el engranaje socioeconómico? Obviamente no. Educar es preparar para vivir una vida plena, bella, auténtica, rica y personal, comprometida con la ayuda a los demás y la mejora del mundo.

Leyendo hace poco con mis alumnos el célebre diálogo de Sócrates con Calicles, en el Gorgias de Platón, me preguntaba si nuestros jóvenes están preparados para entender que es preferible sufrir la injusticia a cometerla, que el fin de la vida es la honradez, la virtud, la búsqueda apasionada de la verdad para conformarse a ella, el dominio de sí mismo y el cuidado del alma, la interioridad y la armonía (lo que llamamos realización personal y felicidad), cuando lo “fácil” parece ser el interés, el placer desmedido, la falta de respeto, el abuso de poder, el apaño comodón, la imitación o el merodeo oportunista. Y decía Sócrates: “el mayor mal es cometer injusticia y no ser castigado por ello, para poder así redimir la culpa”. Como en la vida pública el mal ejemplo es más notorio, es razonable pensar que los más jóvenes se sientan cuanto menos perplejos si se les presenta el futuro como una carrera de obstáculos y oposiciones. Tendríamos que reflexionar más sobre esto, pues una sociedad que no sea o quiera ser comunitaria y personalista no es una sociedad plenamente humana. Para acabar el ejemplo, diré que, con una ingenuidad y sinceridad conmovedoras, algunos de mis alumnos de 2º de bachillerato (18 años por término medio), mientras les explicaba la ética de Sócrates, Platón y Aristóteles, me preguntaban y se preguntaban con notoria extrañeza si varias de las principales ideas de estos grandes filósofos eran verdad, si había que hacerles caso o no.

Imagine ahora el amable lector esta composición y este diseño: Un centro educativo sencillo pero hermoso arquitectónicamente, emplazado en un lugar tranquilo y lo más bello posible, rodeado de árboles y de alguna fuente; un lugar, ante todo, de convivencia respetuosa y afectuosa, donde el cultivo de la amistad sea norma y objetivo esencial. Un lugar donde no solamente los alumnos van a aprender, sino donde todos están dispuestos a aprender unos de otros (por ejemplo, que después de una clase de física el profesor pueda aprender a cultivar la tierra o practicar con otras personas una actividad manual; o bien que luego de unas clases de Historia o Psicología se pueda ir a escuchar una recitación de poemas o un concierto de música). Un lugar, hemos dicho, para convivir, compartiendo en ocasiones buena parte de la jornada (no valdría esto de la media jornada muy intensa y que termina atragantándose. Pero no hablamos de cantidad de horas, sino de cualidad del tiempo utilizado con flexibilidad): compartir la comida de vez en cuando, realizar excursiones a la naturaleza o participar en veladas para observar las estrellas... Un horario, pues, flexible y abierto, un aprendizaje que sea de verdad significativo y empiece desde el interés y la pasión por conocer y descubrir, por sentir y crear, por percibir y compartir. Esto último, aunque sea ahora muy difícil, es algo que podría fomentarse si las estructuras del sistema educativo no incitaran tanto a un tipo de aprendizaje meritocrático, que clasifica, que uniformiza, que amenaza con el suspenso, en fin, y para terminar pronto, que no anima al alumno a aprender por aprender y para ser mejor.

Nos estamos imaginando un lugar en el que es importante el aprendizaje de las ciencias, las letras y las artes, pero también la educación de la sensibilidad (dibujo y pintura, práctica de instrumentos musicales, así como otras formas de creación artística) y el trabajo con las manos, pues el ser humano es inteligencia, corazón y acción, por decirlo de manera sintética. No habría que olvidar el ejercicio físico en el conjunto de la educación para la salud, que es algo esencial y no un mero apéndice (aprender a alimentarse, a respirar, etc.). Queda lo más importante: la formación ética de la persona, el acercamiento a la sabiduría, el crecimiento del corazón y de la dimensión más honda de nuestro ser: una genuina religiosidad descubierta y vivida por cada uno en libertad y en el respeto por otras formas y tradiciones religiosas, sin sincretismos vacuos pero con la magnanimidad que supone abrirse al otro y valorar lo que tenga de valioso[3].

Ni que decir tiene que no estamos presentando un modelo elitista ni para los americanos. Este tipo de educación debe ser posible para todos, sin que ello suponga, como es natural, obstáculo alguno a la libertad de enseñanza. Puede, seguramente, que esto fuera costoso, pero más costoso me parece que seamos capaces de verlo y de realizarlo, pues ello supondría que vivimos de otra manera y para otra cosa.

También creo que me he pasado imaginando. Pero, puestos a imaginar, imaginemos lo que nos parece mejor, pensando en la integralidad[4] del ser humano y teniendo a la vista lo que las doctrinas sagradas enseñan. Seguramente, cabrían diversos modos de llevar a la práctica una educación total en sus concreciones y esto es interesante y valioso. En el orden de los principios, sin embargo, o mucho nos equivocamos, o hemos esbozado algunos de los aspectos más significativos.



[1]El artículo se titulaba “Latines y anacronismos”. Cito el párrafo del desliz: “Propósitos válidos: lo son la extensión de la instrucción a todos los ciudadanos hasta los 16 años y la consecución de una formación profesional de calidad. Modos y contenidos discutibles: mientras no se demuestre lo contrario, y no se va a demostrar, aprender es una tarea dificultosa, que exige rigor, esfuerzo y dedicación; pero la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) se inspira en principios neorrousseaunianos que priman el juego (lo lúdico, como se dice con inefable pedantería), la formación, la educación humana (¿qué quiere decir esto?) sobre la instrucción, sobre el aprendizaje de las disciplinas científicas y humanísticas”. Diario El País. El subrayado es nuestro.

[2]Ver por ejemplo el interesantísimo libro de Miguel Ángel Santos Guerra: “La evaluación: un proceso de diálogo, comprensión y mejora”. Ediciones Aljibe, Archidona (Málaga), 1993. Leyendo este libro y escuchando a su autor en una charla que nos dio recientemente a un grupo de profesores, tengo que recordar con añoranza a nuestro amigo Juan Saravia, que tanto empeño puso siempre en mejorar la educación y en que se reflexionase hondamente sobre la misma. Los dos habrían compartido muchas ideas.

[3]Me parece que en este sistema educativo no tendría mucho sentido el que una asignatura tuviera que entrar en selectividad, o que sus notas valieran más o menos para que fuese valorada y apreciada por todos. Pero, en fin, del ideal a lo que hay media un trecho.

[4]Permítasenos la expresión: “integralidad” en vez de “integridad”, que también podría usarse; prefiero la novedad del vocablo. Las leyes educativas (la LOGSE por ejemplo y de modo muy destacado) hablan, por supuesto, de “educación integral”. Lo que pasa es que no explican o explican de modo insuficiente en qué consiste, ni parecen tener clara conciencia, quienes redactan estas leyes, de los medios que habría que poner en práctica para acercarnos a conseguirla.